lunes, 30 de noviembre de 2015

La Ciudad; por Jean Hani

Cap. III Templo y Ciudad. 4. La Ciudad, en Mitos, Ritos y Símbolos, José J. Olañeta, Editor, 1999, Palma de Mallorca.

   La ciudad es una realidad ambigua, ora considerada fuente de las peores corrupciones, ora considerada factor principal de la civilización y la cultura. Está antítesis la encontramos ya en la Biblia, que hace remontar a Caín la creación de las ciudades (Gén., 4, 17); y sin embargo, por otra parte todo a lo largo de la historia, el pueblo judío veneró a su ciudad santa, Jerusalén, sin duda más que ningún otro pueblo la suya. Lo mismo ocurre en el Nuevo Testamento: el Apocalipsis radicaliza la antítesis al oponer la «Gran Babilonia», la prostituta, a la ciudad virgen y resplandeciente, la «Jerusalén celestial», que «desciende del cielo» (Ap., 21, 10). Pero la que triunfa es la Jerusalén celestial, y precisamente porque «desciende del cielo».

Esta expresión merece que nos detengamos en ella, pues nos introduce indirectamente en el centro del problema de la ciudad según las concepciones tradicionales. Y es que sin duda la imagen de la Jerusalén celestial tiene ante todo un sentido escatológico que simboliza el mundo futuro que nos devuelve a la pureza original; pero además tiene valor paradigmático para el mundo presente.

Si el Génesis, al atribuir a Caín la fundación de las ciudades, destaca su carácter maléfico, es porque las opone a la pureza de la naturaleza virgen del Paraíso perdido. Pero este carácter maléfico no es irremediable: puesto que existe una «ciudad celestial», modelo del paraíso terrenal, el hombre, incluso en el estado caído, puede construir en la tierra ciudades que no sean malditas ni maléficas y que reciban la luz de cierto reflejo del paraíso; a condición que estén edificadas a partir del modelo de la «Jerusalén celestial». Las ciudades de los hombres son benéficas o maléficas en la medida en que reflejan o no reflejan este arquetipo celestial.

Digamos enseguida, por lo demás, que a la expresión de «Jerusalén celestial» le damos el sentido más amplio, pues la realidad que traduce puede presentarse en imágenes muy diversas en los diferentes pueblos; porque, siempre y en todas partes en las sociedades tradicionales, las ciudades, en cierta manera y en grados variables, son ciudades santas [1], porque todas, para emplear los términos del Apocalipsis, «descienden del cielo a la tierra».

Y es que esta fórmula, si no se entiende en sentido escatológico, sino en sentido cosmológico, define perfectamente la manera de concebir la ciudad tradicional.

Para comprender bien esta manera de concebir, hay que recordar que el hombre tradicional, o sea el hombre normal, no puede vivir más que en un ambiente sagrado. En particular, no puede vivir más que en un espacio que ha sido consagrado; y esta consagración se lleva a cabo mediante un ritual basado en una doctrina cosmológica que es común a todos los pueblos y que afirma la analogía de lo que está Arriba y lo que está Abajo, y la influencia benéfica de lo primero sobre lo segundo, del Cielo sobre la Tierra; y el Cielo es el «lugar» simbólico de la Divinidad.

La ciudad, como por lo demás el templo o la casa, reproduce una imagen del mundo ordenada según esta jerarquía. Por esta imagen del mundo ordenada según esta jerarquía. Pero esta imagen no cobra valor más que si está centrada. Es en el centro donde percibe el hombre la presencia y la influencia de ese. Algo transcendente que desea recobrar como huella del Paraíso perdido. La transcendencia en el centro del mundo, en el punto por el que pasa el Axis Mundi, el Polo universal, representado a menudo por la Montaña sagrada situada debajo de la Estrella polar, y en torno al cual el universo lleva a cabo su revolución, lugar donde se comunican los tres niveles cósmicos, cielo, tierra e infiernos. Esta doctrina se basa en la percepción de que toda la creación comienza partir de un centro o un punto, como la circunferencia, engendrada por el punto central, como el ser orgánico a partir de la simiente infinitesimal, lugar en el que reside la fuerza recogida en sí misma y desde donde se difunde luego para manifestarse. De ahí el deseo del hombre de situarse permanentemente en ese centro, en ese punto-origen de donde brota la fuerza creadora.

Así, toda construcción de la ciudad, o de templo, o de casa, imita la creación del mundo, y con ello pone en armonía con el mundo. El pequeño mundo del hombre, su morada, se trazará por tanto conforme al plano que es el universo y que es igualmente el de su propia individualidad psicosomática.

El espacio se consagra mediante el propio ritual de fundación, ya se trata de una ciudad o de un templo. Conduciremos nuestro estudio a partir del ritual practicado para el templo porque, aunque es fundamentalmente el mismo que para la ciudad, es más elaborado y, a fin de cuentas, más conocido, y nos permitirá hacer sentir bien el carácter sagrado de la ciudad tradicional, que aparecerá así como prolongación o versión ampliada del templo.

La fundación del templo comienza con la orientación [2]: en el emplazamiento escogido para la construcción –elección determinada no sólo por razones de utilidad, sino también y ante todo por las cualidades sutiles del lugar, reveladas por la astrología y la geomancia—, se pone derecho un palo que servirá de gnomon para localizar los ejes Este-Oeste y Norte-Sur. A partir de este palo tomado como centro, se trazan los puntos extremos del curso del sol, lo que permite el eje Este-Oeste, la posición del sol en el zenit, y el eje Norte-Sur. Se obtiene así una figura orientada por la cruz de los ejes inscrita en el círculo. Esta figura sirve de módulo de base para los edificios de forma circular; en el caso de los templos de forma cuadrangular, el cuadrado de base que servirá para trazar la planta se obtiene mediante la operación denominada «cuadratura del círculo», que consiste simplemente en inscribir un cuadrado en el círculo primitivo: dos nuevos círculos centrado en los puntos cardinales del Eje Este-Oeste darán, por su intersección con la circunferencia primero, los ángulos del cuadrado. Esta cuadratura del círculo, en realidad, es la cuadratura del círculo celeste proyectado en tierra, en una primera operación, en el trazado inicial, e igualmente la proyección del «cuadrado celeste», o sea de la cruz de los ejes cardinales.

