viernes, 1 de agosto de 2014

En la Tercera Misa de Navidad; por Juan Sánchez Tudela

Catedral de León
En la tercera misa de Navidad, mientras sube el sol sobre el horizonte iluminando toda la tierra, Jesús, verdadero Sol de Justicia que se da a conocer al mundo, Dios hecho Hombre, se lee: “En el principio era el Verbo y el Verbo estaba junto a Dios y el Verbo era Dios. Todas las cosas fueron hechas por Él; y nada de lo que fue hecho se hizo sin Él. En Él estaba la vida y la vida era la luz de los hombres. […]”

Una de las glorias de la catedral de Occidente es la vidriera, que es una abertura al cielo, la transparencia del vidrio al que atraviesa la luz como imagen real de la pureza de María; el rosetón por su lado es un símbolo centelleante del universo metafísico, de las reverberaciones cósmicas del Sí divino. La magia de los colores en el interior junto a los prismas de roca de sus agujas en el exterior nos revelan el secreto de todos los encantos y encantamientos de la catedral gótica; sus vidrios y sus piedras tienen un alma gracias a la alquimia de la luz. La arquitectura participa del movimiento cósmico, a través del Fiat Lux de la Creación, reproducido en el poema de su geometría al evocar esta danza de las bodas entre el Cielo y la Tierra, lo divino y lo humano: la danza de las columnas vestidas de luz, la de las cúpulas que giran como esferas celestes en las fuentes de la aurora, la de las bóvedas de la gran nave que surca las aguas en el océano del Cielo… siguiendo los ritmos fundamentales del Universo.

Aquí encontramos resumido en esta belleza los más hermosos descubrimientos de la ciencia medieval. La sabiduría física y la ciencia recogida a través de la Escuela de Traductores de Toledo procedente de la antigua Grecia, y de las lejanas Persia, India y China, a través de aquella, y transmitida y acrecentada por los sabios de Arabia, hebreos y musulmanes, en la que el rey Alfonso X se inspirará para escribir su lapidario, o el franciscano Roger Bacon para elaborar el método experimental mediante el estudio en lengua árabe de los tratados sobre la reflexión de la luz y las lentes de Alhacén, o el estudio sobre el arco iris y la aurora de su maestro Pedro de Maricourt, y que le sirve internamente como paso a la contemplación y externamente como modo de conocimiento de la realidad natural.

Toda esta ciencia estalla en la belleza de las calculadas irisaciones de la luz penetrando a través de las vidrieras, incidiendo sobre los encajes geométricos de la traza, y derramándose hasta nosotros al tiempo de elevar ardorosamente nuestra alma en sus más osados vértigos y acordes flamígeros. El artista –en realidad el artesano anónimo— que esculpía así la luz, no era solamente un físico o un virtuoso, era ante todo un sabio que oraba con su labor, y al que la Escrituras le recordaban que Dios es la Luz del Mundo.

Toda cosa se hace real por su participación en la luz que la rescata de las tinieblas. Al igual que en la Encarnación del Verbo donde se corporeiza el Espíritu y se espiritualiza el Cuerpo, el arte tradicional disuelve el cuerpo sólido del templo en luz vibrante, fijando al tiempo la luz en precioso cristal inmóvil, reflejo alquímico de la precisa y ágil filigrana de la piedra.

‘Ego sum Lux Mundi’: para el hombre tradicional Dios es fuente de toda luz. Jamás estuvieron tan estrechamente unidos la ciencia, el arte y la Fe; porque aquí el arte no copia de lo visible, vuelve visible lo invisible, tiene por misión hacer sensible en cada cosa la Presencia y la actividad creadora de Dios, de la que cada realidad y cada acontecimiento no son más que un signo.


Gran cantidad de teorías han presentado el Universo como una perpetua lucha entre luz y obscuridad. Al margen de las implicaciones metafísicas de estas teorías, es imposible concebir un mundo privado de luz; porque la luz da su razón de ser a las principales cuestiones de la física; sin luz apenas nada es posible.

