lunes, 6 de diciembre de 2010

Principios Masónicos e "ideales" profanos; por Amedeo Zorzi

Artículo publicado en el nº 93 de la «Rivista di Studi Tradizionali»
(Traducción de Bernardo Durante)

Quien se acerque a la forma tradicional masónica dejando a un lado los prejuicios que caracterizan a la mentalidad moderna, dispuesto a profundizar sus diversos argumentos y deseando comprender la naturaleza de aquello con lo que entra en contacto, podrá constatar la existencia de un importante patrimonio simbólico, ritual y esotérico. Este patrimonio, cualquiera fuere el estado de decadencia de las organizaciones masónicas modernas, perdura aún a pesar de todas la tentativas perpetradas hasta el presente para tratar de destruirlo, y deriva ya de las más antiguas organizaciones iniciáticas relacionadas con el arte de la construcción, ya de elementos de otras formas iniciáticas occidentales actualmente desaparecidas, así que se puede, con toda certeza, afirmar que la Masonería actual es la única heredera de cuanto ha existido de iniciático y auténticamente esotérico en el mundo occidental.

Un estudio sobre cómo se haya producido el pasaje de la antigua Masonería operativa a aquélla, por decirlo así, moderna o especulativa, es materia un tanto compleja, que esperamos poder retomar más específicamente en otra oportunidad; por ahora nos limitaremos a confirmar que, para cuantos se hayan interesado seriamente en esta cuestión, es una verdad innegable que la Masonería moderna, por más incompleta que se presente actualmente bajo ciertos aspectos, ha conservado sin embargo lo esencial, y la iniciación que aún hoy puede ser transmitida, al menos allí donde se conserven los requisitos de la «ortodoxia», es la misma iniciación que transmitían las organizaciones de oficios del Medio Evo y que se perpetúa, a través de las distintas épocas, desde tiempo inmemorial.

Dicho esto, puede resultar sorprendente que, en los ambientes masónicos actuales, el concepto de la regularidad de la filiación iniciática a la que hemos aludido no sea tan pacíficamente aceptado y que a veces encuentre, por el contrario, porfiados opositores. Hay quien sostiene que la Masonería nació efectivamente en 1717, sin conexión alguna con las organizaciones operativas preexistentes, y que no es más que una sociedad filosófica y filantrópica, donde se persiguen determinados «ideales», que son por lo demás los mismos que circulaban en el siglo XVIII, propugnados por el moralismo protestante y el Iluminismo.

Aquéllos que defienden estas tesis no comprenden que así desconocen implícitamente la regularidad de la organización a la que pertenecen y la verdadera naturaleza de la iniciación misma, cuyo rito de transmisión, por otra parte, para ellos se reduce a una simple «ceremonia». Preguntarse por qué, en los ambientes masónicos actuales, exista un rechazo a la aceptación del carácter tradicional de la Masonería, equivaldría en el fondo a preguntarse por qué en esos mismos ambientes haya sido rechazado el mensaje de René Guénon (salvo excepciones que, de todas formas representan una reducida minoría). Justo la obra que podría facilitar la clave para comprender el significado de esos símbolos y ritos que, a pesar de todo, siguen siendo conservados y transmitidos (al menos por ahora y por cierto no en todos lados), resulta o claramente rechazada, o aceptada como cualquier otra en virtud de la «tolerancia», lo que equivale de hecho a desconocer su auténtico significado.

Por otra parte, es muy raro que las solicitudes de «afiliación» sean una consecuencia de aquella metanoia que debería manifestarse en quien tiene una real aspiración hacia la vía iniciática; en general no hay una búsqueda en sentido intelectual, ni en un verdadero cambio de mentalidad. Así pues cada uno se hace portador de las ideas del mundo profano y de las propias tendencias individuales, de suerte que a ser influido es lo interior por lo exterior y no viceversa, como legítimamente debería ser. Es por eso, por lo que los ambientes masónicos, desde fines del siglo XVII, se vieron de una manera u otra siempre condicionados por las ideas «profanas» que de tiempo en tiempo se imponían en Occidente; y, sin embargo, hay que reconocer que, a pesar de todo, la Masonería dio siempre muestra de una notable capacidad de auto-conservación.

Aludíamos antes a la influencia del Protestantismo y del Iluminismo; en efecto, la formación de la Masonería especulativa, que se verificó en Inglaterra a comienzos del siglo XVIII, fue también el resultado de un proceso de «protestatización» de las organizaciones masónicas, que anteriormente eran en su mayoría católicas, y tal cambio era por otra parte inevitable, debido a las presiones de fuertes condicionamientos políticos. En el resto de Europa, el nuevo curso, nacido de la Gran Logia de Inglaterra, asumió un cambio principalmente en carácter «ilustrado» y anticlerical.

