miércoles, 31 de diciembre de 2014

La Catedral, Piedra viva; por Christian Jacq y François Brunier

Arbotante, Catedral de Milán.
Cap. IX de "El mensaje de los constructores de catedrales", Barcelona, Plaza & Janés, 1976.

Ciudad feliz, Jerusalén, tu nombre es visión de paz, tú que te elevas en los cielos, tú hecha de piedras vivas... Del cielo desciendes, prometida esposa del Señor. El cimiento, la piedra angular, es Jesucristo, enviado del Padre. ¡Oh, ciudad! Al juntar tus muros, Jesucristo unió la Ciudad santa y el creyente que lo recibe descubre en su Dios su morada.

(ANALECTA HYMNICA, LI, n.º 102).

Quiéralo o no el hombre, el mundo sigue edificándose cada día; el Universo es un lugar de perpetuas mutaciones, de transformaciones incesantes que en su mayoría se nos evaden. El tiempo que transcurre nos permite comprobarlo, en parte, en nuestra propia existencia, ya que nuestra apariencia física se modifica igual que nuestra visión personal de la vida. En el fondo de ese movimiento existe algo inmutable, un punto central: la raza "Hombre" se encuentra en cada individuo, el Universo permanece en equilibrio y nos impregna con su radiación.

Para la Edad Media es esencial conciliar el movimiento y lo inmutable. De lo contrario, el hombre permanece estático o se convierte en la presa fácil de las circunstancias y de los acontecimientos fugaces. Entonces es cuando se impone la idea de una doble ciudad: la de los dioses, segura en su eternidad que nada será capaz de corromper, y la de la tierra, que las civilizaciones van construyendo sucesivamente hasta la extinción de la Humanidad. El arte del maestro de obras consiste en armonizarlas y hacerlas coincidir con el mayor rigor.

La catedral perfecta del Universo es la ciudad de Dios. Todo está ordenado en ella de acuerdo con unos ritmos que no varían nunca. Los planetas cumplen su revolución con una tranquila constancia, el sol se levanta cada mañana por el Este y las fases de la luna se repiten cada mes. Es posible prever, por la observación y el cálculo, el desplazamiento de los astros y comprender las leyes celestes que aplica el arquitecto soberano de los mundos, sin fallar un solo instante. Si el cielo es el lugar donde se expresan magnificas verdades, la organización de la Tierra ha de hacerse a su imagen. Así, pues, los maestros de obras tienen el deber de volver a crear la morada divina en el suelo de Occidente con el fin de que todos los hombres tengan ante sus ojos una imagen de la arquitectura secreta del paraíso, una imagen que les permitirá perfeccionarse y edificar el templo en sí mismos.

Así puede reconstituirse la gestión de los creadores de catedrales. En primer lugar, reconocer la armonía del Universo y de sus leyes, seguidamente manifestarla en una construcción de piedra y, por último, ofrecerla al hombre como ejemplo a seguir. El ciclo del visitante contemporáneo es absolutamente inverso: al contemplar Saint-Sernin, de Toulouse, ve primero una iglesia, luego percibe la belleza como elemento esencial de su propia nobleza. De una manera más o menos consciente siente en él el espíritu de la catedral concreta. Seguidamente observa la perfección de las líneas y las curvas, la coherencia de los muros, la precisión de los detalles esculpidos. Adquiere conciencia de que se encuentra situado de nuevo dentro de un orden en el que los juegos de luz desempeñan el principal papel. Y de un modo completamente natural se interroga sobre la fuente de esta luz y sobre el origen de esta arquitectura, y vuelve a encontrar la comunión perdida con el Universo entero.