La figura geométrica que acabamos de describir contiene todo el simbolismo del templo; simbolismo a la vez cósmico y metafísico; es la unión del cielo (el círculo) con la tierra (el cuadrado), pero el cielo en sí es símbolos de la Esencia universal, y la tierra lo es de la Substancia. Ese es el significado de la figura en su aspecto estático. En su aspecto dinámico, representa el proceso de la creación, el influjo celeste que opera para crear: el círculo celeste engendra el ciclo temporal, pues las cuatro tradiciones del tiempo corresponden a los cuatro puntos cardinales, que califican el espacio. Por lo demás, el primer gesto del ritual, poner el palo, determina un eje vertical y un centro en tierra; este centro, al estar relacionado por la orientación con la estructura del mundo y el ritmo celeste, se identifica ritualmente con el Centro del mundo. Por lo demás, puesto que la distancia que separa todos los puntos de la tierra es prácticamente nula con respecto al Eje que va a parar a la Estrella polar, esta asimilación es real incluso físicamente.

Este Axis mundi es el centro inmóvil que manifiesta en lo creado el Principio divino, «motor inmóvil» y Realidad inmutable. Una vez terminado el trazado básico del templo, se quita el palo, pero sigue realmente presente en cuanto «pilar axial» en torno al cual se edifica toda la construcción, pese a permanecer invisible como el Principio con respecto a la creación. Este eje, que centra el templo, establece el contacto con las fuerzas siderales, que también son mediadoras del Poder divino; por eso es él el que condiciona fundamentalmente la fundación del templo, que es unir la tierra al cielo.

La fundación de una ciudad tradicional se hace conforme a un ritual análogo en lo esencial, es decir, mediante el establecimiento de un centro y de un círculo orientado. Algunas ciudades son circulares, otras son cuadradas, no importa: la operación siempre es la misma.

Ecbatana, la capital de los antiguos medos, nos dice Heródoto, estaba formada por siete recintos concéntricos; como la ciudad estaba edificada sobre una colina, los muros estaban construidos de manera que cada recinto no sobrepasase al inmediato más que en la altura de las almenas; la ciudad, por tanto, ofrecía a su vez aspecto de montaña. El séptimo recinto encerraba el palacio del rey, que se situaba así probablemente en el eje vertical del conjunto. Las almenas, nos dice también Heródoto, estaban pintadas de distintos colores: las del primer recinto, de blanco; las del segundo, de negro; las del tercero; de púrpura; las del cuarto, de azul; las del quinto, de rojo; las del sexto, de plata, y las del séptimo , de dorado [3]. Esta descripción debería abrir camino a estudios interesantes. Es prácticamente seguro, por ejemplo, que los siete recintos circulares reproducían los siete cielos planetarios, de suerte que la ciudad aparecía proyección del cielo en la tierra; podríamos estar totalmente seguros si todos los colores de las almenas correspondiesen a los colores tradicionales atribuidos a los planetas; la correspondencia es exacta en el caso de Saturno (2º recinto), Júpiter (4º recinto), Marte (5º recinto), Luna (6º recinto) y Sol (7º recinto); hay dificultades para Venus y Mercurio, que en la gamma corriente tienen respectivamente el verde y el multicolor.

Darabjird, capital del antiguo reino de los partos, tenía dos recintos circulares con calles radiales que iban del centro a las puertas; de éstas, las cuatro principales estaban orientadas según los puntos cardinales. Así era todavía Firuzaban, capital de los sasánidas, y más tarde Bagdad, fundada en el año 762 por el califa al-Masûr; Hiraqala, la ciudad de Harún al-Rashid, o Sabra, la del tercer califa fatimí, Ismâ’îl [4]. Es probable que las más antiguas ciudades egipcias tuviesen esa forma, pues el jeroglífico correspondiente a la palabra niut, «ciudad», no es otro que la figura crucicircular del esquema de fundación [5], es, en todo caso, uno de los indicios más asombrosos de la universalidad del rito que antes hemos descrito.

Plutarco y Ovidio nos dejaron una descripción precisa de la ejecución de este ritual para la fundación de Roma. Rómulo, nos dicen, empezó por abrir un foso circular, el mundus, en el que hizo un sacrificio y sobre el que levantó un altar; constituía así un centro asimilado al Centro del mundo, al Axis mundi, como nos asegura el propio Macrobio cuando dice que aquel mundus era el «lugar de intersección de los tres mundos». A partir de aquel centro, Rómulo trazó con arado una circunferencia que determinaba el contorno de las murallas; en el interior se construyó la Roma quadrata, la Roma cuadrada, o sea dividida en cuatro cuarteles delimitados por dos grandes arterias según el cardo, eje Norte-Sur, y el decumano, eje Este-Oeste [6].

La universalidad del rito de fundación está demostrada por una curiosa relación entre la fundación de Roma y la que antaño describiera Leo Frobenius de una ciudad del África occidental. Cuenta que el emplazamiento elegido fue señalado con estacas, en forma de círculo y de cuadrado con la situación de cuatro puertas en los cuatro puntos cardinales; se sacrificó luego un toro en el centro de aquel círculo, enterraron allí su verga y levantaron encima un altar [7].

Puede citarse también, muy lejos de allí, la población de Bororo, en el Brasil, de planta circular y dividida por los dos ejes orientados, en cuyo centro se levanta el santuario. Lo que es interesante señalar es que esta planta parece ser que reproduce la de la ciudad de Cuzco, en el Perú, antaño capital del imperio de los incas [8].

En la India, las antiguas ciudades tenían forma cuadrada o redonda, con –como en todas partes, podría decirse— cuatro puertas principales orientadas según los puntos cardinales; así ocurre en Pataliputra, capital de los emperadores Maurya. La planta tradicional de la ciudad india reproduce el zodíaco, de ahí ua asimilación de los cuatro barrios principales a las cuatro estaciones, de modo que cada barrio comprendía tres signos del Zodíaco. Cada casta ocupaba un punto cardinal: brahmanes al Norte, kshatriyas al Este, vaishyas al Sur y sudras al manes al Oeste. Esta repartición seguía el ciclo anual del sol y el sentido de la pradakshina, la circumambulación ritual. Finalmente, el eje Este-Oeste, denominado «Vía regia», conducía al palacio del soberano, que se levantaba en el centro de la ciudad, pues el príncipe se asimilaba simbólicamente al Eje del mundo, y gobernaba la ciudad y país como rige el universo el Principio divino. Además se decía que Pataliputra se había construido en el emplazamiento del Monte Meru, centro del mundo [9].