Así, estas organizaciones se vieron llevadas a manifestar una contradicción interna, ya que por un lado tenían la función de conservar un patrimonio tradicional y, por el otro, se hallaban inficionadas por una difundida mentalidad de tipo filosófico profano y por ende antitradicional; de esta manera encontramos, por una parte, la transmisión iniciática y las prácticas rituales, por la otra, la adopción de un punto de vista moral y «laico». A partir de semejantes contradicciones solo podían derivar equívocos de todo tipo y uno de los más graves fue, precisamente, la confusión entre punto de vista ritual y punto de vista moral, al afianzarse la idea de que ritos y símbolos deban ser interpretados según un «significado moral».

Ritos y símbolos representan, en el mundo humano, las reales correspondencias que conectan entre sí los múltiples estados de existencia y la relación de todas esas diferentes realidades con los principios metafísicos de los que dependen; por eso, ritos y símbolos constituyen un instrumento indispensable para establecer una comunicación entre el mundo humano y los estados superiores del Ser. Así el símbolo asume su verdadero rol más allá de lo que es el dominio racional y discursivo, y por consiguiente el simbolismo no puede estar encaminado a algo que, al contrario, se halla contenido exclusivamente en tal dominio y en éste se agota.

Todo lo que atañe a la moral puede ser fácilmente comprendido con la razón y cumplidamente expresado con la dialéctica: se trata de cuestiones que cualquier profano puede entender, así es que resultarían totalmente superfluas una iniciación y una enseñanza esotérica, enseñanza que, por lo demás, no tendría objeto. Ante una semejante «contrariedad», que debería mover a investigar cuál pueda ser el verdadero significado de estos elementos tradicionales, algunos masones modernos llegan en cambio a la conclusión de que tales elementos serían efectivamente inútiles e incluso llegan a proponer su eliminación. Y, por otra parte, una vez «establecido» que estas cosas no sirven, ¿para qué conservarlas?

Sobre este tipo de suposiciones vale la pena extenderse un poco, en cuanto ellas pertenecen a una amplia categoría dentro de la cual se podrían incluir prácticamente todas las afirmaciones antitradicionales.

Al respecto, puede ser significativo hacer referencia al episodio de la tradición islámica que trata de la rebelión y «caída» de Iblis, puesto que allí se encuentra, por decirlo así, el prototipo del razonamiento antitradicional. Dicho sea de paso, la tradición islámica es la única que conserva una revelación sobre este tema, importante y significativo desde el punto de vista cosmológico, dado que tanto al Cristianismo como el Judaísmo han relegado, desde hace ya varios siglos, entre los textos «apócrifos» a aquéllos en los que se menciona esta cuestión. Hallamos, en cambio, el episodio en muchos pasajes del Corán, donde Allâh manda a los ángeles prosternarse ante Adán. Debemos señalar que en la tradición islámica Adán es un profeta, tal como está explícitamente afirmado en la Sûra II, aleya 30: «Y cuando tu Señor le dijo a los ángeles: “Voy a instituir un vicario (khalîfatan) en la tierra», Le dijeron: “¿Establecerás en ella a quien la corromperá y derramará sangre, mientras nosotros celebramos tus alabanzas, glorificándote?”. Él dijo: “En verdad Yo sé lo que vosotros ignoráis”».

Hay, pues, de parte de los ángeles, una renuencia debida a su falta de comprensión, pese a lo cual acatan la orden divina:
«Y de cuando dijimos a los ángeles: “¡Posternaos ante Adán!”, que todos se prosternaron excepto Iblis, quien ensoberbecido se negó y se contó entre los incrédulos» [1].

¿Cuál es la objeción de Iblis?: «Yo soy superior a él: a mí me creaste del fuego y a él del barro» [2]. Al no comprender cuál es realmente la naturaleza del ser en el grado de la Identidad Suprema, Iblis se escuda con esa que, en el dominio individual, puede ser una precedencia en el orden de producción de los elementos, oponiéndola a la verdadera jerarquía espiritual, según el orden divino.

Se podría decir que, ante lo que no comprende, la inteligencia relativa de un ser se encuentra ante una encrucijada: reconocer los propios límites aceptando aquello que la supera, o bien afirmarse a sí misma como un valor absoluto, negando lo que no puede comprender. En esta afirmación de lo que es relativo e ilusorio, afirmación que se convierte incluso en negación de la verdad, hay que buscar, pues, la raíz del orgullo y de todos esos procesos mentales que llevan a la negación de las enseñanzas tradicionales y, en general, a la negación de las verdades metafísicas.

