jueves, 16 de julio de 2015

Origen Celeste del Templo; por Jean Hani.

Capítulo II de El Simbolismo del Templo Cristiano, José J. de Olañeta, Editor; 2000; Palma de Mallorca.


Estas observaciones sobre el doble simbolismo de los edificios religiosos nos van a permitir aclarar la cuestión que hay que examinar, creemos, en primer lugar porque condiciona a las demás: se trata del origen celeste del templo. En el pensamiento tradicional, de hecho, la concepción del templo no se abandona a la inspiración personal del arquitecto, sino que viene dada por Dios mismo. Dicho de otro modo, el templo terreno se realiza según arquetipo celeste comunicado a los hombres por mediación de un profeta, lo cual fundamenta la tradición arquitectural legítima [1].

Así, los diferentes santuarios del Antiguo Testamento fueron edificados siguiendo las indicaciones de Dios. Se dice, a propósito de Besalel y Oliab, eligidos como arquitectos del Arca de la Alianza, que Dios «los había llenado de un espíritu de sabiduría, de inteligencia y de ciencia para toda suerte de obas, para proyectar todo lo que puede hacerse» (Éx. 35, 34). Todo lo que atañe al templo mosaico da lugar a prescripciones detalladas por parte del Señor: «Me harán un santuario y Yo habitaré en medio de ellos. Lo harán conforme a todo lo que voy a mostrar como modelo del tabernáculo y de todos sus utensilios…» (Éx. 25, 8-9).

David da a su hijo Salomón las reglas recibidas de Dios que han de regir la construcción del templo:

«David dio a Salomón, su hijo, el modelo del pórtico, de sus dependencias y oficinas, de las salas, de las cámaras y de la casa del propiciatorio, y también del modelo de todas las cosas que le habían sido inspiradas por el Espíritu que estaba con él…» (I Par. 28, 11-12).

«Tú me ordenaste, dijo a Dios Salomón, edificar el Templo en Tu santo monte, y un altar en la ciudad en la que moras, según el modelo del santo tabernáculo que Tú había preparado desde el comienzo…» (Sab. 9, 8).

Por su parte, Ezequiel recibe en una visión la descripción del templo que se ha edificar; percibe un ser sobrenatural que sostiene una caña de medir, el cual le da al profeta, al propio tiempo que su descripción, todas las medidas del templo. Y, finalmente, dice Dios a Ezequiel: «Y tú, hijo de hombre, describe a la casa de Israel este templo… Que midan su traza… Hazles ver la forma de este templo, su disposición, sus salidas y sus entradas, todas sus figuras y todas sus ordenaciones, todas sus formas y todas sus leyes; y ponlo por escrito ante sus ojos para que guarden todas sus disposiciones y todas sus ordenaciones y las pongan por obra» (Ez. 43, 10-11).

Podría citarse todavía el caso del Arca de Noé, cuyas medidas, así como los detalles de su construcción, fueron dadas por Dios (Gén. 6), porque el Arca es considerada una imagen de la Iglesia y, por consiguiente, del templo visible. La forma y las dimensiones del Arca fueron interpretadas por los primeros Padres con un sentimiento claramente eclesial [2].

Pero conocemos la objeción que se nos pondrá. Se nos dirá que está concepción era cierta, quizá, por lo que respecta al templo de Jerusalén pero no por lo que respecta a la iglesia cristiana. Existe en nuestros días una tendencia, entre algunos liturgistas, a negarse a admitir cualquier vínculo entre el templo de Jerusalén, y a fortiori todo templo no cristiano, y a la iglesia cristiana. Esta no tendría otra razón de ser desempeñaría en absoluto la función del templo hebreo, en cuanto morada de la divinidad y, por ello, objeto sagrado en sí mismo y conforme a un modelo celeste. Para los que sostiene esta teoría, el único templo verdadero es el templo espiritual constituido por la comunidad de los fieles [3].

Es éste un punto de vista totalmente inexacto, que hace poco caso de la tradición y, como veremos más adelante, de la naturaleza misma de las cosas [4]. ¿Se les objeta a los defensores de esta tesis el ritual mismo de la consagración de las iglesias, que establece continuamente un paralelismo entre el templo cristiano y el de Salomón? Bien, ello no les causa ningún apuro: ese ritual, dicen, está «recargado», «atestado» de elementos y de «adornos» que no representan la «pura concepción cristiana primitiva». No vamos a entablar aquí la polémica con esos señores, pues creemos que la exposición que vamos a hacer de las realidades propias del simbolismo del templo los confundirá por sí misma, y hará ver que la ciencia tradicional de los hombres de Iglesia y, en particular, de los santos fundadores de la liturgia y de los rituales, tiene otro valor que no la ciencia «historicista» de algunos modernos, que infunde respeto a veces al vulgo pero que, afortunadamente, no hace vacilar lo más mínimo a los que poseen verdaderamente el sentido espiritual.

Piensen lo que piensen, pues, esos «puristas», el templo cristiano es perfectamente una continuación, con algunas diferencias por supuesto, del templo de los judíos, y esto es lo que afirma la tradición desde antiguo. Un documento capital a este respecto es de San Clemente de Roma, quien, tratando de los oficios divinos, dice esto: «Dios mismo ha indicado, en virtud de Su suprema Voluntad, el lugar en que estos oficios han de celebrarse, y aquellos que deben celebrarlos» (Ad Cor. 1, 40). Comentando este pasaje, Mede dice muy atinadamente que si el Señor ha dicho esto, es en el Antiguo Testamento, y que allí se encuentra lo que San Clemente quiso decir.