El mismo esquema crucicircular encontramos en Angkor Thom, capital del Imperio jmer, construida a partir de estos dos ejes cardinales; en su intersección, en el centro, está el templo del Bayón, también identificado en el Meru.

El simbolismo zodiacal de la ciudad evoca de forma impresionaste la Jerusalén celestial, de la que hablaremos enseguida, y la ciudad ideal de Platón. Ésta debía estar regida por los dioses y reflejar por su forma las realidades siderales, para que la ciudad participase en la armonía del universo. La ciudad es de planta circular; su centro está ocupado por la Acrópolis, morada de los dioses; está dividida en doce sectores, con lo que las leyes y proporciones del cosmos penetran en ella y los propios habitantes se encuentran bajo  la influencia de estas leyes cósmicas. «Debemos pensar -prosigue Platón— que cada parte es sagrada, porque es un don de Dios, y porque sigue el movimiento de los meses y revolución del Universo. Así, la ciudad entera está regulada por su relación con el Universo, que santifica sus partes» (Leyes, 745 ss). No puede definirse mejor el modo operatorio de la ciudad tradicional.

El mismo espíritu regía la organización de la ciudad en la China. La capital, como ámbito real, era cuadrada, con cuatro puertas principales en los cuatro puntos cardinales. En el centro de la ciudad residía el emperador, cuyo palacio-templo, el Ming tang, también era cuadrado, con tres puertas en cada lado, y el conjunto correspondía a los doce meses y a los doce signos del Zodíaco. A través de las puertas se difundía la «Virtud» real a la ciudad y al imperio según el ritmo del cielo.

No todas las ciudades tradicionales reproducían en detalle el mapa celeste, pero todas eran imagen del cielo y estaban situadas en el centro del mundo. Así ocurre en el cercano Oriente con Babilonia cuyo nombre, Bab ilani, significa «Puerta de los dioses», y que se consideraba que estaba construida sobre el bab apsi, la «Puerta del abismo», lo que equivale a decir que estaba situada sobre el Eje del mundo, que une los tres niveles cósmicos. Y lo mismo ocurre con la Meca, santificada por la Caaba, la «la Casa de Dios», que está en el cielo; es la cúspide de la tierra, dice Kisâ’î, porque la Estrella polar demuestra que se encuentra frente al cielo del cielo; y según Azraqui, existía antes de la Creación y es el punto a partir del cual fue establecida la tierra. La misma tradición existe respecto de Jerusalén. Según la Mishná, la roca del templo penetraba en el tehom, el mundo inferior, correspondiente el apsu babilonio, y tenía una abertura llamada «Boca del tehom». Por otra parte, se considera que Jerusalén y Sión están situadas en la cima de la Montaña cósmica, la que no es inundada por el diluvio: «Grande es el Señor –canta el Salmo 47—, e infinitamente digno de alabanzas, en la ciudad de nuestro Dios y en su monte santo; su famosa colina llena de gozo el universo: el Monte Sión, en el Confín Norte, es la ciudad del Gran Rey». Esta expresión, el Confin Norte, es totalmente característica para designar la cúspide de la tierra, cuya punta está dirigida a la Estrella polar; es el centro del mundo y el punto-origen de la Creación: «El mundo fue creado a partir de Sión», se lee en el tratado de Yoma [10].

No se sabe exactamente cuál era el plano de la más antigua Jerusalén, pero con toda probabilidad se construyó siguiendo más o menos el esquema del campamento de los hebreos. Este campamento estaba dividido en cuatro partes, y el pueblo estaba repartido en cuatro grupos de tres tribus, principal una de ellas: Judá al Este, Rubén al Sur, Efraín al Oeste y Dan al Norte. En el centro se alzaba el Tabernáculo, en torno al cual estaban establecidos los levitas, divididos en cuatro grupos orientados según los puntos cardinales. Y se sabe que, más tarde, la Tierra de Israel fue dividida de esta misma forma. Volvemos a encontrar aquí el duodenario, 3 x 4 = 12, cuyo simbolismo zodiacal es seguro, pues se sabe con seguridad que existía correspondencia entre las tribus y los signos de zodíaco.

Conforme a esta planta, evidentemente, se describe la Jerusalén celestial, cuadrada, con sus doce puertas con el nombre de las doce tribus; en el centro, el Árbol de la Vida, símbolo del Eje universal.

Esta Jerusalén es el arquetipo, el modelo ideal de toda ciudad humana, al propio tiempo que icono del Paraíso. Toda ciudad, en su plano y suponiendo que lo demás no cambie, debería conformarse a este modelo para responder a su función, que no sólo es albergar y proteger al hombre, sino también ayudarlo, en su vida material, a realizar su destino.

Porque, hay que insistir en ello, el simbolismo arquitectónico de las ciudades, contrariamente a lo que pudieran pensar algunos, no es algo simplemente «literario» ni «artístico»: es operativo, como bien expresa Platón en el texto antes citado; opera lo que designa –como todo símbolo tradicional, por lo demás— a causa de la analogía que un con las formas cósmicas las formas arquitectónicas que hemos definido, y porque con el arquetipo «atrae» a éste y reactualiza a cada instante su influencia. Este simbolismo de la ciudad, como el del templo, ayuda al hombre en su progresión espiritual, al permitirle, en el curso de su vida cotidiana, relacionar incesantemente lo individual con lo universal, el hombre con Dios, su principio. La ciudad tradicional, como el templo, es un instrumento de comunicación con lo Invisible, que permite el descenso de las influencias del cielo hacia el hombre y que el hombre vuelva a subir hacia el cielo.

Este papel mediador alcanza evidentemente su mayor eficacia en el caso de las ciudades santas, las que están especialmente consagradas por una teofanía, y de las que Jerusalén ofrece sin duda el tipo más perfecto. Y esa es la razón que explica la peregrinación. Si los creyentes acuden diligentes a estas ciudades es para encontrar una vía de acceso privilegiada hacia lo Alto. El hombre tradicional está en el diálogo constante con lo Invisible, y la peregrinación es el medio de mantener o de reactivar este diálogo.

