sábado, 25 de julio de 2015

Templo y Cosmos; por Jean Hani

Cap. III de El Simbolismo del Templo Cristiano, José J. de Olañeta, Editor; 2000; Palma de Mallorca.

Todo edificio sagrado es cósmico, es decir que está hecho a imitación del mundo: «La iglesia, dice San Pedro Damián, es la imagen del mundo.» Porque nuestro cuerpo está vinculado al mundo y debemos rogar a Dios en nuestra propia condición corporal [1]. Esta imagen es, en primer lugar, una imagen «realista», en el sentido de que, en los muros y pilares de la iglesia están representados la tierra y el sol, los animales y las plantas, los trabajos del hombre y las distintas condiciones sociales, la historia natural y la historia sagrada, de forma que ha podido decirse de las catedrales que eran enciclopedias visuales. Pero éste no es más que un aspecto exterior –y propio, sobre todo, de los grandes edificios— de lo que San Pedro Damián quiere decir. El templo no sólo es una imagen «estructural», es decir que reproduce la estructura íntima y matemática del universo. Y en ello reside el origen de su sublime belleza. Pues la belleza de las formas, dice Platón en el Filebo (51 C), «no es lo que entiende el vulgo generalmente por este nombre, como por ejemplo la de los cuerpos vivos o su reproducción, sino que es lo rectilíneo y circular, hecho por medio del compás, el cordel y la escuadra… Y estas formas no son, como las demás, bellas en determinadas condiciones, sino que son siempre bellas en sí mismas».

La forma cuadra de la Jerusalén celeste (Apoc. 21, 12 ss.), de la que hablamos antes, está directamente relacionada con el propio principio de la arquitectura de los templos. Toda arquitectura sagrada se reduce, en realidad, a la operación de la «cuadratura del círculo» o transformación del círculo en cuadrado. La función del edificio comienza por la orientación, que es ya en cierto modo un rito, pues establece una relación entre el orden cósmico y el orden terrestre o, aun, entre el orden divino y el orden humano. El método tradicional y, podemos decir, universal, pues se le encuentra dondequiera que haya una arquitectura sagrada, fue descrito por Vitrubio y fue practicado en Occidente hasta el fin de la Edad Media: los cimientos del edificio se orientan hacia un gnomon que permite localizar los dos ejes (cardo, norte-sur, y decumanus, este-oeste). En el centro del emplazamiento escogido se levanta un palo, alrededor del cual se traza un gran círculo y se observa la sombra que se proyecta sobre este círculo; la separación máxima entre la sombra de la mañana y la de la tarde, inclina el eje este-oeste, y dos círculos centrados sobre los puntos cardinales del primero indican, por su intersección, los ángulos del cuadrado. Este último es la cuadratura del círculo solar [2]. Es importante recordar de forma precisa las tres operaciones de la fundación, a saber: el trazado del círculo, el trazado de los ejes cardinales y la orientación y el trazado del cuadrado de base, pues ellas son las que determinan el simbolismo fundamental del templo, con sus tres elementos correspondientes a las tres operaciones: el círculo, el cuadrado y la cruz, por mediación de la cual se pasa del primero al segundo.