Este parece haber sido también el pensamiento de San Paulino, obispo de Tiro y constructor de la iglesia de esa ciudad. En su Historia de la Iglesia, Eusebio nos ha conservado el panegírico de este santo, en el que se nos dice que alzó el templo según los principios de una inspiración divina: con el ojo del espíritu clavado en el maestro supremo y tomando como arquetipo todo lo que le vio hacer, reprodujo la imagen con la mayor exactitud posible, como Besalel, quien, llenó del espíritu de Dios, del espíritu de sabiduría y de luz, fue escogido por Él para reproducir en el símbolo del templo la expresión material del tipo celeste. Igual Paulino, quien forjándose en su espíritu una imagen exacta de Cristo, el Verbo, la Sabiduría, la Luz, construyó un templo magnífico al Altísimo, sobre el modelo de un templo más perfecto, como emblema invisible del templo invisible (X, 4, 21). El edificio fue levantado «siguiendo las descripciones facilitadas por los santos oráculos» (X, 43); y también: «Más allá de todas las maravillas están los arquetipos, los prototipos y modelos significativos y divinos (de la arquitectura de los templos), quiero decir la renovación del edificio razonable y divino en el alma» (X, 54). Toda la disposición de la iglesia es presentada con gran ordenador de todas las cosas, se ha hecho Él mismo en la tierra una copia del tipo celeste que es la Iglesia de los «primogénitos inscritos en el cielo», la Jerusalén celeste, Sión, la Montaña de Dios y la Ciudad del Dios vivo (X, 65).

Este documento es interesante, pues nos muestra que, entre los primeros Padres, la concepción cristiana del templo, con su originalidad propia, se sitúa no obstante en la misma perspectiva que la del Antiguo Testamento: el templo cristiano es el reflejo en la tierra de un arquetipo celeste, la Jerusalén del Apocalipsis, que San Juan nos presenta de forma análoga a la de Ezequiel. Como el profeta, San Juan nos ha transmitido las dimensiones-prototipo de esta nueva Jerusalén, dimensiones calculadas por un ángel arquitecto gracias a una caña de oro (Apoc. 21). Esta Jerusalén celeste es el símbolo capital para el estudio que emprendemos. Él es el que está en el centro de la liturgia de la Dedicación, y de él extrae el templo todo su significado fundamental. Ahora bien –y esto es lo que querríamos decir aquí para terminar con el problema del arquetipo constructivo y de sus referencias la judaísmo—, la Jerusalén celeste sintetiza la idea cristiana de «comunidad de los elegidos» y «cuerpo místico» y la idea judía del templo como residencia del Altísimo, y asegura la continuidad de un Testamento a otro y, por consiguiente, de un templo a otro.

Pero ello aparece con mayor claridad aún con el estudio del simbolismo cosmológico de esta Jerusalén celeste.


Notas:
[1] Comprobamos la existencia de este arquetipo celeste de otros campos. Así, por ejemplo, el Libro del Apocalipsis fue redactado siguiendo el dictado de un ángel, y el plano del Castillo interior fue el presentado a Santa Teresa de Ávila en forma de una visión resplandeciente; los santos iconos de Cristo y la Virgen han sido pintados tradicionalmente a partir de imágenes «aquiropoetas» («no hechas por mano de hombre»), en particular el famoso Mandilion, desaparecido, pero del que se conserva una copia en la catedral de Laon.
[2] Véase a este respecto J. Daniélou, Sacramentum Futuri, pp. 86 ss. En este estudio, nosotros nos limitaremos a estudiar el simbolismo arquitectural del templo, no su simbolismo náutico, menos esencial y que sólo ha dejado algunas huellas, en particular la palabra nave aplicada al cuerpo del edificio.
[3] Para clarificar esta cuestión, habría que estudiar las sucesivas denominaciones oficiales del templo (naos): basilica, kyriakon (de donde procede Kerk, Kirche) y ecclesia. Cf. Ch. Mohrmann, en Rev. Des sciences relig., 1962, pp. 155-174. A propósito de la denominación medieval de Casa de Dios, es de notar que es exactamente la del templo egipcio: hat-neter o per-neter.

[4] En un plano muy general, quien no ve más que a fuerza de «interiorizar» así la religión, acaba necesariamente por descuidar lo que es «exterior» y abandonarlo completamente al punto de vista profano. Nunca se exagerará el riesgo que esta actitud comporta. El mundo exterior se desacraliza (¡hoy hay quienes afirman que esto es un «progreso»!), con lo que por toda la sociedad se practica una brecha a través de la cual se precipita el espíritu laico. Este espíritu, aplicado primero a lo exterior, acaba por refluir hacia el interior, o sea el alma, donde trastorna todas las nociones espirituales. Así, el deseo siempre insatisfecho de una «pureza» exagerada desemboca en el resultado diametralmente opuesto, dando la razón una vez más a Pascal: «Quien quiere hacer de ángel, hace de bestia». En cualquier caso, es esta forma de ver la responsable en gran parte de la decadencia de nuestro arte llamado «sagrado», y que ya no es sagrado en absoluto, a menudo apenas «religioso», por ser fruto de la pura inspiración individual. 

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