lunes, 30 de noviembre de 2015

La Ciudad; por Jean Hani

Cap. III Templo y Ciudad. 4. La Ciudad, en Mitos, Ritos y Símbolos, José J. Olañeta, Editor, 1999, Palma de Mallorca.

   La ciudad es una realidad ambigua, ora considerada fuente de las peores corrupciones, ora considerada factor principal de la civilización y la cultura. Está antítesis la encontramos ya en la Biblia, que hace remontar a Caín la creación de las ciudades (Gén., 4, 17); y sin embargo, por otra parte todo a lo largo de la historia, el pueblo judío veneró a su ciudad santa, Jerusalén, sin duda más que ningún otro pueblo la suya. Lo mismo ocurre en el Nuevo Testamento: el Apocalipsis radicaliza la antítesis al oponer la «Gran Babilonia», la prostituta, a la ciudad virgen y resplandeciente, la «Jerusalén celestial», que «desciende del cielo» (Ap., 21, 10). Pero la que triunfa es la Jerusalén celestial, y precisamente porque «desciende del cielo».

Esta expresión merece que nos detengamos en ella, pues nos introduce indirectamente en el centro del problema de la ciudad según las concepciones tradicionales. Y es que sin duda la imagen de la Jerusalén celestial tiene ante todo un sentido escatológico que simboliza el mundo futuro que nos devuelve a la pureza original; pero además tiene valor paradigmático para el mundo presente.

Si el Génesis, al atribuir a Caín la fundación de las ciudades, destaca su carácter maléfico, es porque las opone a la pureza de la naturaleza virgen del Paraíso perdido. Pero este carácter maléfico no es irremediable: puesto que existe una «ciudad celestial», modelo del paraíso terrenal, el hombre, incluso en el estado caído, puede construir en la tierra ciudades que no sean malditas ni maléficas y que reciban la luz de cierto reflejo del paraíso; a condición que estén edificadas a partir del modelo de la «Jerusalén celestial». Las ciudades de los hombres son benéficas o maléficas en la medida en que reflejan o no reflejan este arquetipo celestial.

Digamos enseguida, por lo demás, que a la expresión de «Jerusalén celestial» le damos el sentido más amplio, pues la realidad que traduce puede presentarse en imágenes muy diversas en los diferentes pueblos; porque, siempre y en todas partes en las sociedades tradicionales, las ciudades, en cierta manera y en grados variables, son ciudades santas [1], porque todas, para emplear los términos del Apocalipsis, «descienden del cielo a la tierra».

Y es que esta fórmula, si no se entiende en sentido escatológico, sino en sentido cosmológico, define perfectamente la manera de concebir la ciudad tradicional.

Para comprender bien esta manera de concebir, hay que recordar que el hombre tradicional, o sea el hombre normal, no puede vivir más que en un ambiente sagrado. En particular, no puede vivir más que en un espacio que ha sido consagrado; y esta consagración se lleva a cabo mediante un ritual basado en una doctrina cosmológica que es común a todos los pueblos y que afirma la analogía de lo que está Arriba y lo que está Abajo, y la influencia benéfica de lo primero sobre lo segundo, del Cielo sobre la Tierra; y el Cielo es el «lugar» simbólico de la Divinidad.

La ciudad, como por lo demás el templo o la casa, reproduce una imagen del mundo ordenada según esta jerarquía. Por esta imagen del mundo ordenada según esta jerarquía. Pero esta imagen no cobra valor más que si está centrada. Es en el centro donde percibe el hombre la presencia y la influencia de ese. Algo transcendente que desea recobrar como huella del Paraíso perdido. La transcendencia en el centro del mundo, en el punto por el que pasa el Axis Mundi, el Polo universal, representado a menudo por la Montaña sagrada situada debajo de la Estrella polar, y en torno al cual el universo lleva a cabo su revolución, lugar donde se comunican los tres niveles cósmicos, cielo, tierra e infiernos. Esta doctrina se basa en la percepción de que toda la creación comienza partir de un centro o un punto, como la circunferencia, engendrada por el punto central, como el ser orgánico a partir de la simiente infinitesimal, lugar en el que reside la fuerza recogida en sí misma y desde donde se difunde luego para manifestarse. De ahí el deseo del hombre de situarse permanentemente en ese centro, en ese punto-origen de donde brota la fuerza creadora.