La cortedad de la inteligencia individual no puede servir de excusa para sostener la imposibilidad de aceptar o de reconocer aquello que le es superior y que va más allá de sus límites, puesto que no hay ningún ser que esté «separado» del Principio. Aún en los casos más desfavorables de oscurecimiento y extravío, todos los seres humanos deben, sin embargo, conservar, en mayor o menor grado, una conciencia y una posibilidad de discriminación entre lo verdadero y lo falso, lo justo y lo injusto, lo superior y lo inferior; tal conciencia de la verdad puede incluso hallarse sepultada, sofocada, olvidada, a pesar de lo cual, mientras exista naturaleza humana, debe subsistir hasta un cierto punto una facultad de discriminación que dé un sentido a la responsabilidad en las acciones y en las modalidades de pensamiento. Este vestigio, que necesariamente subsiste puesto que pertenece a la naturaleza más profunda y auténtica del ser humano, debería resultar más evidente y reconocible en quienes han recibido una iniciación, la cual, por más que sea «virtual» todavía, de seguro no podrá ser nunca irrelevante.

Así como existe esta conciencia de la verdad que debería conducir a ese camino que responde al nombre, en sentido espiritual, de «sendero recto», así también la negación, la aparente e ilusoria oposición a la verdad, es a su vez necesariamente consciente, y es una cuestión de preferencia, dictada en este último caso por una irrefrenable tendencia al individualismo y a la «separatividad».

«Él está hecho de barro», dice Iblis: esta objeción se basa en un procedimiento que parte de una «definición», de la imposición preconcebida de un límite; catalogando el objeto en la categoría de todo lo que está caracterizado por este límite o particularidad (todo lo que es de barro), y tomándolo en consideración únicamente bajo este aspecto, lo asimila y lo juzga como todos los otros objetos que pertenecen a la misma categoría. El paso siguiente de este procedimiento es la afirmación de la propia superioridad en cuanto sujeto no incluido en la categoría en cuestión.

Si se examinan los procedimientos con los que, desde la antigüedad hasta nuestros días, ha sido negado desde el punto de vista metafísico y, por ende, la enseñanza tradicional y, en general, cuanto procede del dominio de lo «sagrado», resulta evidente que tales procedimientos siguen, con pocas variantes, este particular mecanismo dialéctico, que representa una especie de canon general de la mistificación.

Se podría aducir el ejemplo del repudio de esas enseñanzas tradicionales que se hallan expresadas en forma de cuentos simbólicos, mediante la afirmación de que se trataría de simples leyendas o «fábulas de los antiguos», asimilando estas enseñanzas, de manera dogmática e indebida, a la categoría de los relatos de fantasía, y sosteniendo después la superioridad de quien no les presta fe.

Otro ejemplo podría ser el de aquéllos que buscan desvirtuar al esoterismo asimilándolo al misticismo, para tratar de englobar todo en el dominio exotérico y luego emitir juicios en una materia sobre la cual no tienen las más mínima competencia. O también el ejemplo de todas las tentativas de asimilar el esoterismo auténtico a la categoría de todas las formas de seudoesoterismo, a fin de cargar sobre el verdadero esoterismo el descrédito que justamente merece la categoría del falso esoterismo. Una forma extrema de este último caso de mistificación consiste en el empleo del término «esoterismo» para indicar lo que pertenece al dominio de la brujería y del satanismo, con el resultado de proyectar una sombra siniestra sobre todo lo que puede ser legítimamente designado como «esotérico» y de invertir, de manera verdaderamente «satánica», el significado auténtico del termino [3].

Las técnicas «mistificatorias» de que nos estamos ocupando han sido aplicadas copiosamente contra la obra de Guénon y contra su persona misma, por ejemplo arrimando abusivamente su nombre al de otros autores, para causar la impresión de que deberían, también en su caso, valer las críticas que justa y fácilmente pueden formularse respecto de otros, que en realidad nada tienen que ver con la obra de Guénon [4].