Para la Edad Media, el destino humano está claro: venimos de Dios y vamos hacia Dios. No hemos elegido el día de nuestro nacimiento y tampoco elegiremos el de nuestra muerte. Nuestra aventura se desarrolla entre esos dos limites, tan misterioso uno como el otro y somos responsables de la orientación que adoptemos: negarnos a aceptar el misterio, hundiéndonos en la ignorancia o aceptarlo tal como es y avanzar hacia el Conocimiento. El milagro de las catedrales es uno de los pocos que nos da el medio de progresar por esta última vía. Ellas son otros tantos hitos indicadores en el bosque de los símbolos, otras tantas brújulas que mantienen el sentido de la vida.

Además, la catedral aúna a los seres pasados, presentes y por venir. Desde el origen, el espíritu humano trata de penetrar los secretos de la Naturaleza. La gruta prehistórica, los primeros templos de madera, los vastos edificios de piedra son resultados de una misma intención y surgieron del mismo ideal. Por esto, todos los constructores de todos los tiempos se han reunido en la catedral medieval. Los justos que han ocupado un lugar en los cielos junto al Señor dirigen el pensamiento de los maestros de obras y se encuentran presentes entre nosotros al afirmarse un arte sagrado. Es frecuente en las leyendas de la Edad Media que unos personajes del más allá vuelvan a la tierra y pidan al arquitecto que erija una iglesia en un lugar designado por ellos.

En el interior de las catedrales se celebraba, a cada instante, la unión entre el hombre y el Creador. Esas mansiones sagradas, alcanzando a la vez la mayor altura y la más lejana profundidad, integran el cuerpo inmortal de la Sabiduría al cuerpo mortal del individuo y de esta alianza surge el hombre nuevo que habla todas las lenguas.

El símbolo de la ciudad celeste era ya conocido por las civilizaciones más remotas. Por ejemplo, la Babilonia terrena tenía su modelo en la Babilonia de las alturas. En Egipto, los casos son numerosos. De la inmensa ciudad de Tebas, donde hoy día se admiran los templos de Karnak y Luxor, se nos ha dicho que se llama el orbe de la Tierra entera y que sus piedras angulares están colocadas en los cuatro pilares. Están, pues, con todos los vientos y sujetan el firmamento de Aquel que está oculto. En Roma, el Panteón representaba también la esfera celeste.

En el momento en que se impone el Cristianismo, la noción de Iglesia tiene dos sentidos complementarios. Por una parte, es la comunidad local dirigida por el Antiguo, y por otra, la sociedad universal de fieles. Volvemos a encontrar estas dos dimensiones en la catedral de la Edad Media. Es, a la vez, el faro de una ciudad de características bien señaladas y el emblema de la totalidad de los peregrinos. Ciudades tan modestas como Chartres o 5aint-Bertrand-de-Comminges consagraron todos sus esfuerzos a la construcción de sus grandes iglesias, porque se consideraban como reinos completos donde debían realizarse todos los elementos de la vida espiritual magnificados por la catedral.

Al visitar el Sacré-Coeur, nos sentimos limitados por una época y por un lugar exacto. Ese monumento artificial, hecho de piedras inertes, apenas despierta nuestro interés. Por el contrario, al franquear el umbral de una catedral nos sentimos acogidos por piedras vivas. En el templo, nuestros pensamientos se entretejen con la imagen de las nervaduras, nuestros sentimientos se ennoblecen y se yerguen siguiendo la línea de los pilares y nuestra mirada se colma con el color inmaterial de las vidrieras. Para el hombre de la Edad Media, la catedral es, de una manera tangible, la Jerusalén celeste. Sabe que la palabra de las piedras le revela las virtudes que necesita y le pone en guardia contra los errores fatales; sabe que la cripta comunica directamente con nuestra Madre la Tierra y que la ventana circular de la bóveda se abre ante nuestro Padre el Cielo. En la catedral ya no es un caminante, un forastero inquieto por el mañana, sino un invitado colmado de las más valiosas riquezas, un hijo que Nuestra Señora recibe en su palacio. Sin embargo, lo que le espera es el trabajo y no el reposo. Y también sabe que ese trabajo es un don porque transforma el mundo en plegaria y el alma en luz.