Así, toda construcción de la ciudad, o de templo, o de casa, imita la creación del mundo, y con ello pone en armonía con el mundo. El pequeño mundo del hombre, su morada, se trazará por tanto conforme al plano que es el universo y que es igualmente el de su propia individualidad psicosomática.

El espacio se consagra mediante el propio ritual de fundación, ya se trata de una ciudad o de un templo. Conduciremos nuestro estudio a partir del ritual practicado para el templo porque, aunque es fundamentalmente el mismo que para la ciudad, es más elaborado y, a fin de cuentas, más conocido, y nos permitirá hacer sentir bien el carácter sagrado de la ciudad tradicional, que aparecerá así como prolongación o versión ampliada del templo.

La fundación del templo comienza con la orientación [2]: en el emplazamiento escogido para la construcción –elección determinada no sólo por razones de utilidad, sino también y ante todo por las cualidades sutiles del lugar, reveladas por la astrología y la geomancia—, se pone derecho un palo que servirá de gnomon para localizar los ejes Este-Oeste y Norte-Sur. A partir de este palo tomado como centro, se trazan los puntos extremos del curso del sol, lo que permite el eje Este-Oeste, la posición del sol en el zenit, y el eje Norte-Sur. Se obtiene así una figura orientada por la cruz de los ejes inscrita en el círculo. Esta figura sirve de módulo de base para los edificios de forma circular; en el caso de los templos de forma cuadrangular, el cuadrado de base que servirá para trazar la planta se obtiene mediante la operación denominada «cuadratura del círculo», que consiste simplemente en inscribir un cuadrado en el círculo primitivo: dos nuevos círculos centrado en los puntos cardinales del Eje Este-Oeste darán, por su intersección con la circunferencia primero, los ángulos del cuadrado. Esta cuadratura del círculo, en realidad, es la cuadratura del círculo celeste proyectado en tierra, en una primera operación, en el trazado inicial, e igualmente la proyección del «cuadrado celeste», o sea de la cruz de los ejes cardinales.

La figura geométrica que acabamos de describir contiene todo el simbolismo del templo; simbolismo a la vez cósmico y metafísico; es la unión del cielo (el círculo) con la tierra (el cuadrado), pero el cielo en sí es símbolos de la Esencia universal, y la tierra lo es de la Substancia. Ese es el significado de la figura en su aspecto estático. En su aspecto dinámico, representa el proceso de la creación, el influjo celeste que opera para crear: el círculo celeste engendra el ciclo temporal, pues las cuatro tradiciones del tiempo corresponden a los cuatro puntos cardinales, que califican el espacio. Por lo demás, el primer gesto del ritual, poner el palo, determina un eje vertical y un centro en tierra; este centro, al estar relacionado por la orientación con la estructura del mundo y el ritmo celeste, se identifica ritualmente con el Centro del mundo. Por lo demás, puesto que la distancia que separa todos los puntos de la tierra es prácticamente nula con respecto al Eje que va a parar a la Estrella polar, esta asimilación es real incluso físicamente.

Este Axis mundi es el centro inmóvil que manifiesta en lo creado el Principio divino, «motor inmóvil» y Realidad inmutable. Una vez terminado el trazado básico del templo, se quita el palo, pero sigue realmente presente en cuanto «pilar axial» en torno al cual se edifica toda la construcción, pese a permanecer invisible como el Principio con respecto a la creación. Este eje, que centra el templo, establece el contacto con las fuerzas siderales, que también son mediadoras del Poder divino; por eso es él el que condiciona fundamentalmente la fundación del templo, que es unir la tierra al cielo.

La fundación de una ciudad tradicional se hace conforme a un ritual análogo en lo esencial, es decir, mediante el establecimiento de un centro y de un círculo orientado. Algunas ciudades son circulares, otras son cuadradas, no importa: la operación siempre es la misma.