Volviendo ahora al argumento que motivó estas consideraciones, el sostener que ritos y símbolos tengan simplemente un significado moral o social, constituye una falsa afirmación, que dimana de un punto de vista profano y sigue ese mecanismo de negación del que hemos hablado. Ritos y símbolos son considerados superficialmente, y asimilados a todo lo que es clasificable como habiente significado social, sentimental, filosófico o en cualquier caso individual. De esta manera se deshecha la real naturaleza y la auténtica función del simbolismo, y se abre así la puerta a sucesivas fases de desviación y subversión. Señalaremos, entre las primeras consecuencias, una supuesta superioridad de la ciencia moderna relativamente al simbolismo así tergiversado, por la mayor complejidad racional de la ciencia con respecto a la obviedad de los conceptos «moralísticos». Una tal incomprensión conduce evidentemente a subestimar la importancia de las prácticas rituales, que serán entonces abreviadas o modificadas con demasiada ligereza, con la consiguiente pérdida de importantes elementos y un paulatino empobrecimiento del ritual, hasta el caso extremo de aquellos grupos marginales que tenderían a eliminar como «inútil» todo lo que constituye, por el contrario, verdaderamente lo esencial y cuya conservación es ahora, a falta de una verdadera capacidad y voluntad de comprensión, la única razón de ser efectiva de las organizaciones en cuestión.

Cuanto estamos diciendo sobre la ilegitimidad, en el dominio iniciático, del punto de vista de la moral laica, que no se diferencia del mismo punto de vista profano, no significa en lo más mínimo menoscabar la importancia de esas reglas tradicionales e iniciáticas que establecen comportamientos que, exteriormente, consiste en la práctica de las «virtudes»; al contrario, desde el punto de vista iniciático, tales reglas podrán aparecer en su verdadero significado y en todo su alcance, antes que bajo el mero aspecto de la obligatoriedad. Ni tampoco entendemos negar que una organización iniciática pueda ejercer, bien que secundariamente, una acción encaminada a ejercer una influencia positiva sobre la sociedad. Aun entendiendo la acción en un sentido exterior y práctico (como en el caso de iniciativas humanitarias), dicha acción, en sí misma, no estaría para nada en contraste con todo lo que corresponde a un aspecto más profundo, antes bien podría ser vista como un eco, aunque lejano, de una característica de las antiguas corporaciones de oficio, o sea la de llevar también a cabo un trabajo indispensable para toda la comunidad. Pero no habría que confundir lo interior con lo exterior, lo esencial con lo accesorio y, sobre todo, la acción exterior no debería llevar a conformarse tout-court a la mentalidad profana.

Puede reconocerse a la moral todavía un cierto valor tradicional cuando ella sea considerada como un aspecto de una práctica religiosa o exotérica; mas cuando hasta este punto de vista se haya perdido y todo se reduzca a un laicismo ético-deontológico, se habrá de hecho perdido, bajo esta óptica, todo punto de apoyo en la tradición. En tales condiciones, este producto deficitario de lo que la moral era al comienzo, se convierte en algo meramente filosófico y «subjetivo», susceptible por consiguiente de ser modificado con el tiempo, en función de las corrientes psíquicas y de las opiniones que vienen periódicamente a influir sobre la mentalidad general. De esta forma, aquéllos que parecían «principios», se convierten poco a poco en algo inconstante y variable, donde puede introducirse cualquier ideología, aún la más incompatible con lo valores que se abrigaba la ilusión de custodiar.

Estas últimas consideraciones nos lleva a decir unas pocas palabras sobre otra «idea fija» de los masones modernos, esa de la «tolerancia», entendida como un supuesto principio masónico.

También en este caso existirá, cuando menos, una acepción según la cual la tolerancia podría representar, si no un «principio» por lo menos una excelente regla: la de considerarla como sinónimo de paciencia. En efecto, es bien conocida la gran importancia que todas las tradiciones atribuyen a la paciencia; tanto en el dominio exotérico como en el esotérico. Empero, junto a este sentido legítimo, en la palabra tolerancia, tal como es comúnmente entendida, se engloban otros significados absolutamente incompatibles con el punto de vista iniciático: por una inoportuna transposición de los ideales democráticos, basta que alguien sostenga una idea cualquiera para que automáticamente ésta tenga derecho a ser tomada en consideración como cualquier otra cosa; esto lleva a lo que varias veces Guénon definiera como una indiferencia hacia la verdad, y es de lo más evidente que un tal modo de pensar constituye, en el ámbito iniciático, una verdadera descalificación.