Las últimas concepciones físicas explican la inseparable relación entre materia, espacio, tiempo, velocidad y luz. Los límites de la materia parecen ser los límites de la luz. Hoy, cuando todo el mundo depende de esa luz domesticada que nos proporcionó Edison, apenas nadie conoce la biografía de un hombre que hizo de la luz su principal campo de investigación; se trata del obispo de Lincoln, uno de los fundadores de la Escuela de Oxford y pionero en el estudio de la teoría de la luz, el inglés Roberto Grosseteste (1175-1253).

Roberto Grosseteste aunó en sus esfuerzos en la investigación de la naturaleza de la luz la teología y la ciencia, tanto matemática como experimental, con la belleza propia de un artesano del espíritu, pareja sin duda al artesano manual que levantaba esa obra fruto de la luz, espiritual y física: la catedral gótica. Recogió en sus estudios los tratados de Aristóteles y el Pseudodionisio, considerado discípulo de san Pablo quien dice “Todo lo manifestado es luz” (Ef. 5,13), en donde reunió en armonía tanto la teoría de la iluminación del neoplatonismo, y el comentario de san Agustín al fiat lux del Génesis, como el empirismo y el racionalismo aristotélicos. Impuso a la explicación de los fenómenos de la naturaleza los primeros modelos matemáticos, influyendo en el empirismo de su discípulo Roger Bacon, y aprovecho los estudios de san Isidoro, Avicebrón y Avicena, llegando a una teoría de la luz que entendía a ésta por un lado como realidad substancial, y por tanto como cuerpo, y por otro como una simple cualidad accidental que, susceptible de dar forma al medio transparente, no podía sustituir su propia corporeidad: la luz es tanto substancia corporal muy sutil cuanto cualidad accidental que emana de la luz substancial. ¿No cabría aquí evocar la alternativa corpúsculo-onda de la moderna teoría física de la luz?

Sin duda alguna hay que relacionar a Grosseteste en su estudio y ambición por dar un sentido matemático a la vez que espiritual a su cosmología, con la revolución arquitectónica del s. XIII que captaba la luz por la vidriera, abriendo los muros del templo e intuyendo la teofanía del cosmos tanto como deseaba y anheló el abad Suger. La luz como principio físico y espiritual.

Metafísica, cosmología, física, geometría, arquitectura, traza y alquimia: en el pensamiento de Grosseteste confluyen influencias platónicas y neoplatónicas junto con el conocimiento de los comentaristas árabes a una extensa parte de la obra de Aristóteles, pese a todo, es dudoso que sólo esta mera erudición engendrara directamente su concepción metafísica de lo luminoso. Según ésta la única realidad creada después de la creación de la materia sin forma fue la luz, considerada como fuente de todas las cosas así como de sus formas; siendo pues la luz la forma más sutil de todas, algo casi incorpóreo, dentro del orden de lo creado, se engendra perpetuamente a sí misma, propagándose instantáneamente en forma esférica. La luz es principio unificante y a la vez principio de actividad. La actividad se produce por medio de la formación del ámbito espacial que solo la luz es capaz de engendrar, siendo como es, en último término, una esfera luminosa que extiende su materia en todas direcciones. El último límite de la extensión es el firmamento o “cuerpo primero perfecto en la extremidad de la esfera”. De este modo la luz se convierte en la “primera forma corpórea”. Ahora bien, este modo de producción del universo requiere ser entendido por medio de la geometría; la philosophia naturalis será a la vez una philosophia mathematica. Pues siendo, en verdad, un “campo” que llena y sostiene todo lo real, las propiedades de la luz y del espacio podrán ser medidas mediante líneas y figuras.

Sin embargo esta luz no es sólo algo que tiene propiedades geométricas; en el orden del conocimiento la luz es considerada como una claridad espiritual que permite el acceso a lo inteligible. Y en el orden de lo divino se puede decir inclusive, como en I Juan I,1 que “Dios es luz”, luz que ilumina al entendimiento y que constituye la fuente de la verdad.

Arte tradicional… Ciencia tradicional.

Hoy sólo existe la ciencia a secas, se dispone más o menos de ella, se depende más o menos de ella.