Ecbatana, la capital de los antiguos medos, nos dice Heródoto, estaba formada por siete recintos concéntricos; como la ciudad estaba edificada sobre una colina, los muros estaban construidos de manera que cada recinto no sobrepasase al inmediato más que en la altura de las almenas; la ciudad, por tanto, ofrecía a su vez aspecto de montaña. El séptimo recinto encerraba el palacio del rey, que se situaba así probablemente en el eje vertical del conjunto. Las almenas, nos dice también Heródoto, estaban pintadas de distintos colores: las del primer recinto, de blanco; las del segundo, de negro; las del tercero; de púrpura; las del cuarto, de azul; las del quinto, de rojo; las del sexto, de plata, y las del séptimo , de dorado [3]. Esta descripción debería abrir camino a estudios interesantes. Es prácticamente seguro, por ejemplo, que los siete recintos circulares reproducían los siete cielos planetarios, de suerte que la ciudad aparecía proyección del cielo en la tierra; podríamos estar totalmente seguros si todos los colores de las almenas correspondiesen a los colores tradicionales atribuidos a los planetas; la correspondencia es exacta en el caso de Saturno (2º recinto), Júpiter (4º recinto), Marte (5º recinto), Luna (6º recinto) y Sol (7º recinto); hay dificultades para Venus y Mercurio, que en la gamma corriente tienen respectivamente el verde y el multicolor.

Darabjird, capital del antiguo reino de los partos, tenía dos recintos circulares con calles radiales que iban del centro a las puertas; de éstas, las cuatro principales estaban orientadas según los puntos cardinales. Así era todavía Firuzaban, capital de los sasánidas, y más tarde Bagdad, fundada en el año 762 por el califa al-Masûr; Hiraqala, la ciudad de Harún al-Rashid, o Sabra, la del tercer califa fatimí, Ismâ’îl [4]. Es probable que las más antiguas ciudades egipcias tuviesen esa forma, pues el jeroglífico correspondiente a la palabra niut, «ciudad», no es otro que la figura crucicircular del esquema de fundación [5], es, en todo caso, uno de los indicios más asombrosos de la universalidad del rito que antes hemos descrito.

Plutarco y Ovidio nos dejaron una descripción precisa de la ejecución de este ritual para la fundación de Roma. Rómulo, nos dicen, empezó por abrir un foso circular, el mundus, en el que hizo un sacrificio y sobre el que levantó un altar; constituía así un centro asimilado al Centro del mundo, al Axis mundi, como nos asegura el propio Macrobio cuando dice que aquel mundus era el «lugar de intersección de los tres mundos». A partir de aquel centro, Rómulo trazó con arado una circunferencia que determinaba el contorno de las murallas; en el interior se construyó la Roma quadrata, la Roma cuadrada, o sea dividida en cuatro cuarteles delimitados por dos grandes arterias según el cardo, eje Norte-Sur, y el decumano, eje Este-Oeste [6].

La universalidad del rito de fundación está demostrada por una curiosa relación entre la fundación de Roma y la que antaño describiera Leo Frobenius de una ciudad del África occidental. Cuenta que el emplazamiento elegido fue señalado con estacas, en forma de círculo y de cuadrado con la situación de cuatro puertas en los cuatro puntos cardinales; se sacrificó luego un toro en el centro de aquel círculo, enterraron allí su verga y levantaron encima un altar [7].

Puede citarse también, muy lejos de allí, la población de Bororo, en el Brasil, de planta circular y dividida por los dos ejes orientados, en cuyo centro se levanta el santuario. Lo que es interesante señalar es que esta planta parece ser que reproduce la de la ciudad de Cuzco, en el Perú, antaño capital del imperio de los incas [8].

En la India, las antiguas ciudades tenían forma cuadrada o redonda, con –como en todas partes, podría decirse— cuatro puertas principales orientadas según los puntos cardinales; así ocurre en Pataliputra, capital de los emperadores Maurya. La planta tradicional de la ciudad india reproduce el zodíaco, de ahí ua asimilación de los cuatro barrios principales a las cuatro estaciones, de modo que cada barrio comprendía tres signos del Zodíaco. Cada casta ocupaba un punto cardinal: brahmanes al Norte, kshatriyas al Este, vaishyas al Sur y sudras al manes al Oeste. Esta repartición seguía el ciclo anual del sol y el sentido de la pradakshina, la circumambulación ritual. Finalmente, el eje Este-Oeste, denominado «Vía regia», conducía al palacio del soberano, que se levantaba en el centro de la ciudad, pues el príncipe se asimilaba simbólicamente al Eje del mundo, y gobernaba la ciudad y país como rige el universo el Principio divino. Además se decía que Pataliputra se había construido en el emplazamiento del Monte Meru, centro del mundo [9].

El mismo esquema crucicircular encontramos en Angkor Thom, capital del Imperio jmer, construida a partir de estos dos ejes cardinales; en su intersección, en el centro, está el templo del Bayón, también identificado en el Meru.