Recordamos, a pesar de que sea una aclaración que podamos dar por descontada, que un iniciado debería ser, ante todo, un buscador de la Verdad y que, cualesquiera sean las diferencias existentes entre las diversas formas iniciáticas y los diferentes niveles, el método de búsqueda de la verdades es siempre atribuible, de todas maneras, a una discriminación entre lo verdadero y lo falso. Una rigurosa, constante, sutil discriminación debe ser puesta en práctica tanto en el ahondamiento doctrinal teórico como en la aplicación del método, e igualmente, más en general, en todo lo que forma parte de la vida, y tal «actividad» es sólo un reflejo de la verdadera discriminación entre lo real y lo ilusorio que deberá ser ejercida, eminentemente, cuando se pase al dominio operativo. Debería, por lo tanto, ser evidente cómo la invención de un seudo-principio de «tolerancia», donde verdadero y falso son confundidos y aceptados por igual, represente, en un ámbito iniciático, una verdadera anomalía; y qué debería decirse de esos casos en los que, en nombre de este malentendido «principio» no sólo se admite lo que es falso en el sentido «no real», sino también ideas y comportamientos que proceden de la parte más baja del psiquismo inferior y constituyen verdaderas aberraciones; claro que a semejantes casos se aplica la advertencia con que Guénon, en La crisis del mundo moderno, cerraba el capítulo dedicado al individualismo: «”¡Ay de vosotros, guías de ciegos!" se dice en el Evangelio; en efecto, hoy en día, por todas partes, no se ven más que ciegos que guían a otros ciegos, y que, si no son detenidos a tiempo, los conducirán fatalmente al abismo donde se despeñarán todos juntos.»

Lo que hemos expuesto a propósito de la «tolerancia» se aplica, en gran parte, también a otro factor considerado esencial e insustituible, ése de la «discusión».

Como hemos señalado anteriormente, ya desde el inicio del siglo XVIII el Protestantismo ejerció una profunda influencia en la formación de las modernas organizaciones masónicas, y el «libre examen» terminó por se introducido allí, fuera de casos particulares, en concomitancia con la falta, al propio interno, de una válida enseñanza tradicional. Por otra parte, una vez admitida la idea de que la actividad «caracterizante» deba ser la «especulación filosófica», nos encontramos de hecho en el campo de las ideas individuales y de la interpretación individual de los datos tradicionales, con las consecuencias que fácilmente pueden imaginarse. Semejante planteamiento resulta, con toda evidencia, incompatible con la aplicación de cualquier método iniciático válido, y una vez aceptado y generalizado, comporta un indudable alejamiento de aquellas que deberían ser las legítimas finalidades de una organización iniciática.

Cuando se trata de doctrinas tradicionales auténticas, no hay nada que pueda ser puesto en tela de juicio; sin embargo, cabe preguntarse si, en el ejercicio de esa actividad de discriminación que mencionamos anteriormente, no se pueda encontrar una aplicación válida en el campo iniciático de una forma de diálogo, que no verse sobre ideas individuales, sino que se convierta en un instrumento exterior de verificación de la comprensión doctrinal.

El trabajo masónico es, fundamentalmente y por propia naturaleza, trabajo colectivo, y por otra parte no se puede exponer la doctrina más que por medio de expresiones verbales; así que, allí donde el empeño esté principalmente dirigido, tal como debería estarlo, a un progresivo mejoramiento del conocimiento doctrinal, mediante el ahondamiento y la rectificación de los errores de comprensión, este trabajo no puede dejar de asumir la forma de un intercambio dialéctico; debemos aclarar, además, que se trata en realidad de algo que no se reduce a un mero «estudio», justamente por el valor iniciático que este método adquiere, cuando se lleve a cabo en un ámbito ritual.

Este aspecto dialéctico del trabajo iniciático colectivo no debe pues confundirse en absoluto con la «discusión», como es entendida comúnmente según el punto de vista profano, no teniendo en común con esta última ni el objeto ni las finalidades.

Otra práctica que es considerada usualmente como una aplicación de estos mismo presuntos «ideales masónicos», es la de tomar las decisiones valiéndose de votaciones. Encontramos aquí, una vez más, un elemento que podría ser enteramente compatible con el punto de vista ritual: en muchas tradiciones, no sólo occidentales, existen procedimientos establecidos para tomar determinadas decisiones, que adoptan la forma de una votación. En estos casos la operación colectiva es un verdadero rito, que sirve de soporte para un presencia espiritual; si todo se desarrolla según las condiciones establecidas, las decisiones de ahí procedentes ya no constituyen simples preferencias individuales sino cooptaciones conformes a aquello que es realmente justo y acorde con la ortodoxia tradicional. Al contrario, sustituyendo estos conceptos con las ideas propias de la mentalidad profana, dichas prácticas rituales se reducirán inmediatamente a votaciones democráticas de las que resultará solamente la opinión de la mayoría.

De los ejemplos recién mencionados se puede comprender cómo la estructura corporativa y el carácter colectivo del trabajo, que siempre caracterizaron a las organizaciones iniciáticas de oficio, hayan terminado por constituir, debido a la acción de las fuerzas antitradicionales, un soporte propicio para la introducción de las ideas democráticas; esto ocurrió, como hemos visto, con una interpretación en sentido profano de muchos elementos auténticamente rituales, al paso que se iba debilitando la conciencia de la verdadera naturaleza de estos últimos, y con la continua admisión de personas cada vez más contaminadas con la mentalidad profana y menos cualificadas desde el punto de vista iniciático.