Por supuesto la ciencia tradicional medieval ha contribuido a la creación de la ciencia moderna experimental desde finales de la Edad Media, a través del Renacimiento, y finalmente en la Revoluciones Científicas. Pero hay profundas diferencias entre la ciencia tradicional y la moderna:

Catedral de León
Tanto el modo de ver el objeto del conocimiento, como el modo de considerar el origen del mundo y los hechos estudiados por la ciencia, además del estatus que la misma ciencia ocupa en la sociedad, estas son las diferencias entre la ciencia tradicional y la moderna.

La ciencia moderna, considera al mundo material como un orden de cosas independiente, desligado y deslindado –sin límites- de cualquier otro nivel superior del ser y que es estudiado completamente por separado. La ciencia tradicional por el contrario mantiene siempre presente la dimensión superior dentro de la cual el universo material se une en sentido profundo e interior con el mundo del espíritu y en definitiva con Dios.

Las dos ciencias, moderna y tradicional, estudian los mismos fenómenos de la naturaleza, pero la ciencia tradicional siempre ve estos fenómenos con relación a la Voluntad de Dios, a su porqué. Las dos estudian la salida del sol, pero para el creyente el sol sale porque Dios lo quiere. Por lo tanto el estudio de los movimientos de los cuerpos celestes en el universo remite siempre al pensamiento de Dios y su Sabiduría.

Desde el punto de vista del sujeto que estudia, que es el instrumento del saber, la ciencia moderna se basa en el uso exclusivo de la razón que analiza los datos que proporcionan los sentidos físicos, mezcla de racionalismo y empirismo, esto es lo que da origen a la ciencia moderna. En cambio la ciencia tradicional cuando hace uso de los sentidos y la razón, los integra dentro de la jerarquía total del conocimiento que incluye además a la Revelación: el Intelecto es el principio motor de la razón, el que la capacita para analizar los datos de los sentidos sin separar a éstos de los órdenes superiores de la realidad.

Por la tanto la ciencia tradicional se basa esencialmente en la búsqueda de la unidad y la relación de todas las cosas con Dios. Mientras que la ciencia moderna busca conocer las cosas de manera independiente al Creador, en su multiplicidad indefinida, frecuentemente buscando un uso práctico, industrial-productivo, económico exclusivamente.

La ciencia moderna no es ya una ciencia, como la tradicional, dedicada a la contemplación y al conocimiento de Dios, a través del conocimiento del cosmos y del hombre, al conocimiento de las causas últimas, de los verdaderos porqués de las cosas, cuando todo trabajo, toda práctica, toda labor era al mismo tiempo oración, contemplación, theoria: poesis [dar a luz]. Es una ciencia que, abandonando la dimensión contemplativa-iluminativa del eje vertical hermenéutico y jerárquico, según nos enseña el simbolismo de la Cruz, se basa únicamente en las cadenas indefinidas del eje horizontal causa-efecto de los fenómenos producidos por las leyes físicas, iguales y por ello insignificantes, meramente empíricos y estadísticos, que nunca atienden a sus verdaderas causas, a su razón de ser, y que por ello nunca impedirían así la locura de una búsqueda sin fin y sin objeto, y de una duda perpetua; sin acotar los límites marcados y resueltos por la misma transcendencia se entierra al hombre cada vez más profundamente en la materialidad bestial y el sin sentido de una causalidad indefinida, de la relatividad aparente. De igual forma a como el concepto de límite matemático resuelve la sucesión indefinida del número de lados en el conjunto de los polígonos regulares, en la circunferencia perfecta, o donde se pasa de lo indefinidamente múltiple y finito a lo uno primordial e infinito: el Ser de Dios: la simplicidad de la Verdad en sus infinitas posibilidades, el Intelecto y la Revelación desembarazan a la razón de su círculo de lógica viciosa. Porque sólo desde la conciencia de nuestro límite, de nuestra pobreza y nada frente a Dios, podemos dar el salto y escapar al límite de la fatalidad y de la muerte aspirando a gozar de la grandeza y Alegría de la Resurrección que nuestro corazón espera.