El simbolismo zodiacal de la ciudad evoca de forma impresionaste la Jerusalén celestial, de la que hablaremos enseguida, y la ciudad ideal de Platón. Ésta debía estar regida por los dioses y reflejar por su forma las realidades siderales, para que la ciudad participase en la armonía del universo. La ciudad es de planta circular; su centro está ocupado por la Acrópolis, morada de los dioses; está dividida en doce sectores, con lo que las leyes y proporciones del cosmos penetran en ella y los propios habitantes se encuentran bajo  la influencia de estas leyes cósmicas. «Debemos pensar -prosigue Platón— que cada parte es sagrada, porque es un don de Dios, y porque sigue el movimiento de los meses y revolución del Universo. Así, la ciudad entera está regulada por su relación con el Universo, que santifica sus partes» (Leyes, 745 ss). No puede definirse mejor el modo operatorio de la ciudad tradicional.

El mismo espíritu regía la organización de la ciudad en la China. La capital, como ámbito real, era cuadrada, con cuatro puertas principales en los cuatro puntos cardinales. En el centro de la ciudad residía el emperador, cuyo palacio-templo, el Ming tang, también era cuadrado, con tres puertas en cada lado, y el conjunto correspondía a los doce meses y a los doce signos del Zodíaco. A través de las puertas se difundía la «Virtud» real a la ciudad y al imperio según el ritmo del cielo.

No todas las ciudades tradicionales reproducían en detalle el mapa celeste, pero todas eran imagen del cielo y estaban situadas en el centro del mundo. Así ocurre en el cercano Oriente con Babilonia cuyo nombre, Bab ilani, significa «Puerta de los dioses», y que se consideraba que estaba construida sobre el bab apsi, la «Puerta del abismo», lo que equivale a decir que estaba situada sobre el Eje del mundo, que une los tres niveles cósmicos. Y lo mismo ocurre con la Meca, santificada por la Caaba, la «la Casa de Dios», que está en el cielo; es la cúspide de la tierra, dice Kisâ’î, porque la Estrella polar demuestra que se encuentra frente al cielo del cielo; y según Azraqui, existía antes de la Creación y es el punto a partir del cual fue establecida la tierra. La misma tradición existe respecto de Jerusalén. Según la Mishná, la roca del templo penetraba en el tehom, el mundo inferior, correspondiente el apsu babilonio, y tenía una abertura llamada «Boca del tehom». Por otra parte, se considera que Jerusalén y Sión están situadas en la cima de la Montaña cósmica, la que no es inundada por el diluvio: «Grande es el Señor –canta el Salmo 47—, e infinitamente digno de alabanzas, en la ciudad de nuestro Dios y en su monte santo; su famosa colina llena de gozo el universo: el Monte Sión, en el Confín Norte, es la ciudad del Gran Rey». Esta expresión, el Confin Norte, es totalmente característica para designar la cúspide de la tierra, cuya punta está dirigida a la Estrella polar; es el centro del mundo y el punto-origen de la Creación: «El mundo fue creado a partir de Sión», se lee en el tratado de Yoma [10].

No se sabe exactamente cuál era el plano de la más antigua Jerusalén, pero con toda probabilidad se construyó siguiendo más o menos el esquema del campamento de los hebreos. Este campamento estaba dividido en cuatro partes, y el pueblo estaba repartido en cuatro grupos de tres tribus, principal una de ellas: Judá al Este, Rubén al Sur, Efraín al Oeste y Dan al Norte. En el centro se alzaba el Tabernáculo, en torno al cual estaban establecidos los levitas, divididos en cuatro grupos orientados según los puntos cardinales. Y se sabe que, más tarde, la Tierra de Israel fue dividida de esta misma forma. Volvemos a encontrar aquí el duodenario, 3 x 4 = 12, cuyo simbolismo zodiacal es seguro, pues se sabe con seguridad que existía correspondencia entre las tribus y los signos de zodíaco.

Conforme a esta planta, evidentemente, se describe la Jerusalén celestial, cuadrada, con sus doce puertas con el nombre de las doce tribus; en el centro, el Árbol de la Vida, símbolo del Eje universal.

Esta Jerusalén es el arquetipo, el modelo ideal de toda ciudad humana, al propio tiempo que icono del Paraíso. Toda ciudad, en su plano y suponiendo que lo demás no cambie, debería conformarse a este modelo para responder a su función, que no sólo es albergar y proteger al hombre, sino también ayudarlo, en su vida material, a realizar su destino.