En las tres grandes fiestas anuales, entre ellas la Pascua, el israelita «subía» a Jerusalén, a la «Casa del Señor», como dice el salmista: «Qué alegría cuando me dijeron. “Vamos a la Casa del Señor”» (Sal 122). La peregrinación a la Meca, como se sabe, es una de las principales obligaciones del fiel del Islam, y el rito capital de esta peregrinación consiste en una circumambulación alrededor de la Caaba, la «Casa de Dios», porque, dicen los comentaristas, las vueltas que dan a su alrededor los peregrinos imitan la circumambulación de los Ángeles alrededor del Trono divino, que se encuentra en la «Casa de Dios» que está en el cielo [11].

Así, la peregrinación equivale a un viaje para alcanzar el Centro del mundo y allí, en cierto modo, «recargarse» en contacto con las fuerzas celestiales.

En el hinduismo y el budismo existe un rito análogo al del Islam, la pradakshina, que se practica alrededor del templo de la ciudad santa: en el templo de Barabudur o en el templo de Lhasa, el fiel que asciende, en espiral, los escalones del santuario, se acerca así a la «cima del mundo» y, ya en la terraza superior, penetra en la «Tierra pura», otro nombre del Paraíso o de la Jerusalén celestial.

La peregrinación a la ciudad santa es un medio de recordar al hombre el sentido de su existencia, que en la visión tradicional está concebida como peregrinación al Más Allá. Por esto se dice que Abraham permanecía bajo la tienda, como si estuviese en tierra extranjera, «porque esperaba la ciudad asentada sobre firmes cimiento cuyo Arquitecto y constructor es Dios» (Epístola a los Hebreos, 11, 10). Para el hombre tradicional, la ciudad terrenal no es más que la imagen de la ciudad  divina con miras a la cual se encuentra en estado de peregrino. El hombre que ha asumido plenamente la peregrinación de la existencia reconoce que esta «Ciudad divina», esta Brahma-pura, esta «Jerusalén celestial», no es otra cosa que el «Reino de Dios», que, según el Evangelio, «está dentro de nosotros». La verdadera peregrinación es la peregrinación interior, la que lleva al centro del ser, en el corazón, del que decía Ibn Arabí que es aún más noble que la Caaba.

Estas reflexiones sobre la peregrinación y el papel del corazón y del centro del ser nos invitan a volver, para terminar, al problema de la ciudad en general (de la ciudad tradicional, queremos decir) problema que esclarecen con nueva luz. En la tradición hindú, la «ciudad divina», la Brahma-pura, designa, en sentido estricto, el principio divino que reside en el corazón del ser; pero, en sentido más amplio, la expresión designa igualmente el ser entero con sus elementos constitutivos y sus facultades en relación jerárquica con el principio central; y estas facultades y elementos subordinados a su principio se comparan tradicionalmente  con una ciudad con su rey, que es su corazón, y sus súbditos. Finalmente, la expresión «Ciudad divina» designa el universo total que irradia a partir del «Corazón del mundo», del Centro divino [12].

Para cumplir verdaderamente su función, toda ciudad debería ser conforme a este modelo. En la ciudad así concebida, el hombre puede vivir armoniosamente, porque en ella se reencuentra con la estructura del mundo y su propia estructura, y ello a la inversa de lo que sucede en la ciudad moderna, que, por su carácter atípico (apartado de lo prototípico), es alienante y traumatizante.

Y sin duda, a este respecto, cabría reflexionar sobre la importancia del papel de las murallas, que en las ciudades antiguas no eran sólo una defensa contra los ataques guerreros: también protegían contra las influencias maléficas, como prueba al uso medieval de bendecir las murallas contra las insidias diabili, «contra las insidias del demonio». De todas formas, al materializar el «límite», la muralla mantenía la noción de espacio centrado, conservada la ciudad en su forma y en su simbolismo cósmico, le impedía diluirse en lo indefinido y la confusión, como puede verse en las ciudades «tentaculares», que se extienden incesantemente y terminan por caer en lo informe, y ello no sin una influencia cierta en el psiquismo humano. En cambio, en la ciudad construida conforme al modelo de su propio cuerpo a partir de un centro vital y mediante un crecimiento orgánico, como el del embrión, el hombre regresa a su propio origen y al mismo tiempo origen de todo lo creado, porque, en virtud de la analogía que une el microcosmo como el macrocosmo, analogía que se refleja igualmente en la estructura de dicha ciudad, siente que su propio origen del mundo se sitúan finalmente en el mismo punto central y divino. Comprende así intuitivamente la cosmogénesis y la ontogénesis, y alcanza con ello su propio centro y el Centro universal, lo cual es el objeto de su destino.

En la ciudad construida orgánicamente de este modo, el templo, erigido en el centro de la ciudad, materializa a los ojos del hombre el Centro cósmico y su propio centro: su torre, su campanario o su alminar son para él en todo momento imagen del Eje polar que apunta hacia Arriba y que acompasa todas las horas de su vida recordándose sin cesar el camino de la salvación, el camino que debe hacerle alcanzar lo Invisible [13].