Si el templo medieval representa el Universo, es el Libro el que nos permite interpretarlo. Sería vano creer en una posibilidad de lectura directa por medio de cualquier instrumento. Nuestra mirada es naturalmente imperfecta y debemos recurrir al texto sagrado que componen las piedras para comprender el lenguaje de Dios. Todo pasa como si cada uno de nosotros poseyera una letra, que sola, no es de utilidad alguna. Al unirlas en una sociedad profana, tampoco obtenemos un resultado más satisfactorio porque formamos palabras artificiales o las letras chocan entre sí carentes de toda coherencia. Por el contrario, los maestros de obras conocen la tradición y los símbolos y son capaces de redactar un libro inteligible en el que cada letra ocupa su lugar y en el que se inscriben las más altas verdades. A buen seguro, las páginas se encuentran dispersas por toda la tierra. Descubrimos una en Milly-la-Foret, otra en Bayona, una tercera en Colonia, una cuarta en Canterbury. A nosotros nos corresponde viajar y reconstituir el Libro inicial donde podremos escribir nuestra experiencia aportando la piedra nueva de nuestra conciencia.

"Lo que irradia aquí dentro, os lo presagia la puerta dorada -decía el texto grabado en la fachada de la iglesia abacial de Saint-Denis-. Por la belleza sensible, el alma adormecida se eleva a la belleza verdadera y de la tierra en la que yacía sumergida resucita al cielo al ver la luz de sus esplendores". Con ocasión de la consagración de una catedral se celebraba la bienaventurada ciudad de Jerusalén, esa visión de paz construida con piedras vivas en los cielos y rodeada de ángeles como el cortejo de una novia. Ella descendía de las alturas para que la esposa quedara unida al Señor y que cada hombre digno de Jesucristo fuera el testimonio de aquel casamiento. La iglesia desbordaba de melodías, de alabanzas y de cánticos mientras que el Dios triple y único abría las puertas. Implorando su clemencia, los elegidos que participaban en la celebración pedían "la revolución de los años hasta los tiempos más remotos", de manera que la obra realizada fuera eterna y animada por una constante alegría.

Mundo transfigurado, la catedral contiene una luz que no existe en parte alguna fuera de ella porque es fruto de un esfuerzo libremente realizado. El maestro de obras le confía aquello que su civilización tiene de más elevado con el fin de que ella lo distribuya sin restricciones a las generaciones futuras. La ofrenda hecha al templo se multiplica hasta el infinito y se transmite por los siglos de los siglos.

Estas concepciones simbólicas no tendrían más que un valor secundario si la catedral de la Edad Media no hubiera sido, ante todo, el centro vital de la ciudad donde se había establecido una comunidad humana. Los medievales no la admiraban como un monumento agradable por sus formas, sino como una referencia esencial de la vida social. La catedral es útil porque sacraliza la vida cotidiana. Si se comparara la ciudad a un torno de alfarero del que nacen las actividades de cada día, la catedral sería el eje invisible alrededor del cual se organiza todo.

El edificio ejerce una protección mágica. Su campanario ahuyenta a los demonios y provoca la llegada de los ángeles que ayudarán a los ciudadanos con sus consejos. Las gárgolas disipan las tempestades y las flechas atraen el influjo magnético que se extenderá sobre la población y la mantendrá en resonancia con los movimientos celestes. La construcción entera en un talismán gigantesco que pone a la comunidad al abrigo de las fuerzas hostiles; una ciudad privada de templo está expuesta a las peores calamidades.