Porque, hay que insistir en ello, el simbolismo arquitectónico de las ciudades, contrariamente a lo que pudieran pensar algunos, no es algo simplemente «literario» ni «artístico»: es operativo, como bien expresa Platón en el texto antes citado; opera lo que designa –como todo símbolo tradicional, por lo demás— a causa de la analogía que un con las formas cósmicas las formas arquitectónicas que hemos definido, y porque con el arquetipo «atrae» a éste y reactualiza a cada instante su influencia. Este simbolismo de la ciudad, como el del templo, ayuda al hombre en su progresión espiritual, al permitirle, en el curso de su vida cotidiana, relacionar incesantemente lo individual con lo universal, el hombre con Dios, su principio. La ciudad tradicional, como el templo, es un instrumento de comunicación con lo Invisible, que permite el descenso de las influencias del cielo hacia el hombre y que el hombre vuelva a subir hacia el cielo.

Este papel mediador alcanza evidentemente su mayor eficacia en el caso de las ciudades santas, las que están especialmente consagradas por una teofanía, y de las que Jerusalén ofrece sin duda el tipo más perfecto. Y esa es la razón que explica la peregrinación. Si los creyentes acuden diligentes a estas ciudades es para encontrar una vía de acceso privilegiada hacia lo Alto. El hombre tradicional está en el diálogo constante con lo Invisible, y la peregrinación es el medio de mantener o de reactivar este diálogo.

En las tres grandes fiestas anuales, entre ellas la Pascua, el israelita «subía» a Jerusalén, a la «Casa del Señor», como dice el salmista: «Qué alegría cuando me dijeron. “Vamos a la Casa del Señor”» (Sal 122). La peregrinación a la Meca, como se sabe, es una de las principales obligaciones del fiel del Islam, y el rito capital de esta peregrinación consiste en una circumambulación alrededor de la Caaba, la «Casa de Dios», porque, dicen los comentaristas, las vueltas que dan a su alrededor los peregrinos imitan la circumambulación de los Ángeles alrededor del Trono divino, que se encuentra en la «Casa de Dios» que está en el cielo [11].

Así, la peregrinación equivale a un viaje para alcanzar el Centro del mundo y allí, en cierto modo, «recargarse» en contacto con las fuerzas celestiales.

En el hinduismo y el budismo existe un rito análogo al del Islam, la pradakshina, que se practica alrededor del templo de la ciudad santa: en el templo de Barabudur o en el templo de Lhasa, el fiel que asciende, en espiral, los escalones del santuario, se acerca así a la «cima del mundo» y, ya en la terraza superior, penetra en la «Tierra pura», otro nombre del Paraíso o de la Jerusalén celestial.

La peregrinación a la ciudad santa es un medio de recordar al hombre el sentido de su existencia, que en la visión tradicional está concebida como peregrinación al Más Allá. Por esto se dice que Abraham permanecía bajo la tienda, como si estuviese en tierra extranjera, «porque esperaba la ciudad asentada sobre firmes cimiento cuyo Arquitecto y constructor es Dios» (Epístola a los Hebreos, 11, 10). Para el hombre tradicional, la ciudad terrenal no es más que la imagen de la ciudad  divina con miras a la cual se encuentra en estado de peregrino. El hombre que ha asumido plenamente la peregrinación de la existencia reconoce que esta «Ciudad divina», esta Brahma-pura, esta «Jerusalén celestial», no es otra cosa que el «Reino de Dios», que, según el Evangelio, «está dentro de nosotros». La verdadera peregrinación es la peregrinación interior, la que lleva al centro del ser, en el corazón, del que decía Ibn Arabí que es aún más noble que la Caaba.

Estas reflexiones sobre la peregrinación y el papel del corazón y del centro del ser nos invitan a volver, para terminar, al problema de la ciudad en general (de la ciudad tradicional, queremos decir) problema que esclarecen con nueva luz. En la tradición hindú, la «ciudad divina», la Brahma-pura, designa, en sentido estricto, el principio divino que reside en el corazón del ser; pero, en sentido más amplio, la expresión designa igualmente el ser entero con sus elementos constitutivos y sus facultades en relación jerárquica con el principio central; y estas facultades y elementos subordinados a su principio se comparan tradicionalmente  con una ciudad con su rey, que es su corazón, y sus súbditos. Finalmente, la expresión «Ciudad divina» designa el universo total que irradia a partir del «Corazón del mundo», del Centro divino [12].