El círculo y el cuadrado son símbolos primordiales. Al nivel más elevado, en el orden metafísico, representan la Perfección divina bajo sus dos aspectos: el círculo o la esfera, en la que todos los puntos están a la misma distancia del centro, que no tiene principio ni fin, representa la Unidad ilimitada de Dios, Su Infinidad, Su Perfección; y el cuadrado o el cubo, forma de todo cimiento estable, es la imagen de Su inmutabilidad, de Su Eternidad [3]. A un nivel inferior, en el orden cosmológico, estos dos símbolos resumen toda la Naturaleza creada, en su ser mismo y su dinamismo: el círculo es la forma del cielo, más en particular de la actividad del cielo, instrumento de la Actividad divina, que rige la vida en la tierra, la representación de la cual es un cuadrado porque, respecto al hombre, la tierra es, en cierta forma, «inmóvil» y pasiva, y «se ofrece» a la actividad del Cielo. Hay aquí un doble simbolismo, cosmológico y ontológico a la vez: el Cielo y la Tierra –orden cosmológico— son las formas exteriores, el último grado si se quiere, de la Manifestación o Creación, los dos polos de la cual los constituyen la Esencia universal y la Substancia universal, representadas en el orden corporal por el Cielo y la Tierra, respectivamente. El hombre es el centro de esta creación, él la sintetiza y establece un vínculo entre lo Alto (Esencia-Cielo) y lo Bajo (Substancia-Tierra); y esta relación viene simbolizada, precisamente, por el signo de la cruz. Veremos en seguida las consecuencias que se pueden sacar de esta comprobación. Si trasponemos este simbolismo «estático» a su forma «dinámica», vemos que el círculo celeste engendra, en su movimiento, el ciclo temporal [4], el cual se extiende a partir de su polo superior (correspondiente al cielo) en dirección a su polo inferior (correspondiente a la tierra), o, si se quiere, de la esfera, la forma menos especificada y la más perfecta, al cubo, la forma más especificada y la más «pesada»; el eje vertical que los une mide la extensión misma del cosmos y del tiempo. A esta función del círculo en el origen de la creación es a la que alude la Escritura cuando hace decir a la Sabiduría: «Yo estaba presente cuando Dios dispuso los cielos y trazó un círculo sobre la faz del abismo» (Prov. 8, 27; cf. Job 26, 10). Esta relación entre el orden cósmico y el orden arquitectural está magníficamente resumida en esta fórmula lapidaria grabada en una de las paredes del templo de Ramsés II: «Este templo es como el cielo en todas sus disposiciones.»

Este punto de vista hace resaltar la superioridad del círculo –el cielo- sobre el cuadrado –la tierra—. Pero desde otro punto de vista, el cuadrado, que metafísicamente simboliza la Inmutabilidad divina, es superior al círculo en cuanto es imagen del movimiento indefinido. Este punto de vista es qle que domina en la arquitectura, cuya cualidad dominante es la «estabilidad», sin excluir, claro está, el otro aspecto del simbolismo, como tendremos ocasión de demostrar. Desde el último punto de vista, que valoriza el «cuadrado», puede decirse que la construcción del templo fija o «cristaliza» en el cuadrado los ciclos temporales, movimiento circulares.

Ambos puntos de vista se aplican perfectamente a la «Jerusalén celeste» del Apocalipsis, prototipo del templo cristiano. El ángel «me mostró, dice San Juan, la ciudad santa, Jerusalén, que descendía del cielo, del lado de Dios» (Apoc. 21, 10), y algo más adelante: «la ciudad es cuadrada» (21, 16). Así, el movimiento de descenso de la ciudad corresponde al primer punto de vista, el cual gobierna el rito de fundación: Jerusalén «desciende del cielo» (circular), «del lado de Dios», a la tierra, en la que ella aparece como un cuadrado que es el reflejo de la actividad del Cielo, del mundo divino. Pero, desde el segundo punto de vista, este cuadrado representa la cristalización de los ciclos, del desarrollo temporal, cosa que prueban ampliamente las doce puertas dispuestas tres a tres a los lados del cuadrado, y que corresponden a los signos del Zodíaco; volveremos a hablar de ello, por otra parte, cuando tratemos de la puerta de la iglesia: se trata de una transformación del círculo zodiacal consecutiva a la detención de la rotación del mundo y a su fijación en un estado final que es la restauración del estado primordial [5]. Por otra parte, podemos notar, a este respecto, la correspondencia que existe, a ambos extremos del ciclo temporal, entre el Paraíso terrenal y la Jerusalén celeste; el Paraíso es circular, en cuanto reflejo directo del cielo, pero está divido por la cruz de los cuatro ríos, con el Árbol de la Vida marcando el centro. Este árbol también está en el centro de la Jerusalén celeste, y también se encuentran en ella los cuatro ríos, pues se dice que fluyen de la montaña que en el Cordero señorea sobre el Libro sellado. El paso del círculo al cuadrado representa la rotación temporal del mundo y su detención, que es al mismo tiempo la transmutación de este «siglo» en «siglo futuro».