Cada ciudadano ejerce un oficio en el cual se concentra olvidando en cierto modo las funciones
Arbotantes, Catedral de Milán.
que ejerce su prójimo. Cuando acude a la catedral se encuentra con los que tienen otra profesión y charlan sobre sus respectivos éxitos y fracasos para que el trabajo del individuo se convierta en bien de todos. Gracias al templo, los elementos dispersos del cuerpo social conquistan de nuevo su indispensable unidad. Además, los gremios habrán confiado sus denarios a los constructores y en el transcurso de los años siguen ofreciendo objetos litúrgicos, vidrieras y esculturas. El embellecimiento y la conservación de la iglesia no quedan abandonados a un administrador, sino que dependen de la responsabilidad colectiva. En el mismo interior de la catedral, la población tomaba las decisiones determinantes para su porvenir; se daban cursos, se representaba en la nave el repertorio del teatro sacro y se acudía a cosechar informaciones relativas a los asuntos del reino. La catedral permanecía abierta a todas las horas del día y de la noche. Campesinos, artesanos, caballeros y burgueses mantienen numerosas conversaciones antes y después de la celebración de la liturgia que les da un mismo hálito, un mismo ideal sin cesar avivado.

La Edad Media intentó crear comunidades, no multitudes. A la unidad de las piedras juntas respondía la unidad de la comunidad de hombres ligados por la veneración de un mundo sagrado. El "cuerpo místico" de Jesucristo se encarnaba, precisamente, en el alma de una población unida alrededor de su iglesia.

Las reuniones y las fiestas tenían un carácter espiritual muy importante, que con frecuencia ha sido mal comprendido. Las celebraciones calificadas de "licenciosas" en las que, por ejemplo, se veía entrar en la catedral un hombre y una mujer desnudos a lomos de un asno, fueron instauradas por la propia Iglesia, especialmente en las ciudades donde existía un capítulo importante de canónigos. Los eclesiásticos de la Edad Media tenían el sentido del juego de la vida, de lo precario de las jerarquías y sabían que, de vez en cuando, había que replantear los valores adquiridos. A través de la fiesta se liberaba una energía crítica, una oleada carnavalesca donde se representaba un mundo al revés cuya visión permitía apreciar el valor auténtico del mundo ordenado.

El maestro de obras y el abad pensaban que el hombre no soporta el aburrimiento ni la monotonía y que una tensión excesiva hacia lo absoluto "rompería" su alma. Gracias a la alternación del acto y de la meditación, de la seriedad y la risa, es posible alcanzar un equilibrio que no se hunda en la uniformidad. En el siglo XIV se rechazó este ritmo de la vida comunitaria y una corriente rigorista, acompañada además por los más abyectos crímenes, condenó las fiestas. Debemos citar aquí un párrafo de una carta circular de la Facultad parisiense de Teología, fechada en marzo de 1444. Los últimos sabios de la época medieval explicaban de una manera admirable el profundo sentido de la fiesta de los Locos:

"Nuestros predecesores, que eran unos grandes personajes, permitieron esta Fiesta. Vivamos como ellos y hagamos lo que ellos hicieron. No hagamos estas cosas con seriedad, sino tan sólo por juego y para divertirnos, siguiendo la antigua costumbre, a fin de que la locura que nos es natural y que parece nacida en nosotros desaparezca y se evada por ese canal, al menos una vez al año. Los toneles de vino estallarían si de vez en cuando no se les abriera la piquera o el bitoque para que penetrara el aire en ellos. Ahora bien, nosotros somos unos viejos bajeles o unos toneles con los sellos mal colocados que el vino de la Sabiduría haría estallar si lo dejásemos hervir de esa manera con una continua devoción al servicio divino. Hay que airearlo y aflojarlo por temor a que se pierda y se desparrame sin beneficio alguno". No se prestó oídos a la advertencia y la supresión de las fiestas privó a la sociedad de sus más cálidos colores.

El prodigio más grande llevado a cabo por la catedral fue el de reunir todas las expresiones artísticas cuya necesidad hemos señalado anteriormente. La palabra del obispo manifiesta el arte del Verbo, el pensamiento del maestro de obras el de la arquitectura, la mano del artesano el de la escultura, los Misterios el del teatro ritual y los cánticos el de la música. Con ellos se evita la dispersión tan temida que el diablo lanza en nuestro camino, y en el alma, que no es uniformidad, comulgan las aspiraciones más nobles. El templo es comparable al cáliz del Grial que contiene las respuestas a cualquier interrogante, crea los reyes y hace fructificar las mieses. El mal caballero, aquel que se aferra exclusivamente a su interés personal, no es capaz de verlo. Con el fin de evitar su fracaso, hay que operar una "conversión de la mirada" que franquea el obstáculo de los detalles materiales y nos conduce hasta el coro de la catedral.