“Bienaventurado aquel quien la Verdad por sí misma enseña, no por figuras y voces que se pasan, sino así como es. […] Aquel a quien habla el Verbo de muchas opiniones se desembaraza. De este Verbo salen todas las cosas, y todas predican este Uno, y este es el Principio que nos habla (Jn, 8, 25) […] Aquel a quien todas las cosas le fueren uno, y las trajere a uno, y las viere en uno, podrá ser estable y firme de corazón y permanecer pacífico en Dios. […] Callen todos los doctores; callen las criaturas en tu presencia; háblame tú sólo.” Son las palabras que escribió el venerable Tomás de Kempis en la Imitación de Cristo I, 3 y que nos recuerda Elimire Zolla, al enseñarnos que la Tradición con mayúsculas, en cualquier obra humana, es siempre la transmisión de la intuición del ser perfectísimo en el recuerdo mismo de una medida intemporal de las cosas temporales.

Como escribe Juan Pablo II en la conclusión de su encíclica ‘Fides et Ratio’: «La búsqueda de la verdad, incluso cuando atañe a una realidad limitada del mundo o del hombre, no termina nunca, remite siempre a algo que está por encima del objeto inmediato de los estudios, a los interrogantes que abren el acceso al Misterio. […] Solo la opción de insertarse en la verdad, al amparo de la Sabiduría y en coherencia con ella, será determinante para su realización. Solamente en este horizonte de la verdad comprenderá la realización plena de su libertad y su llamada al amor y al conocimiento de Dios como realización de sí mismo. […] Al igual que María, en el consentimiento dado al anuncio de Gabriel, nada perdió su verdadera humanidad y libertad, así el pensamiento filosófico, cuando acoge el requerimiento que procede de la verdad del Evangelio, nada pierde de su autonomía, sino que siente como su búsqueda es impulsada hacia su más alta realización. Esta verdad la habían comprendido muy bien los santos monjes de la antigüedad cristiana, cuando llamaban a María “la mesa intelectual de la fe”. En ella veían  la imagen coherente de la auténtica filosofía y estaban convencidos de que debían ‘philosophari’ en María.

Que el Trono de la Sabiduría sea puerto seguro para quienes hacen de su vida la búsqueda de la sabiduría. Que el camino hacia ella, último y auténtico fin de todo verdadero saber, se vea libre de cualquier obstáculo por la intercesión de Aquella que, engendrando la Verdad y conservándola en su corazón, la ha compartido con toda la humanidad para siempre».

María Inmaculada, Trono de la Sabiduría, Corazón profundo de la Naturaleza,

La ciencia moderna, desgajada de la Tradición –del arte y del corazón profundo de la naturaleza-, existe tan sólo en función de sus producciones tecnológicas y de sus ingenios en aras del progreso material ilimitado y la explotación de hombre y su medio ambiente, sirviendo vilmente en su pacto de vasallaje a la desatada industria, y esta a la todo poderosa economía, a la ley del mercado: a mercaderes, especuladores y trabajadores de alma vampirizada, a un monstruo que se devora a sí mismo mientras goza engordando y envuelve hipnóticamente en su frenética danza de los locos a cada vez más partes de la globalizada Humanidad.

Con ese ímpetu que hoy algunos definirían como revolución cultural, el Cristianismo aportó al Imperio Romano que se desintegraba y a las civilizaciones que morían el alma de una nueva vida colectiva, dio a los hombres y a sus sociedades sus dimensiones específicamente humanas y divinas, el sentido de la transcendencia y el de la comunidad. A partir de esta Fe fuerte surgió el fermento de las ciencias y de las artes, de la sabiduría y de las leyes.

Comunidad -Iglesia-, fundada sobre una afirmación común de la transcendencia de Dios y de la Encarnación salvadora y liberadora de su Verbo a través de María Santísima, y en consecuencia en una comunidad abierta al ser, universal –esto es católica- en su raíz, en la que sólo Dios posee y sólo Dios ordena: Transcendencia y comunidad.



Transcendencia y comunidad: ¿no es esta la contribución que la Tradición cristiana, puede aportar hoy día para lograr un porvenir de rostro humano en la que la eliminación de lo transcendente y la destrucción de la comunidad a manos del individualismo, el rostro siniestro del Estado y las Revoluciones modernas han hecho un mundo invivible? Es por esto, por lo que el Cristianismo y su Tradición habitan, hoy más que nunca, en nuestro porvenir más que en nuestro pasado.


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