Esta relación del círculo con el cuadrado, o de la esfera con el cubo, es realmente el fundamento de la arquitectura sagrada, aquel a partir del cual se concibe y se realiza todo el edificio. En efecto, si pasamos del plano horizontal, que nos ha ocupado hasta este momento, al plano vertical, y, al mismo tiempo, de la geometría plana a la geometría del espacio, comprobamos que todo el edificio se reduce al esquema de la cópula y el cubo. La cúpula, o bóveda, remata el «cubo» de la nave, como el cielo físico «se asienta» sobre la tierra; y ésta es la razón por la cual, antiguamente, la mayoría de las bóveda eran pintadas de azul y consteladas de estrellas. Siguiendo la vertical que asciende del pavimento a la bóveda, en un movimiento inverso a aquel que regía el rito de fundación, se pasa del «cubo» a la «esfera», es decir, del estado terreno al celeste. La mirada del fiel, siguiendo esta dirección, encuentra ahí el símbolo de su ascensión espiritual. Así, el dinamismo interno del templo sirve de sostén y de guía de oración y a la meditación. La línea vertical es la dirección del cielo. Hacia lo alto es hacia donde uno alza los ojos para orar, hacia donde la hostia es elevada en ofrenda; y de lo alto es de donde desciende cual lluvia, la bendición divina. Esta dimensión es aquella según la cual Dios desciende en el hombre, y según la cual éste se eleva hacia Dios. En algunos edificios, un detalle ornamental hace resaltar la alusión a esa ascensión espiritual: la cúpula del crucero está a menudo rematada por una cruz o una aguja esbelta que materializa el eje de la bóveda, lo cual significa la salida del cosmos, a imitación de Cristo, quien, en el momento de la Ascensión, subió «por encima de todos los cielos» [6]. El esquema cúpula-cubo se repite en los campanarios, esté la torre rematada por un luquete, lo cual es raro en Occidente, o lo que esté por una «pirámide» octogonal o hexagonal, cuya forma constituye una fase intermedia del paso de la esfera al cubo.

El elemento esférico y celeste de la cúpula y de la bóveda se refleja, en el plano horizontal, en el semicírculo del ábside, el cual es, en la tierra, el lugar más «celeste», el que corresponde al Santo de los Santos del templo de Jerusalén, al Paraíso y a la Iglesia triunfante. Para acentuar mejor el carácter celeste del ábside, en Issoire, el presbiterio circular tiene esculpidos exteriormente los doce signos del Zodíaco. Al prolongar este semicírculo el rectángulo de la nave, vemos cómo la traza de base de tipo basilical es una proyección plana del volumen vertical del edificio. El eje de la nave, que va de la puerta al santuario, es, pues, la proyección plana del eje vertical, que va del suelo a la bóveda, de la tierra al cielo; por este motivo representa la «Vía de la salvación».

Lo mismo ocurre con el pórtico, que es un rectángulo rematado por una cimbra; y con el ciborio, que corona el altar, y que está constituido por una cúpula que descansa sobre cuatro columnas. En este último caso, se ha percibido realmente que la cúpula representa el cielo, puesto que, a veces, se le ha pintado de azul y constelado de estrellas al igual que la bóveda de la nave; así, por ejemplo, el ciborio levantado sobre la cuba del Baptisterio de Dura Europos (siglo III).

El edificio sagrado aparece, pues, como una variación sinfónica del mismo tema arquitectural, repitiéndose, sumándose indefinidamente a sí mismo, para recordar el simbolismo fundamental del templo: la unión del cielo y la tierra, el «tabernáculo de Dios entre los hombres», como lo ha cantado magníficamente San Máximo el Confesor en su Poema sobre Santa Sofía de Edesa:

«Es algo realmente admirable el que, en su pequeñez, (este templo) sea semejante al ancho mundo…»
»He aquí que su techado se extiende como los cielos: sin columnas, abovedado y cerrado; y, además, (está) adornado con mosaicos de oro, como lo está el firmamento con estrellas brillantes.
»Y su cúpula elevada es comprable a los cielos de los cielos. Y, semejante a un casco, su parte superior descansa sólidamente sobre su parte inferior.
»Sus arcos, amplios y espléndidos, representan los cuatro costados del mundo; y se asemejan, además, por la variedad de sus colores, al arco glorioso, el de las nubes.»