Una de sus funciones más extraordinarias y de las menos conocidas es la de ser una central que emite y distribuye la energía cósmica. Este concepto es de origen egipcio ya que en los templos faraónicos se hacia la ofrenda a los dioses para que la creación se renueve y aporte su dinamismo a la Humanidad. No hay ninguna diferencia entre la energía espiritual y la que hace moverse la corteza celeste y agita los mares. Un número reducido de sacerdotes iniciados la acumula en el lugar santo y se ocupa de regularizarla. Como escribía Heer, nuestras antiguas iglesias son comparables a los trituradores atómicos, ya que en ellas se concentran los poderes benéficos, conservados constantemente por el recogimiento, la liturgia y los símbolos. En vez de disociar la materia y de jugar a aprendiz de brujo, el sabio medieval manejaba las fuerzas universales con respeto y lucidez. De este modo impedía la inevitable explosión que se produce cuando el hombre destruye los ciclos naturales que no llega a comprender a causa de su vanidad.

Si la catedral es el guía por excelencia de nuestra vida interior, expresa su enseñanza con la mayor severidad. Después de haber abierto nuestro corazón, exige la abertura de nuestra conciencia. "Yo soy -nos dice- el Camino, la Verdad y la Vida, pero tú habrás de luchar contigo mismo para franquear el umbral y comprender el sentido de las figuras de piedra. No basta el más ferviente sentimiento; tienes que ponerte en orden, pensar tu vida y vivir tu pensamiento. Las piedras de los muros, pulidas y cuadradas representan los santos, es decir, los hombres purificados por la mano del Maestro de Obras supremo. Han permanecido entre nosotros para indicarnos el camino". Y Michelet escribía:

"Hombres vulgares que creéis que esas piedras sólo son piedras, que no sentís circular la savia, cristianos o no, reverenciad, besad el signo que contienen. Aquí hay algo grande, eterno".

Pasar por delante de la catedral sin verla sería perder para siempre esa realidad humana nacida de una unión sagrada entre el espíritu y la mano y manifestada en la tierra de Occidente. Y san Bernardo puntualiza:

"Es preciso que en nosotros se cumplan espiritualmente los ritos de que han sido objeto materialmente esas murallas. Lo que los obispos han hecho en este edificio, es lo que Jesucristo, el Pontífice de los bienes futuros, opera cada día en nosotros de una manera invisible... Entraremos en la casa que no ha sido erigida por la mano del hombre, en la morada eterna de los cielos. Se construyó con piedras vivas, que son los ángeles y los hombres".


Cuando la piedra habla, la materia se convierte en espíritu, el hombre y la catedral son una sola carne. Más allá de las edades, la piedra nos llama por nuestro verdadero nombre y podemos oír el eco de su palabra que resuena bajo las bóvedas y repercute de símbolo en símbolo.

martes, 30 de diciembre de 2014

Sobre la Lectura de los Libros Sagrados; por Denys Roman

Capítulo VII de René Guénon y los Destinos de la Francmasonería.

Es bien evidente que, para una comprensión correcta del Cristianismo y también de la Masonería de los países cristianos, una interpretación rigurosamente tradicional de la Biblia, es absolutamente necesaria. Desgraciadamente, los comentadores modernos tienen una fastidiosa tendencia a hacer caso omiso de los trabajos de sus antecesores, para adoptar las vías individuales, que no se apoyan en más justificación, que la “fe” ciega en el “dios” Progreso.

Tales excesos no dejan de provocar reacciones muy raras. Así apareció, a principios de 1973, un libro, publicado por un autor de religión judía, que firmaba como “Emmanuel” [1].