Este proceso de decadencia pasó por fases particularmente criticas, como aquella que coincidió con la constitución de la Gran Logia de Inglaterra; sabido es que se sucedieron, en distintas épocas, tentativas de «enderezamiento» y restauración de la regularidad iniciática; tentativas que determinaron resultados seguramente importantes, sobre todo desde el punto de vista ritual; pero no existió nunca, por lo menos en general, la posibilidad de una restauración completa, que implicase además la vuelta a una mentalidad auténticamente tradicional. En todo esto hay también, paradójicamente, un aspecto positivo, pues así la Masonería perduró hasta hoy día, mientras que, si hubiese sido rehusada toda «componenda», probablemente ella se habría visto aplastada por el mundo moderno y habría desaparecido como las demás formas iniciáticas occidentales. Sin embargo, digamos enseguida que dicha subsistencia no ocurrió, en verdad, gracias a los factores contaminantes a los que aludíamos, sino gracias a lo que fue realmente conservado, y de todos modos se puede hablar de subsistencia sólo allí donde se haya mantenido efectivamente ese conjunto de reglas y condiciones que constituyen propiamente la «ortodoxia masónica». Cuando, por el contrario, la existencia de irregularidades sea capaz de tornar al ambiente cada vez menos favorable para el cumplimiento de un trabajo iniciático válido, cabe preguntarse a qué punto hayan realmente llegado las cosas.

Bien es verdad que, como dice Guénon, hablando de la Masonería: « [...] la incomprensión de sus adherentes y hasta de sus dirigentes no afecta para nada el valor propio de los ritos y símbolos de los que sigue siendo depositaria» [5]. Sin embargo, también es verdad que un proceso de decadencia y desviación no puede continuar indefinidamente, entre otras cosas porque la incomprensión conlleva la pérdida progresiva del patrimonio tradicional, la tergiversación y el equívoco de sus elementos, favoreciendo así cada vez más la infiltración de fuerzas antitradicionales y contra-iniciáticas. ¿Debemos pensar que este proceso llegará hasta sus últimas consecuencias y sobrevendrá la muerte, o bien es posible confiar en que la gran vitalidad de la iniciación masónica prevalecerá una vez más y en un futuro habrá todavía alguien que, gracias a una verdadera comprensión doctrinal, sentirá el deber interior ineludible de «atestiguar la Luz?»


Notas:
[1] Corán, sûra II, aleya 34.
[2] Corán, sûra XXXVIII, aleya 76.
[3] Memorable resulta el caso de Leo Taxil, como ejemplo de paradójica mixtificación ideada para endilgar a la Masonería acusaciones ridículas que, por más increíbles que fueran, tuvieron en aquel entonces una indudable resonancia. No hay que creer que este tipo de «antimasonismo» haya desaparecido, al contrario; acusaciones no menos burdas son propagadas actualmente, sobre todo por medio de la televisión; este instrumento permite, merced a un oportuno manejo, disimular un poco lo más grosero de los bulos difamatorios, al menos a los ojos del público más superficial.
[4] Un ejemplo de lo que decimos está dado por el modo hasta obsesivo con que se insiste en querer unir el nombre de Guénon al de J. Evola, en tanto por lo que toca a aquéllos que tiene un propósito meramente denigratorio y encuentran seguramente más fácil criticar a este último, como por lo que toca a los «evolianos», quienes tratan de apropiarse como sea de la figura de Guénon a despecho de la evidencia y de todas las explícitas demandas.
[5] R. Guénon, Études sur la Franc-Maçonnerie et le Compagonnage, tomo I, pág. 273.

sábado, 4 de diciembre de 2010

Punto de vista ritual y punto de vista moral; por René Guénon

Capítulo IX de Inciación y Realización Espiritual (1952)