La alusión que hemos hecho al eje vertical de la bóveda nos lleva a volver sobre un aspecto, que hemos descuidado hasta ahora, del rito de fundación. Hemos dicho, en efecto, que la primera operación consistía en trazar sobre el terreno un gran círculo rector, a partir de un centro señalado por un palo. Este último es él mismo un eje y representa el futuro eje vertical del edificio; veremos toda la importancia de esta observación al hablar del altar. Contentémonos, por el momento, con considerar la operación misma. Ella constituye la fijación de un centro, y, en el simbolismo arquitectural, ese centro es considerado el centro del mundo: es un omphalos. Cualquier punto de la superficie terrestre puede, en realidad, ser tomado como el centro del mundo, pues todas las líneas verticales irradian desde todos los puntos dela tierra hacia el cielo, y la distancia a los astros es «infinita». Cuando se ha escogido el centro y se lo ha puesto en relación, por la orientación, con el ritmo celeste, queda realmente asimilado al Centro del mundo, a ese eje inmóvil alrededor del cual gira la «rueda cósmica». Este centro, este eje, simboliza el Principio divino que se actúa en el mundo, Dios «motor inmóvil». Es un punto sagrado, el lugar en el que el hombre entra en contacto con la Divinidad, y ésta es la razón por la cual todas las ciudades santas, así como todos los templos, están situados simbólicamente en el «centro del mundo»: éste es el caso de Jerusalén, que era, también, un reflejo de la Jerusalén celeste. [7]

La determinación de un centro y la orientación dan al edificio todo su sentido. Y esto es lo que nos permite justificar el simbolismo cósmico de la arquitectura, el interés del cual no parece evidente hoy, quizás, a muchos espíritus. La Iglesia, al ser una cruz cardinal orientada y centrada, sacraliza realmente el espacio. Ella es el omphalos de la ciudad sobre la que irradia, como la catedral es el omphalos de la diócesis, la primada, el de la nación, y la basílica papal, el del universo.


Notas:
[1] Precisemos: el templo es una imagen del mundo, pero porque el mundo es sagrado en cuanto obra de Dios. El templo hace explícita, pues, la imagen del mundo transcendente, en Dios, el cual es la esencia constructiva del cosmos.
[2] En la mayoría de las iglesias de Occidente, la traza de base no es un cuadrado, sino un rectángulo flanqueado por dos cuadrados, que forman la base del crucero, y por un tercer cuadrado prolongado por una parte redondeada, que forma el coro y el ábside, materializando el todo la cruz de los ejes cardinales. Pero esto no cambia nada del significado profundo del rito de fundación que describimos, porque el rectángulo, en geometría, no es sino una variedad de cuadrado, y se inscribe casi siempre, como veremos más adelante, en un círculo rector. Precisemos igualmente que si los métodos empleados en la época moderna para la fundación y la orientación de las iglesias ya no son exactamente los mismos de antaño, este cambio tampoco modifica esencialmente el simbolismo vinculado con la figura y la posición del edificio, dado que ese simbolismo está en la misma naturaleza de las cosas y no puede escapar a ella por completo, en la medida, por lo menos, en que no se aparta demasiado de las formas tradicionales de arquitectura para adoptar las formas «aberrantes» o aun «subversivas». En la iglesia copta, las cuatro entradas son expresamente identificadas a los cuatro puntos cardinales. Igualmente lo son en la iglesia griega las cuatro partes del edificio.
[3] El círculo es también el símbolo del Amor divino. Véase San Dionisio Areopagita (Nombres divinos, 4, 14; Jerarquía celeste, 1, 1) y Dante (Paraíso, 33).
[4] De ahí la importancia del Zodíaco, del que tendremos que volver a hablar a menudo.
[5] Los 12 signos del Zodíaco son denominados a veces los «doce soles», es decir, estaciones del sol. En la Jerusalén celeste, esos doce soles se convierten en los doce frutos del Árbol de vida (Apoc. 22, 1-2). Esta forma de la Jerusalén celeste es también la del palacio de los emperadores de China, el Ming-Tang. Construido a imagen del Imperio, dividido en 9 provincias dispuestas en cuadrado con una en el centro, el Ming-Tang tenía 9 salas dispuestas paralelamente y 12 aberturas al exterior correspondientes a los 12 meses. Las 4 fachas estaban orientadas siguiendo los puntos cardinales y las estaciones. Era, pues, una proyección terrestre del Zodíaco.
[6] Por esta cúpula, reemplazada a veces por un cimborrio, el conjunto «cobra altura» y se identifica a la Montaña cósmica, que es el prototipo del templo divino. Este aspecto se manifiesta claramente en la iglesia griega, la iglesia románica de Auvernia y, sobre todo, la iglesia rusa.