Esta gruesa obra de 400 páginas, “dividida simbólicamente en 613 parágrafos” (para representar el número de obligaciones de la Ley mosaica), está destinado a los Judíos que practican su religión y, en consecuencia, leen las escrituras con piedad y amor. Pero eso no significa que los no-Judíos y, particularmente, los cristianos, no encuentren en esta lectura mucho que aprender.

El autor advierte desde el principio, que su Libro “debe más al midrash [2] que a la ciencia, más a la reflexión que la búsqueda”. Escribe: La ciencia llamada bíblica es de reciente creación. Comenzó con el Renacimiento, cuando algunos hombres de las naciones [es decir, los no-Judíos] aprendieron algo de hebreo... trabajaron mucho y entendieron poco, pues no recibían ayuda ni de la tradición, ni del amor desinteresado por la Escritura... Los biblistas, en cada generación, borraban todo cuanto les precedía y recomenzaban una exégesis inútil y decepcionante... Le daban vueltas al texto sin penetrarlo y profundizarlo nunca, y acudían a una débil ciencia que no podía darles sino lo que ellos aportaban previamente... Más tarde, en el siglo que fue llamado el de las Luces, la Biblia no era considerada más que como un monumento literario. Son los hombres los que la han compuesto, ha llegado a decirse”.

Esta “crítica de los textos” aplicada a la Biblia, de la que la ciencia alemana especialmente debía dar toda la medida de su arrogancia y de su incomprehensión, es el origen de la famosa teoría de las dos “fuentes” del Génesis; fuentes calificadas por los doctos de “jahvista” y de “elohista”. He aquí lo que piensa Emmanuel: (Retorciendo el relato del diluvio a la medida de su muy fecunda imaginación), “un biblista concluyó que dos escritores diferentes habían redactado el mismo relato, en épocas distantes una de la otra. Y que un tercero vino después para fundir las dos versiones en una sola”. Tal fantasía está basada sobre el hecho de que, en el relato en cuestión, la divinidad es designada, tanto por el nombre tetragramático (que se expresa en las traducciones modernas por Jehová o Yahvé) como por el nombre de Elohim... “Pero esta hipótesis de las dos fuentes, más ingeniosa que sólida, estaba destinada al fracaso”. Nuevas teorías fueron levantadas. “Su abundancia, sus divergencias, sus exageraciones y, algunas veces, su extravagancia, prueban mejor que las estériles controversias su fragilidad y, a menudo, su puerilidad... Estas especulaciones fueron llamadas, al principio, hipótesis y teorías, y, más adelante, descubrimientos y certezas [3]. Llenaron vidas enteras, durante las cuales los biblistas que se daban a estas demostraciones, pudieron abstenerse de meditar la Escritura... el conjunto de la construcción de los biblistas, peca por su base. [El error de ellos proviene de su] radical incomprehensión del uso de los nombres divinos”.

El autor sigue: “El biblismo es una rueda que gira sin detenerse sobre sí misma, arrasando a sus celadores en un movimiento circular que no tiene salida.” Pero “si esta búsqueda es estéril, no está cerca de tener un fin. Tal es el vínculo del hombre a lo que llama estudio desinteresado... Son protestantes quienes comenzaron estos trabajos... pero los católicos les siguieron el paso, sobre todo después del segundo concilio del Vaticano. La mayoría de ellos creen firmemente en la divinidad de Jesús de Nazareth, en su milagroso nacimiento y en su resurrección. Y, sin embargo estos mantenedores del milagro, rechazan al milagro más indudable -el mismo que creía Jesús: que los cinco Libros de Moisés, fueron dictados al príncipe de los profetas, por Dios, en el monte Sinaí..., tal como viene dicho por una tradición milenaria” (§ 208).