Como lo hemos hecho destacar en diversas ocasiones fenómenos semejantes pueden proceder de causas enteramente diferentes; por eso es por lo que los fenómenos en sí mismos, que no son más que simples apariencias exteriores, jamás pueden ser considerados como constituyendo realmente la prueba de la verdad de una doctrina o de una teoría cualquiera, contrariamente a las ilusiones que se hace a este respecto el «experimentalismo» moderno. Es la misma cosa en lo que concierne a las acciones humanas, que por lo demás son también fenómenos de un cierto género: las mismas acciones, o, para hablar más exactamente, acciones indiscernibles exteriormente las unas de las otras, pueden responder a unas intenciones muy diversas en quienes las cumplen; e incluso, más generalmente, dos individuos pueden actuar de una manera similar en casi todas las circunstancias de su vida, y colocarse sin embargo, para regular su conducta, en puntos de vista que en realidad no tienen casi nada de común. Naturalmente, un observador superficial, que se atenga a lo que ve y que no vaya más lejos de las apariencias, no podrá evitar dejarse engañar por ellas, e interpretará uniformemente las acciones de todos los hombres refiriéndolas a su propio punto de vista; es fácil comprender que puede haber en eso una causa de múltiples errores, por ejemplo cuando se trata de hombres pertenecientes a civilizaciones diferentes, o aún de hechos históricos que se remontan a épocas remotas. Un ejemplo muy llamativo, y en cierto modo extremo, es el que nos dan aquellos de nuestros contemporáneos que pretenden explicar toda la historia de la humanidad haciendo llamada exclusivamente a consideraciones de orden «económico», porque, de hecho, éstas juegan en ellos un papel preponderante, y sin pensar siquiera en preguntarse si la cosa ha sido verdaderamente del mismo modo en todos los tiempos y en todos los países. Ese es un efecto de la tendencia que hemos señalado también en otra parte, entre los psicólogos, a creer que los hombres son siempre y por todas partes los mismos; esta tendencia es quizás natural en un cierto sentido, pero por eso no es menos injustificada, y pensamos que no se podría desconfiar demasiado de ella.
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Hay otro error del mismo género que corre el riesgo de escapar más fácilmente que el que acabamos de citar a muchas gentes e incluso a la gran mayoría de ellos, porque están muy habituados a considerar las cosas de esta manera, y también porque no aparece, como la ilusión «económica», como ligado más o menos directamente a algunas teorías particulares: este error consiste en atribuir el punto de vista específicamente moral a todos los hombres indistintamente, es decir, porque es desde ese punto de vista de donde los occidentales modernos sacan su propia regla de acción, traduciendo en términos de «moral», con las intenciones especiales que esto lleva implícito, toda regla de acción cualquiera que sea, aunque pertenezca a las civilizaciones más diferentes a la suya bajo todos los aspectos. Los que piensan así parecen incapaces de comprender que hay muchos otros puntos de vista que también pueden proporcionar tales reglas, y que incluso, según lo que decíamos hace un momento, las similitudes exteriores que pueden existir en la conducta de los hombres no prueban en modo alguno que ésta se rija siempre por el mismo punto de vista; así, el precepto de hacer o de no hacer tal cosa, al cual algunos obedecen por razones de orden moral, puede ser observado igualmente, por otros, por razones completamente diferentes. Por lo demás, sería menester no concluir de eso que, en sí mismos e independientemente de sus consecuencias prácticas, los puntos de vista de que se trata sean todos equivalentes; muy lejos de eso, ya que lo que se podría llamar la «calidad» de las intenciones correspondientes varía hasta tal punto que no hay por así decir ninguna medida común entre ellas; y la cosa es más particularmente así cuando, al punto de vista moral, se compara el punto de vista ritual que es el de las civilizaciones que presentan un carácter integralmente tradicional.

Así como lo hemos explicado en otra parte, la acción ritual es, según el sentido original de la palabra, la que se cumple «conformemente al orden», y que, por consiguiente, implica, a algún grado al menos, la consciencia efectiva de esta conformidad; y, allí donde la tradición no ha sufrido ninguna mengua, toda acción, cualquiera que sea, tiene un carácter propiamente ritual. Importa destacar que esto supone esencialmente el conocimiento de la solidaridad y de la correspondencia que existen entre el orden cósmico mismo y el orden humano; este conocimiento, con las aplicaciones múltiples que se derivan de él, existe en efecto en todas las tradiciones, mientras que ha devenido completamente extraño a la mentalidad moderna, que no quiere ver, todo lo más, sino «especulaciones» fantásticas en todo lo que no entra en la concepción grosera y estrechamente limitada que se hace de lo que ella llama la «realidad». Para quienquiera que no está cegado por algunos prejuicios, es fácil ver cuanta distancia separa la consciencia de la conformidad al orden universal, y de la participación del individuo en ese orden en virtud de esta conformidad misma, de la simple «consciencia moral», que no requiere ninguna comprensión intelectual y que ya no está guiada más que por aspiraciones y tendencias puramente sentimentales, y qué profunda degeneración implica, en la mentalidad humana en general, el paso de la una a la otra. No hay que decir, por lo demás, que ese paso no se opera de un solo golpe, y que puede haber ahí muchos grados intermediarios, donde los dos puntos de vista correspondientes se mezclan en proporciones diversas; de hecho, en toda forma tradicional, el punto de vista ritual subsiste siempre necesariamente, pero las hay, como es el caso de las formas propiamente religiosas, que, al lado de él, hacen un sitio más o menos grande al punto de vista moral, y veremos enseguida la razón de ello. Sea como fuere, desde que uno se encuentra en presencia de este punto de vista moral en una civilización, sean cuales sean las apariencias bajo otros aspectos, se puede decir que esta civilización no es ya integralmente tradicional: en otros términos, la aparición de este punto de vista puede considerarse como ligada de alguna manera a la aparición del punto de vista profano mismo.