Notas:
[1] H. Müller, Die Heilige Stadt, 1961
[2] Véase H. Niessen, Orientation, 1906-1910; J. Hani, El Simbolismo del Templo Cristiano, José J. de Olañeta, Editor, 1997.
[3] Heredoto I, 98
[4] H.-A. L’Orange, Studies in the Iconography of cosmic Kingship, Oslo, 1953.
[5] Drioton-Sottas, Introduction à l’étude des hiéroglyphes, p, 141.
[6] Plutarco, Rómulo, 11; Ovidio, Fastos, 4, 819. Sabemos por Catón, citado en Servio, Ad Æn nº 5, 755, que el ritual venía de los etruscos; cf. también Varrón, De lingua latina 5, 143 ss. Para Grecia, el ritual no es conocido más que en partes por los historiadores (por ejemplo Tucídides 3, 24; 5, 16) y Pausanías 4, 27, que cuenta la fundación de Mesene. La descripción más completa es la que, en forma cósmica, da Aristófanes en Las aves, 850 ss.: se trata de la fundación de una ciudad, Cucópolis de las Nubes. Toman un oráculo, hacen un sacrificio, una oración a Hestia, diosa del Hogar, en la que se enciende el fuego sagrado tras haber dado la vuelta alrededor asperjándolo con agua lustral.
[7] Este ritual es el del pueblo maude; en Mon. Africana, VI, Francfort, 1929, pp. 119-124; Histoire de la civilisation africaine, p. 155.
[8] Symbolisme cosmique et monuments religieux, Musée Guimet, 1953, I, pp. 53 y 59.
[9] R. Guénon, «Le zodiaque et le points cardinaux», en Símbolos fundamentales de la Ciencia Sagrada, pp. 120-124.
[10] M. Eliade, Tratado de historia de las religiones, capítulo 10.
[11] M. Hamidullah, «Le pèlegrinage à La Mecque» en Pèlerinages «Sources orientales», París, 1960, pp. 90-138.
[12] R. Guénon, «La cité divine», op. cit.
[13] Sobre este tema puede leerse el libro de Najm-ud-Dine Bammate, Cités d’Islam, Ed. Arthaud, 1987.

martes, 3 de noviembre de 2015

El Rito Fundacional de la Ciudad; por José María Gracia

 
Panorámica de la antigua ciudad de Roma
Revista Symbolos, nº 5, Guatemala, 1993

El rito fundacional de la ciudad en occidente, concretamente en la tradición etrusco-latina, ha sido objeto de un importante estudio del profesor J. Rykwert [1]. El particular rito de la fundación de la ciudad se enmarca en el ámbito más general de los ritos de construcción, que engloba la construcción de altares, templos, casas, asentamientos militares y en general cualquier ordenación del territorio por pequeña que esta sea. Las referencias más explícitas al rito fundacional de una ciudad en occidente han llegado a nosotros a través de los etruscos [2], de sus herederos romanos y de los griegos, pero todas las demás tradiciones también tienen sus ritos de construcción que no difieren en contenido los unos de los otros aunque ciertos aspectos formales  se acomoden a las circunstancias específicas de cada lugar; desde las tradiciones extremorientales hasta las precolombinas pasando por la tradición occidental el hecho que se persigue es esencialmente establecer en la tierra un centro a partir del cual se repite la cosmogonía, rememorando así el acto divino primordial de creación de toda manifestación. Establecer este centro pasa por reconocer la “voluntad divina”, que en la tradición etrusco-latina se obtenía mediante la observación del vuelo de unas determinadas aves, en Grecia se consulta el oráculo de Delfos y en Samnio, un pueblo de la Italia antigua, se seguía el rastro de un animal sagrado como el lobo el pájaro carpintero, para finalmente establecer los límites del espacio que, en virtud del rito, pasa a ser sagrado.

Así, toda fundación es ante todo una fecundación de la tierra virgen por el espíritu divino, y toda fecundación es una unión de los contrarios en la unidad. Fundar una ciudad significa refundar el Cosmos, repetir la cosmogonía, y esta refundación tiene carácter hierogámico: un matrimonio sagrado entre la tierra a ocupar y la otra Tierra prototípica celeste e Ideal; la de abajo se estructura a imagen y semejanza de la de arriba, y ese trozo de tierra sacralizada pasaba a ser Centro del Mundo, templo a cielo abierto, habitáculo de la Sekhinah, la “presencia real” de la Divinidad [3].

El rito fundacional de la tradición etrusco-itálica al cual nos vamos a referir, consta de un doble tiempo que se plasma en una doble acción ritual. En primer lugar, y como condición de posibilidad, era imprescindible el rito de la Contemplatio. Esta parte del rito era efectuada por un magistrado: el Augur. La Contemplatio consistía en, una vez alcanzado el lugar elevado, generalmente la cima de una montaña que en virtud del rito que se va a efectuar, se convierte en Eje del Mundo, Montaña Cósmica, escrutar el cielo y según la topología que ofrezca en ese instante advertir en ella dos coordenadas, dos meridianos cruzados que configurarán, convenientemente dibujados sobre la superficie de la tierra, las dos direcciones principales o eje de la ciudad. El Augur era el único capaz de determinar el significado exacto de los signos advertidos en el cielo, su Ciencia era secreta; así, en el caso de que todos estuvieran conforme al rito y que los signos fueran favorables él era el encargado de comunicar a los demás la convivencia o no de fundar una ciudad en el lugar previamente escogido. En el caso de que se dieran las condiciones celestes favorables quedaba así in-augur-ada la ciudad; pero vayamos por partes.

Como dijimos más arriba, el Augur advertía en el cielo una coordenadas; el punto en donde estás se interseccionaban se proyectaba en el suelo y éste, que pasa a ser el centro de la ciudad, es lo que propiamente se llama templum. El templum era un diagrama trazado en el suelo de carácter analógico y por tanto no implicaba una transposición literal de las directrices advertidas mediante el escrutinio de la topología celeste. El templum podía ser dibujado, dicho o gesticulado, pero de cualquier manera representaba sintéticamente el orden general del cielo en un lugar determinado; en el caso de que el Augur dibujase sobre el suelo el diagrama éste era generalmente circular y dividía el territorio en cuatro partes. Los antiguos etimologistas hacen derivar la palabra templum de tueri, mirar, escrutar, observar, pero, atendiendo a su raíz etimológica, hay dos observaciones importantes más a hacer.

En primer lugar la que deriva de temperatura que en latín significa fusión o mezcla bien dosificada y por lo tanto equilibrada, de dos o varias cosas distintas; derivado de temperatura tenemos “templar” que significa, genéricamente, mezclar una cosa con otra para moderar sus actividades, fusionar sus cualidades o energías; así pues, templo, o temple, es también una unión o fusión o mezcla; pero unión ¿de qué?