No nos extenderemos en la demolición implacable que hace Emmanuel de las principales fabulaciones presentadas por los biblistas como sensacionales e irrefutables descubrimientos. Vuelve a situar perfectamente las cosas en su punto. Sus afirmaciones, escribe, “no resisten la simple lectura y todavía menos el estudio del texto” (§114). Todos sus argumentos son “inconsistentes” (§115) Se siente que el autor está justamente indignado viendo a los peores profanos, queremos decir los mantenedores de la famosa “crítica histórica”, meter una mano temeraria en los pasajes más admirables del Libro Sagrado.

Numerosos pasajes de Emmanuel, han debido chocar a los cristianos que han leído su Libro. En efecto, el autor, situándose estrictamente bajo la óptica del Judaísmo, critica con fuerza la interpretación cristiana del Antiguo Testamento, y, especialmente, la noción del pecado original, sobre la que reposa toda la economía de la teología cristiana. Escuchémosle: “La idea del pecado original que, en la conciencia cristiana, está tan íntimamente ligada a la historia de Adán y Eva, no tiene ninguna resonancia en la filosofía religiosa de Israel. Es extraño destacar que el nombre del primer hombre está, por así decirlo, ausente en la Escritura”. Fuera del Génesis, el nombre de Adán, no aparece más que una vez en el Antiguo Testamento, en el 1º Libro de las Crónicas, en cabeza de la lista de Patriarcas. “En cuanto a la historia de Adán y Eva, ninguna otra alusión se hace ni en la Thorá, ni en los Profetas, ni en los Escritos, pues, para el judaísmo, no tiene ningún alcance religioso... Es en la literatura sapiencial post-bíblica, donde aparecen, por primera vez, algunas alusiones a Adán, por otra parte favorables al primer hombre. Jamás se trata la cuestión de su susodicho pecado. Más bien al contrario, en el Libro de Ben Sira, [4] por ejemplo, el conocimiento del bien y del mal, es presentado como un beneficio concedido para el hombre por Dios. Un interés religioso no será conferido a éste episodio más que por el Cristianismo naciente y, más especialmente, por la obra del Apóstol Pablo” (§ 136).

Es bien sabido que la religión judía no admite la concepción del pecado original. Pero la obra de Emmanuel es útil, en cuanto acentúa el hecho de que tal actitud puede reivindicar la autoridad de la “letra” del Antiguo Testamento tomado en su totalidad. Los cristianos no podrían desatender el peso de una argumentación así. No pueden escapar a ella más que afirmando, con sus propias Escrituras (el Nuevo Testamento), que la Biblia debe ser leída según su sentido “espiritual” (es decir, simbólico). Pero los “hijos de la Promesa”, sobre todo éstos que, como Emmanuel, se reclaman del Judaísmo estrictamente exotérico[5], podrán responder siempre: Habláis del oro. Y estaríamos prestos a daros la razón si, en esta Biblia dictada por Dios a nuestro pueblo y en nuestra lengua, en los Profetas inspirados, y en ese Isaías mismo que consideráis un quinto Evangelista, pudierais mostrarnos un solo versículo en el que el libertador de Israel, tan prometido y siempre esperado, venga presentado con relación al pecado de Adán. ¿Querríais hacernos admitir que la Palabra dispensada durante dos milenios por el Esposo de Israel a su Esposa tiernamente amada, encerraba una trampa, como la palabra engañosa consagrada por el Salmista, de flechas aceradas y de carbones que consumen” [6]?