[7] Todas estas consideraciones serán desarrolladas más ampliamente cuando tratemos del altar. Parece que en la Ecclesia Major de los Santos Lugares, exactamente en el ábside, había habido un omphalos esférico parecido al de Delfos. Véase M. Piganiol, Cahiers archéologiques, 1955. Además, el lugar en que Cristo murió y resucitó es el omphalos del mundo redimido, según san Cirilo de Jerusalén (P. G., 33, 805).

jueves, 16 de julio de 2015

Origen Celeste del Templo; por Jean Hani.

Capítulo II de El Simbolismo del Templo Cristiano, José J. de Olañeta, Editor; 2000; Palma de Mallorca.


Estas observaciones sobre el doble simbolismo de los edificios religiosos nos van a permitir aclarar la cuestión que hay que examinar, creemos, en primer lugar porque condiciona a las demás: se trata del origen celeste del templo. En el pensamiento tradicional, de hecho, la concepción del templo no se abandona a la inspiración personal del arquitecto, sino que viene dada por Dios mismo. Dicho de otro modo, el templo terreno se realiza según arquetipo celeste comunicado a los hombres por mediación de un profeta, lo cual fundamenta la tradición arquitectural legítima [1].

Así, los diferentes santuarios del Antiguo Testamento fueron edificados siguiendo las indicaciones de Dios. Se dice, a propósito de Besalel y Oliab, eligidos como arquitectos del Arca de la Alianza, que Dios «los había llenado de un espíritu de sabiduría, de inteligencia y de ciencia para toda suerte de obas, para proyectar todo lo que puede hacerse» (Éx. 35, 34). Todo lo que atañe al templo mosaico da lugar a prescripciones detalladas por parte del Señor: «Me harán un santuario y Yo habitaré en medio de ellos. Lo harán conforme a todo lo que voy a mostrar como modelo del tabernáculo y de todos sus utensilios…» (Éx. 25, 8-9).

David da a su hijo Salomón las reglas recibidas de Dios que han de regir la construcción del templo:

«David dio a Salomón, su hijo, el modelo del pórtico, de sus dependencias y oficinas, de las salas, de las cámaras y de la casa del propiciatorio, y también del modelo de todas las cosas que le habían sido inspiradas por el Espíritu que estaba con él…» (I Par. 28, 11-12).

«Tú me ordenaste, dijo a Dios Salomón, edificar el Templo en Tu santo monte, y un altar en la ciudad en la que moras, según el modelo del santo tabernáculo que Tú había preparado desde el comienzo…» (Sab. 9, 8).

Por su parte, Ezequiel recibe en una visión la descripción del templo que se ha edificar; percibe un ser sobrenatural que sostiene una caña de medir, el cual le da al profeta, al propio tiempo que su descripción, todas las medidas del templo. Y, finalmente, dice Dios a Ezequiel: «Y tú, hijo de hombre, describe a la casa de Israel este templo… Que midan su traza… Hazles ver la forma de este templo, su disposición, sus salidas y sus entradas, todas sus figuras y todas sus ordenaciones, todas sus formas y todas sus leyes; y ponlo por escrito ante sus ojos para que guarden todas sus disposiciones y todas sus ordenaciones y las pongan por obra» (Ez. 43, 10-11).