Para cumplir verdaderamente su función, toda ciudad debería ser conforme a este modelo. En la ciudad así concebida, el hombre puede vivir armoniosamente, porque en ella se reencuentra con la estructura del mundo y su propia estructura, y ello a la inversa de lo que sucede en la ciudad moderna, que, por su carácter atípico (apartado de lo prototípico), es alienante y traumatizante.

Y sin duda, a este respecto, cabría reflexionar sobre la importancia del papel de las murallas, que en las ciudades antiguas no eran sólo una defensa contra los ataques guerreros: también protegían contra las influencias maléficas, como prueba al uso medieval de bendecir las murallas contra las insidias diabili, «contra las insidias del demonio». De todas formas, al materializar el «límite», la muralla mantenía la noción de espacio centrado, conservada la ciudad en su forma y en su simbolismo cósmico, le impedía diluirse en lo indefinido y la confusión, como puede verse en las ciudades «tentaculares», que se extienden incesantemente y terminan por caer en lo informe, y ello no sin una influencia cierta en el psiquismo humano. En cambio, en la ciudad construida conforme al modelo de su propio cuerpo a partir de un centro vital y mediante un crecimiento orgánico, como el del embrión, el hombre regresa a su propio origen y al mismo tiempo origen de todo lo creado, porque, en virtud de la analogía que une el microcosmo como el macrocosmo, analogía que se refleja igualmente en la estructura de dicha ciudad, siente que su propio origen del mundo se sitúan finalmente en el mismo punto central y divino. Comprende así intuitivamente la cosmogénesis y la ontogénesis, y alcanza con ello su propio centro y el Centro universal, lo cual es el objeto de su destino.

En la ciudad construida orgánicamente de este modo, el templo, erigido en el centro de la ciudad, materializa a los ojos del hombre el Centro cósmico y su propio centro: su torre, su campanario o su alminar son para él en todo momento imagen del Eje polar que apunta hacia Arriba y que acompasa todas las horas de su vida recordándose sin cesar el camino de la salvación, el camino que debe hacerle alcanzar lo Invisible [13].

Notas:
[1] H. Müller, Die Heilige Stadt, 1961
[2] Véase H. Niessen, Orientation, 1906-1910; J. Hani, El Simbolismo del Templo Cristiano, José J. de Olañeta, Editor, 1997.
[3] Heredoto I, 98
[4] H.-A. L’Orange, Studies in the Iconography of cosmic Kingship, Oslo, 1953.
[5] Drioton-Sottas, Introduction à l’étude des hiéroglyphes, p, 141.
[6] Plutarco, Rómulo, 11; Ovidio, Fastos, 4, 819. Sabemos por Catón, citado en Servio, Ad Æn nº 5, 755, que el ritual venía de los etruscos; cf. también Varrón, De lingua latina 5, 143 ss. Para Grecia, el ritual no es conocido más que en partes por los historiadores (por ejemplo Tucídides 3, 24; 5, 16) y Pausanías 4, 27, que cuenta la fundación de Mesene. La descripción más completa es la que, en forma cósmica, da Aristófanes en Las aves, 850 ss.: se trata de la fundación de una ciudad, Cucópolis de las Nubes. Toman un oráculo, hacen un sacrificio, una oración a Hestia, diosa del Hogar, en la que se enciende el fuego sagrado tras haber dado la vuelta alrededor asperjándolo con agua lustral.
[7] Este ritual es el del pueblo maude; en Mon. Africana, VI, Francfort, 1929, pp. 119-124; Histoire de la civilisation africaine, p. 155.
[8] Symbolisme cosmique et monuments religieux, Musée Guimet, 1953, I, pp. 53 y 59.
[9] R. Guénon, «Le zodiaque et le points cardinaux», en Símbolos fundamentales de la Ciencia Sagrada, pp. 120-124.
[10] M. Eliade, Tratado de historia de las religiones, capítulo 10.
[11] M. Hamidullah, «Le pèlegrinage à La Mecque» en Pèlerinages «Sources orientales», París, 1960, pp. 90-138.
[12] R. Guénon, «La cité divine», op. cit.
[13] Sobre este tema puede leerse el libro de Najm-ud-Dine Bammate, Cités d’Islam, Ed. Arthaud, 1987.

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