Este no es el lugar de examinar las etapas de esta decadencia, que desemboca finalmente, en el mundo moderno, en la desaparición completa del espíritu tradicional, y por tanto en la invasión del punto de vista profano en todos los dominios sin excepción; haremos destacar solamente que es esta última etapa la que representan, en el orden de cosas que nos ocupa al presente, las morales dichas «independientes», que, ya sea que se proclamen «filosóficas» o «científicas», no son en realidad más que el producto de una degeneración de la moral religiosa, es decir, más o menos, frente a ésta, lo que son las ciencias profanas en relación a las ciencias tradicionales. Hay también naturalmente grados correspondientes en la incomprensión de las realidades tradicionales y en los errores de interpretación a los cuales dan lugar; a este respecto, el grado más bajo es el de las concepciones modernas que, no contentándose ya siquiera con no ver en las prescripciones rituales más que simples reglas morales, lo que era ya desconocer enteramente su razón profunda, llegan hasta atribuirlas a vulgares preocupaciones de higiene o de limpieza; ¡en efecto, es bien evidente que, después de eso, la incomprensión apenas podría llevarse más lejos!

Hay otra cuestión que, para nos, es más importante considerar actualmente: ¿cómo es posible que formas tradicionales auténticas, en lugar de quedarse en el punto de vista ritual puro, hayan podido acordar un lugar al punto de vista moral, como lo decíamos, e incluso incorporársele en cierto modo como uno de sus elementos constitutivos? Desde que, a consecuencia de la marcha descendente del ciclo histórico, la mentalidad humana, en su conjunto, ha ido cayendo a un nivel inferior, era inevitable que la cosa fuera así; en efecto, para dirigir eficazmente las acciones de los hombres, es menester recurrir forzosamente a medios que sean apropiados a su naturaleza, y, cuando esta naturaleza es mediocre, los medios deben serlo también en una medida correspondiente, pues es solo de esta manera como será salvado lo que todavía pueda serlo en tales condiciones. Cuando la mayor parte de los hombres no son ya capaces de comprender las razones de la acción ritual como tal, es menester, para que continúen actuando de una manera que permanezca todavía normal y «regular», hacer llamada a motivos secundarios, morales y otros, pero en todo caso de un orden mucho más relativo y contingente, y, por eso mismo, podríamos decir más bajo, que los que eran inherentes al punto de vista ritual. En realidad, no hay en eso ninguna desviación, sino solo una adaptación necesaria; las formas tradicionales particulares deben ser adaptadas a las circunstancias de tiempo y de lugar que determinan la mentalidad de aquellos a quienes se dirigen, puesto que es eso lo que constituye la razón misma de su diversidad, y eso sobre todo en su parte más exterior, aquella que debe ser común a todos sin excepción, y a la cual se refiere naturalmente todo lo que es regla de acción. En cuanto a aquellos que son todavía capaces de una comprensión de un orden diferente, evidentemente no les concierne más que a ellos efectuar su transposición colocándose en un punto de vista superior y más profundo, lo que permanece siempre posible mientras no se haya roto todo lazo con los principios, es decir, mientras subsista el punto de vista tradicional mismo; y así éstos podrán no considerar la moral más que como un simple modo exterior de expresión que no afecta a la esencia misma de las cosas que están revestidas de ella. Es así como, por ejemplo, entre aquel que cumple algunas acciones por razones morales y el que las cumple en vistas de un desarrollo espiritual efectivo al cual pueden servir de preparación, la diferencia es ciertamente tan grande como es posible; su manera de actuar es sin embargo la misma, pero sus intenciones son completamente diferentes y no corresponden en modo alguno a un mismo grado de comprensión. Pero es solo cuando la moral ha perdido todo carácter tradicional cuando se puede hablar verdaderamente de desviación; vaciada de toda significación real, y no teniendo ya en ella na-da que pueda legitimar su existencia, esa moral profana no es, hablando propiamente, más que un «residuo» sin valor y una pura y simple superstición.