Podría citarse todavía el caso del Arca de Noé, cuyas medidas, así como los detalles de su construcción, fueron dadas por Dios (Gén. 6), porque el Arca es considerada una imagen de la Iglesia y, por consiguiente, del templo visible. La forma y las dimensiones del Arca fueron interpretadas por los primeros Padres con un sentimiento claramente eclesial [2].

Pero conocemos la objeción que se nos pondrá. Se nos dirá que está concepción era cierta, quizá, por lo que respecta al templo de Jerusalén pero no por lo que respecta a la iglesia cristiana. Existe en nuestros días una tendencia, entre algunos liturgistas, a negarse a admitir cualquier vínculo entre el templo de Jerusalén, y a fortiori todo templo no cristiano, y a la iglesia cristiana. Esta no tendría otra razón de ser desempeñaría en absoluto la función del templo hebreo, en cuanto morada de la divinidad y, por ello, objeto sagrado en sí mismo y conforme a un modelo celeste. Para los que sostiene esta teoría, el único templo verdadero es el templo espiritual constituido por la comunidad de los fieles [3].

Es éste un punto de vista totalmente inexacto, que hace poco caso de la tradición y, como veremos más adelante, de la naturaleza misma de las cosas [4]. ¿Se les objeta a los defensores de esta tesis el ritual mismo de la consagración de las iglesias, que establece continuamente un paralelismo entre el templo cristiano y el de Salomón? Bien, ello no les causa ningún apuro: ese ritual, dicen, está «recargado», «atestado» de elementos y de «adornos» que no representan la «pura concepción cristiana primitiva». No vamos a entablar aquí la polémica con esos señores, pues creemos que la exposición que vamos a hacer de las realidades propias del simbolismo del templo los confundirá por sí misma, y hará ver que la ciencia tradicional de los hombres de Iglesia y, en particular, de los santos fundadores de la liturgia y de los rituales, tiene otro valor que no la ciencia «historicista» de algunos modernos, que infunde respeto a veces al vulgo pero que, afortunadamente, no hace vacilar lo más mínimo a los que poseen verdaderamente el sentido espiritual.

Piensen lo que piensen, pues, esos «puristas», el templo cristiano es perfectamente una continuación, con algunas diferencias por supuesto, del templo de los judíos, y esto es lo que afirma la tradición desde antiguo. Un documento capital a este respecto es de San Clemente de Roma, quien, tratando de los oficios divinos, dice esto: «Dios mismo ha indicado, en virtud de Su suprema Voluntad, el lugar en que estos oficios han de celebrarse, y aquellos que deben celebrarlos» (Ad Cor. 1, 40). Comentando este pasaje, Mede dice muy atinadamente que si el Señor ha dicho esto, es en el Antiguo Testamento, y que allí se encuentra lo que San Clemente quiso decir.

Este parece haber sido también el pensamiento de San Paulino, obispo de Tiro y constructor de la iglesia de esa ciudad. En su Historia de la Iglesia, Eusebio nos ha conservado el panegírico de este santo, en el que se nos dice que alzó el templo según los principios de una inspiración divina: con el ojo del espíritu clavado en el maestro supremo y tomando como arquetipo todo lo que le vio hacer, reprodujo la imagen con la mayor exactitud posible, como Besalel, quien, llenó del espíritu de Dios, del espíritu de sabiduría y de luz, fue escogido por Él para reproducir en el símbolo del templo la expresión material del tipo celeste. Igual Paulino, quien forjándose en su espíritu una imagen exacta de Cristo, el Verbo, la Sabiduría, la Luz, construyó un templo magnífico al Altísimo, sobre el modelo de un templo más perfecto, como emblema invisible del templo invisible (X, 4, 21). El edificio fue levantado «siguiendo las descripciones facilitadas por los santos oráculos» (X, 43); y también: «Más allá de todas las maravillas están los arquetipos, los prototipos y modelos significativos y divinos (de la arquitectura de los templos), quiero decir la renovación del edificio razonable y divino en el alma» (X, 54). Toda la disposición de la iglesia es presentada con gran ordenador de todas las cosas, se ha hecho Él mismo en la tierra una copia del tipo celeste que es la Iglesia de los «primogénitos inscritos en el cielo», la Jerusalén celeste, Sión, la Montaña de Dios y la Ciudad del Dios vivo (X, 65).