El Augur era el vehículo, “puente” o “canal” mediante el cual los tres niveles cósmicos en juego se unían mediante el rito y se materializaban en una figura o gesto al que se llamaba, como hemos visto, templum. En la tradición extremoriental encontramos una figuración análoga al Augur simbolizada por el carácter wang o Rey-Pontífice [4] (fig. 1). En efecto, el
Figura 1
carácter se compone de tres trazos horizontales unidos por uno vertical; el trazo superior figura el Cielo, el inferior la Tierra y el intermedio el Hombre. Guénon advierte que el trazo intermedio refiere al Hombre Primordial mientras que es el trazo vertical, en su calidad de eje, quien simboliza al Hombre Universal el cual se identifica con el Eje vertical mismo. Este carácter de eje viene simbolizado sin duda por el bastón que llevaba el Augur y mediante el cual, o bien trazaba en el suelo el diagrama templum, o bien, con el mismo bastón, lo “trazaba” haciendo gestos en el aire. Asimismo en tanto que Hombre Universal el Augur es “mediador” entre el Cielo (que no debemos confundir con el planeta tierra). El Hombre Universal es propiamente en el sentido más elevado el “hijo del Cielo y la Tierra”, siendo un “hijo de la Tierra” en tanto que mediador e “hijo del Cielo” en tanto que transmisor del “mandato del Cielo” lo que por otra parte nos indica la simultaneidad de los sentidos ascendente y descendente del Eje Vertical y por lo tanto del Hombre Universal y que, en la tradición extremoriental, corresponde respectivamente a la función del Rey y a la del Pontífice [5]. El Augur ejemplifica así, en tanto que Pontífice, a la Humanidad, tanto desde un punto de vista cósmico, como naturaleza específica, como desde un punto de vista social, como colectividad de todos los hombres. Así, la magistratura ejercida por el Augur es en realidad un pontificado: no en vano la tradición escrita que los romanos heredaron de los etruscos estaba bajo la custodia del colegio de los pontífices.

Por otra parte, en el subsuelo del templum se construía una cavidad llamada mundus en la cual se alojaban tres cosas: los restos del ave que fuera portadora de los buenos Augurios (más adelante nos referiremos a ella), un puñado de tierra traída de una ciudad hermana y, los restos del héroe fundacional [6]. Así en el mundus se “fijaban” los tres niveles cósmicos: Cielo (simbolizado por el ave), Hombre (héroe fundacional) – Tierra (puñado de tierra), y sólo en virtud de ser unión de estos tres niveles cósmicos se puede que es un Centro; y es a partir de este “Centro del Mundo” que se repite la cosmogonía demarcando en el territorio, es decir en la dimensión horizontal, el “límite de lo sagrado”. El mundus era una cavidad circular y se cubría con una losa de piedra, sobre la cual se erigía un altar en donde se encendía un fuego que pasaba a ser el focus de la ciudad. En este preciso momento el héroe fundacional daba nombre a la ciudad: un nombre secreto, otro sacerdotal y el nombre público [7], lo que equivale necesariamente a “nombrar” los tres niveles antes mencionados y de los cuales la ciudad era síntesis.


Figura 2
Continuando con la etimología de templum nos centramos ahora en la relación entre templum y mandala en el sentido en que ambos términos designan un modelo o patrón [8]. Un templum es también un diagrama del orden universal, una cosmografía a partir de la cual y siguiendo un complejo sistema de proporciones se establece en el orden de lo sensible una distribución analógica al orden Cósmico. En el transcurso del rito fundacional del templo hindú, el Vastu Purusha-mandala [9] (fig. 2) se trazaba ceremonialmente en el suelo, a modo de plantilla, y pasaba a ser un “esquema” de lo que luego sería la construcción física del templo y de la ciudad. Muchas ideas se desprenden de todo ello, pero nos interesa una: que en virtud del rito todas las ciudades y todos los templos son iguales y a la vez únicos pues siendo el modelo (templum, mandala) el mismo, la construcción física se acomoda a las condiciones particulares del lugar escogido [10]. Todas las ciudades o templos fundados conforme al rito son Centro del Mundo y hay tantos “centros” como ciudades o templos fundados ritualmente: el centro está en todas pares y la circunferencia en ninguna.

Pero la Contemplatio no era sólo un trabajo de advertir en el cielo las coordenadas que regirán luego las características principales de la ciudad, era también un “esperar”. Este “esperar” (contemplando) es un acto de recogimiento en estado de alerta para advertir el signo del cielo o prodigio (algo fuera de lo normal). Se espera una señal, un ángel. Este signo angélico o figura alada tomaba la forma de un ave, y, en el ritual romano, el ave escogida era generalmente un águila [11].

Simbólicamente el águila es la mensajera de la voluntad divina, es un símbolo solar y celeste y en cuanto a ave es símbolo angélico y de los estados espirituales superiores; en las Tradiciones del Libro los ángeles tienen frecuentemente forma de águila. El águila se asimila al rayo y al trueno y así manifiesta a un nivel las voluntades del dios supremo y la acción transformadora del Cielo sobre la Tierra, es decir, la fecundación de la tierra madre (asimilada) al caos primordial y a la materia prima) por el espíritu divino [12].

Siguiendo con el ritual llegaba un experto, el Arúspice (adivinador por el hígado) quien cogía el ave portadora de los augurios, la abría en canal, le sacaba el hígado que subdividía en partes atribuyendo cada una de ellas a una divinidad, y advertía en él el signo. Leía los signos oraculares y si le parecían malos se había de aguardar y si le parecían buenos se procedían a lo que al principio hemos denominado la segunda acción ritual [13].

Esta segunda acción se ejecutaba posteriormente al trazado de las direcciones de los ejes principales de la ciudad por parte del agrimensor, oficio éste tan excelso como el del Augur, quien con un instrumento llamado gnomon trazaba el cardo y el decumanus maximus acorde con el curso del sol. Cardo quiere decir “eje”, es decir, línea en torno al cual gira el sol, de Norte a Sur, y decumanus debe su nombre, según algunos tratadistas antiguos, a la contracción de duodecimanus, la línea de las doces horas entre la salida y la puesta del sol, es decir de Este a Oeste. El rito realizado por el agrimensor constaba de tres fases; trazado por el círculo entorno al gnomon [14], determinación del eje Este-Oeste acorde con el curso del sol y de su perpendicular Norte-Sur y trazado del cuadrado inscrito en el círculo. Estas tres frases del rito corresponden igualmente a las tres figuras fundamentales (círculo, cruz y cuadrado) que simbolizan los tres niveles (Cielo-Hombre-Tierra) del carácter wang expuesto anteriormente [15].