A todo esto, los cristianos pueden responder: En efecto, si Adán y su mujer, en desobediencia al único mandato que Dios les había dado, han cumplido un acto lícito, ¿por qué, después de esta acción, se han cubierto de vestiduras, en lugar de permanecer desnudos como fueron creados? ¿Por qué se ocultaron al oír la voz del Señor, que se paseaba por el jardín del Edén, a la brisa de la tarde? ¿Por qué fueron condenados a muerte? ¿Por qué Dios declaró la tierra maldita y destinada a producir espinas y zarzas, de forma que el hombre no pudiera obtener su pan, más que con el sudor de su frente? ¿Por qué, sobre todo, la pareja original fue expulsada del jardín de las delicias, en cuya puerta se situaron los Querubines armados con la espada flamígera “para guardar el acceso al Árbol de la Vida”? Por otra parte, no es cierto que el Antiguo Testamento no haya nunca presentado al Mesías como destinado a reparar las catástrofes provocadas por la falta de Adán. Isaías, precisamente, en el cuadro que nos da de la era mesiánica, insiste sobre el hecho de que en estos tiempos felices, las mismas bestias feroces se habrán librado de su ferocidad. Y esto ¿no evocaría el estado de perfecta armonía, en el que Adán vivía con los animales y con todas las criaturas?

Hay entonces, como mínimo, dos maneras (la judía y la cristiana) de leer exotéricamente la historia de Adán. Emmanuel no ha querido hablar de la lectura judía esotérica, que es la de la Kábala. En cuanto a los cristianos, pensamos que nadie mejor que Guénon le ha proporcionado de las claves necesarias para la profunda comprensión de los misterios que abundan en la historia de nuestros primeros padres. Las relaciones entre los árboles del paraíso y las tres cruces del Gólgota, el simbolismo de la serpiente enrollada en espiral en torno al Árbol, el significado de los ojos que se abren después de la falta, la naturaleza de las túnicas de piel que sirvieron más delante de “límite” a la pareja desposeída del estado primordial, la necesidad de recurrir a una intervención “no humana” para reencontrar el “Paraíso perdido”, a todo esto Guénon, desde su primer artículo escrito a la edad de 23 años, había dado el sentido superior, y precisaba que sus equivalencias se encuentran en todas las tradiciones auténticas.

Estas visiones están, evidentemente, muy lejanas a las de Emmanuel, cuya obra contiene muchas indicaciones interesantes, y que hacen pasar de los dardos frecuentemente lanzados a otras tradiciones, sobre todo al Cristianismo, a la religión greco latina, al Hinduismo. El fervor del autor por el Libro de los libros, le ha inspirado acentos de incontestable grandeza. Citaremos, como ejemplo, el pasaje siguiente (§ 208):

“Para mí, Emmanuel, judío de corazón y de espíritu, la escritura no es únicamente la historia de mis ancestros, de la que tanto place a los extraños ocuparse sin cesar; es también y sobre todo, el pan de mi alma, el sentido de mi vida, la luz de mis ojos, el amor más puro de mi espíritu, el objeto de mi estudio constante y la música litúrgica que acompaña mi evolución hasta mi muerte. Esta ley de Dios, la transmitiré a mis hijos y a mis descendientes, como la he recibido de mis padres y de mis ancianos. Las investigaciones de los biblistas no quitan en nada mi vínculo y no quebrantan en nada mi certeza y mi fidelidad. No recortan jamás las mías, se extravían en una dirección que yo no he escogido y que no seguiré jamás; aunque se prosigan durante siglos no conseguirán cambiar una frase, una palabra, una letra de la inmutable palabra que contiene el universo y que da la única explicación coherente”.

Sería deseable que todas las “gentes del Libro”, testimoniaran a sus Escrituras respectivas, la misma confianza y la misma fidelidad.


Notas:
[1] Emmanuel. Para comentar el Génesis (Payot editor, Paris)
[2] Es decir, al comentario rabínico de la Escritura.
[3] Emmanuel menciona aquí un proceder frecuentemente utilizado por los adversarios de la Tradición. Podrían citarse muchos otros ejemplos recientes e, incluso, actuales Es una “técnica” cuyo “rendimiento” está asegurado.
[4] Se trata del Libro cuyo original no está en hebreo, que los católicos llaman  Eclesiástico.
[5] La obra de la que hablamos, se refiere (tal como lo hemos dicho al principio) exclusivamente al midrash, y no a la Kábala.
[6] Hemos resumido muy libremente la argumentación del autor, esparcida en varios capítulos de su obra.