Este documento es interesante, pues nos muestra que, entre los primeros Padres, la concepción cristiana del templo, con su originalidad propia, se sitúa no obstante en la misma perspectiva que la del Antiguo Testamento: el templo cristiano es el reflejo en la tierra de un arquetipo celeste, la Jerusalén del Apocalipsis, que San Juan nos presenta de forma análoga a la de Ezequiel. Como el profeta, San Juan nos ha transmitido las dimensiones-prototipo de esta nueva Jerusalén, dimensiones calculadas por un ángel arquitecto gracias a una caña de oro (Apoc. 21). Esta Jerusalén celeste es el símbolo capital para el estudio que emprendemos. Él es el que está en el centro de la liturgia de la Dedicación, y de él extrae el templo todo su significado fundamental. Ahora bien –y esto es lo que querríamos decir aquí para terminar con el problema del arquetipo constructivo y de sus referencias la judaísmo—, la Jerusalén celeste sintetiza la idea cristiana de «comunidad de los elegidos» y «cuerpo místico» y la idea judía del templo como residencia del Altísimo, y asegura la continuidad de un Testamento a otro y, por consiguiente, de un templo a otro.

Pero ello aparece con mayor claridad aún con el estudio del simbolismo cosmológico de esta Jerusalén celeste.


Notas:
[1] Comprobamos la existencia de este arquetipo celeste de otros campos. Así, por ejemplo, el Libro del Apocalipsis fue redactado siguiendo el dictado de un ángel, y el plano del Castillo interior fue el presentado a Santa Teresa de Ávila en forma de una visión resplandeciente; los santos iconos de Cristo y la Virgen han sido pintados tradicionalmente a partir de imágenes «aquiropoetas» («no hechas por mano de hombre»), en particular el famoso Mandilion, desaparecido, pero del que se conserva una copia en la catedral de Laon.
[2] Véase a este respecto J. Daniélou, Sacramentum Futuri, pp. 86 ss. En este estudio, nosotros nos limitaremos a estudiar el simbolismo arquitectural del templo, no su simbolismo náutico, menos esencial y que sólo ha dejado algunas huellas, en particular la palabra nave aplicada al cuerpo del edificio.
[3] Para clarificar esta cuestión, habría que estudiar las sucesivas denominaciones oficiales del templo (naos): basilica, kyriakon (de donde procede Kerk, Kirche) y ecclesia. Cf. Ch. Mohrmann, en Rev. Des sciences relig., 1962, pp. 155-174. A propósito de la denominación medieval de Casa de Dios, es de notar que es exactamente la del templo egipcio: hat-neter o per-neter.

[4] En un plano muy general, quien no ve más que a fuerza de «interiorizar» así la religión, acaba necesariamente por descuidar lo que es «exterior» y abandonarlo completamente al punto de vista profano. Nunca se exagerará el riesgo que esta actitud comporta. El mundo exterior se desacraliza (¡hoy hay quienes afirman que esto es un «progreso»!), con lo que por toda la sociedad se practica una brecha a través de la cual se precipita el espíritu laico. Este espíritu, aplicado primero a lo exterior, acaba por refluir hacia el interior, o sea el alma, donde trastorna todas las nociones espirituales. Así, el deseo siempre insatisfecho de una «pureza» exagerada desemboca en el resultado diametralmente opuesto, dando la razón una vez más a Pascal: «Quien quiere hacer de ángel, hace de bestia». En cualquier caso, es esta forma de ver la responsable en gran parte de la decadencia de nuestro arte llamado «sagrado», y que ya no es sagrado en absoluto, a menudo apenas «religioso», por ser fruto de la pura inspiración individual.