Figura 3
Precisemos así como el templum era un diagrama de orden analógico y su transposición en el territorio no era literal, las coordenadas trazadas por el agrimensor tampoco determinaban exacta y necesariamente las directrices básicas de las calles principales; esto es así porque en su trazado definitivo también intervenían consideraciones de tipo más pragmático referentes a la salubridad de las aguas, dirección de los vientos predominantes en la zona, etc., pero este tipo de consideraciones si bien eran importantes para la correcta distribución de las calles y edificios no eran en absoluto determinantes en el trazado de la ciudad, lo determinante era lo advertido mediante el rito. Podríamos decir que el Augur al trazar el templum señala las direcciones sutiles que ordenan la Tierra, el agrimensor señala, en un posterior estadio de determinación, la cuadratura del círculo solar sobre la superficie de la tierra, y posteriormente se distribuye la zona sacrificada en consideración a las condiciones atmosféricas, topográficas y de salubridad propias del lugar. Con todo ello el símbolo geométrico del conjunto no resulta en absoluto modificado sino que al contrario imita fielmente el modelo original y no se confunde con las consideraciones estrictamente materiales; en la figura 3 se observa el diagrama de una ciudad en donde el cardo y el decumanus no coinciden con los ejes Norte-Sur y Este-Oeste.

Una vez, pues, inscritas en el suelo las coordenadas celestes advertidas por Augur y que se concretaban en el diagrama del templum, acorde a los signos advertido por el arúspice y una vez se disponía de los ejes elementales que ordenarían la morfología de la ciudad, se procedía a la demarcación de los límites que ésta ocuparía en el territorio. Este demarcar consistía en establecer una cuadratura: perpendicularmente a cada eje se trazan cuatro surcos que formaban un cuadrado. Este surco, llamado sulcus primigenius, lo trazaba el fundador de la ciudad sirviéndose de un arado de bronce, que simboliza el matrimonio sagrado entre el cielo y la tierra. El arado como símbolo de fecundidad se atribuye al dios del trueno y la justicia; no por casualidad el bronce, (metal de gran dureza obtenido por la unión de estaño, cobre y plata) es también símbolo de la justicia inflexible, de la incorruptibilidad y la inmortalidad y era empleado para los instrumentos de culto y las acciones de carácter religioso pues, entre otras significaciones, evoca el maridaje de la luna y el sol [16]. El arado era llevado por una novilla y un toro blancos, el toro caminaba por la parte exterior del surco y la novilla por la parte interior [17]. La novilla simboliza la tierra o sustancia primordial; en la antigua Mesopotamia la Gran Madre o la Gran Vaca era diosa de la fecundidad, y es por lo tanto un símbolo de la fertilidad [18]. El toro evoca la fertilización de la tierra y por tanto la parte “creativa” que se complementa con la “receptiva” simbolizada por la novilla. Así el matrimonio sagrado se realiza a dos niveles: una unión vertical entre Cielo y Tierra, mediante el arado, y otra horizontal, ya en el orden de lo manifestado, entre los dos principios elementales de toda manifestación: lo masculino o creativo y lo femenino o receptivo. Los animales debían de ser blancos pues, en sentido ritual, era éste el color del pasaje, de la iniciación; los animales blancos sacralizaban un terreno antes profano mediante el rito: la tierra había sido iniciada y conformaba una base firma para la construcción.

Figura 4
El fundador llevaba el arado oblicuamente de manera que la tierra levantada por éste cayera en la parte interior del surco. La hendidura hecha por el arado era lo que se llamaba fossa y la tierra sacada por el arado se llamaba “muro”. Ovidio relata cómo Rómulo, el fundador mítico de Roma, abre una zanja profunda y llena de frutos., la cubre con tierra, levanta un altar sobre ella y a continuación se dispone a trazar, con el arado, los límites de la ciudad lo que será el muro [19]. Este muro por su estricta condición ritual era sagrado y por lo tanto no se podía traspasar; cuando era necesario establecer una salida al exterior el fundador levantaba el arado y la franja de tierra no fecundada por éste era lo que se llamaba “puerta”, que al no poseer valor sagrado podía ser traspasada (fig. 4).

Los ritos de construcción, que propiamente corresponden a la arquitectura sagrada, son una “fijación” en el espacio del tiempo en constante movimiento cíclico, se establece realmente la cuadratura del círculo. Esta fijación tiene carácter alquímico pues es en definitiva una “coagulación” que se traduce en términos prácticos como una cuarterización, partición o cualificación de algo cuantitativamente indeterminado; como señala Burckhardt “mediante la práctica ritual se ‘cristaliza’ la realidad cósmica y esta cristalización se resuelve en una geometría que es una imagen invertida de lo intemporal, es el Ser ‘corporalizado’” [20].

El rito es la inteligencia de la acción. Los símbolos y los mitos urden armoniosamente nuestra realidad con la Realidad, recordándonos incesantemente que esta polaridad es sólo aparente, pues en realidad sólo es Uno y, consecuentemente, que la existencia es sólo algo contextual, algo verdaderamente relativo que sólo deviene absolutamente cuando se identifica con el Ser. Los símbolos, mitos y ritos nos atañen a nosotros como implicaron a nuestros antepasados y si en la actualidad todas estas cuestiones están ocultas, pues ciertamente se trata de una ocultación y no de una desaparición, es por la naturaleza misma de los simbólico que vela su sentido profundo a quien los usufructuario y lo revela a quien lo invoca.

Aportamos a continuación, y ya para finalizar, cuatro imágenes extraídas de diferentes tradiciones, que constituyen auténticos mandalas para la meditación pues todo estudio de orden simbólico es necesariamente una meditación.
 
Figura 5

En la figura 5 un antiguo sello asirio representa mediante un círculo y una cruz las murallas y las calles principales que organizan el territorio y la vida de los ciudadanos atribuyendo a cada cuadrante un oficio u organización.

Figura 6

En la figura 6 –la ciudad Bagdad fundada en el año d. C. por Al Mansur- se advierte en el diagrama cuarenta y cinco aldeas circundado un espacio en el centro del cual están el palacio y la mezquita.
 
Figura 7

En la figura 7 diagrama de La Meca en donde se representa claramente la Kaaba en el centro del recinto sagrado y alrededor de la cual se aglutinan los diferentes edificios.
 
Figura 8

En la figura 8 grabado representado el emplazamiento de Tenochtitlán en donde se puede ver el águila portadora de presagios posándose sobre un cactus, lugar que será el centro de la futura ciudad azteca.


Notas:
[1] Rykwert, Joseph, The Idea of the Town, Faber and Faber Ltd., Londres 1976. Existe ed. en castellano en Ed. Herman Blume, col. Biblioteca básica de Arquitectura, Madrid, 1985.
[2] Etruria era un país aristócrata que ocupaba la Italia central, entre el mar Tirreno, el Arno y el Tíber, y estaba orgnaizado según una confederación de doce ciudades “dodecápolis”; fueron grandes astrólogos y magos y desarrollaron el arte de la metalurgia con gran habilidad.
[3] Guénon, R., Aperçus sur l’ésotérisme chrétien, Ed. Traditionnelles, Paris 1988, cap. III.
[4] Guénon, R., La gran Tríada, cap. XVII
[5] El Pontifex, literalmente el “constructor de puentes”, representado en Grecia por Iris, la “mensajera de los dioses”. R., Guénon, Autorité spirituelle et pouvoir temporel, Editions Traditionnelles, Paris, 1975, cap. IV. Asimismo ver El rey del Mundo, Luis Cárcamo Ed., pág. 15, del mismo autor.
[6] Todavía hoy se llama “mundo” a un baúl en donde se depositan objetos de cierto valor.
[7] En el caso de Roma el nombre secreto era Amor, el sacerdotal Flor y el público Roma.
[8] En la lengua inglesa template o templet significa plantilla, sinónimo de patrón o modelo.
[9] Mandala significa “círculo” y es un símbolo o “imagen de lo divinio”. Vastu (de la raíz vas, morar, estar en su sitio) sería la extensión total del ser ordenado, Purusha el Hombre cósmico, origen de la existencia, así el Vastu Purusha-mandala es el símbolo espacial de Purusha, de la presencia divina en el centro del mundo. Cf. Rykwert, J. op. cit., p. 206.
[10] No podemos extendernos, pues no es el motivo de este estudio, en la descripción del rito fundacional del templo hindú. Señalemos no obstante que el equivalente hindú del mundus descrito anteriormente es la gharbha “seno del templo”, que era en sí un recipiente de bronce que contenían las riquezas de la tierra: piedras preciosas, metal, tierra, raíces y plantas, y que se situaba en el centro del templo.
[11] En el caso de la fundación de Roma, el ave escogida por Rómulo y Remo fue un buitre. En las tradiciones greco-latinas el buitre era también una ave adivinatoria, portadora de presagios, puesta estaba asociada al fuego celeste, purificador y fecundante.
[12] En Grecia el águila era también asociada a la actividad oracular: esta se detenía en la vertical de Delfos, siguiendo el curso del sol, cada vez que el oráculo era consultado; M. Elíade nos recuerda que delphys significa matriz: así el oráculo era receptáculo de la revelación divina (simbolizada por el águila). Recordemos también que en la antigua Grecia el héroe fundacional no acometía su actividad sin antes haber consultado la Pitia del Delfos.
[13] El Arúspice era un verdadero científico, pues no tenía por objeto el conocimiento de los fenómenos o de la realidad, sino su exégesis simbólica, ciencia que adquiría mediante la tradicional oral, el estudio de los libros sagrados y la propia experiencia acumulada.
[14] Gnomon designa tanto a una varilla de bronce clavada en el suelo en el centro del círculo como un complejo instrumento destinado al trazado más exacto y extenso de los ejes. El término “exacto” no tiene aquí sentido de “precisión” sino de progresiva determinación.
[15] Burckhardt, T., Principios y métodos del arte sagrado, Lidiun, Ed., Buenos Aires, pág. 17, en dónde se hace notar que este particular rito de orientación tiene alcance universal, razón por la cual, trasponemos su lectura simbólica al rito fundacional occidental.
[16] La palabra langala (arado) y la palabra linga derivan de una misma raíz que designa a la vez a la laya (pala para labrar la tierra) y el falo. El linga es por completo un falo y en la mitología hindú es símbolo de Shiva en cuanto principio causal y procreador. En China una pieza de forma triangular (como el arado) de jade se encuentra frecuentemente en el centro de los templos y evoca el carácter sagrado del acto de procreación simbolizando las hierogamias. Chevalier-Gheerbrant, Diccionario de los símbolos, p. 649.
[17] El héroe fundacional, el arado, la novilla y el toro son los cuatro elementos que intervienen en la demarcación de los límites de la ciudad que junto con la tierra fecundada son cinco. El número cinco, suma del primer par y del primer impar, es símbolo de unión; era un número nupcial para los pitagóricos y simboliza principalmente el matrimonio sagrado entre el principio activo celeste y el principio pasivo terreno. En la tradición china el cinco es la cifra de la cruz y el cuadrado pues n ose conciben estos sin el centro que los conforma; así simbólicamente el cinco es un número central formado por la cuadratura de la cruz y su centro, simbolizando así la totalidad del mundo sensible.
[18] Chevalier-Gheerbrant, op. cit. p. 1043.
[19] No debe confundirse este muro, estrictamente ritual y por lo tanto simbólico, con las murallas de la ciudad, estrictamente defensivas. Estas construían posteriormente y su ubicación no coincidía exactamente con el muro ritual, de manera que entre este y las murallas había una franja de terreno –promoerium o postmurum— que igualmente era de carácter sagrado pues estaba “dentro del muro”.
[20] Burckhardt, T., op. cit., págs., 9-11.

Cardo y Decumano de la Carthago Nova alto imperial. 
Ambas vías conducían al Foro de la ciudad.



El Foro de Carthago Nova, situado en el centro de la ciudad, reproducía el clásico esquema tripartito de este espacio, dedicado tanto a funciones religiosas como políticas. Aquí se encontraban la Basílica, destinaba a tratos comerciales, reuniones políticas y juicios; el Templo, dedicado a la Tríada Capitolina: Júpiter, Juno y Minerva; la Curia, sede del gobierno de la colonia; y el Augusteum, donde se reunía el colegio de los augustales que daban culto al Emperador desde Augusto.  


Curia romana de Carthago Nova


Augusteum de Carthago Nova