viernes, 10 de septiembre de 2010

De la Esfera al Cubo, por René Guénon

Capítulo XX de El Reino de la Cantidad y lo Signos de los Tiempos, 1945.



Después de haber dado algunas «ilustraciones» de lo que hemos designado como la «solidificación» del mundo, nos queda que hablar todavía de su representación en el simbolismo geométrico, donde puede ser figurada por un paso gradual de la esfera al cubo; y en efecto, en primer lugar, la esfera es propiamente la forma primordial, porque es la menos «especificada» de todas, al ser semejante a ella misma en todas las direcciones, de suerte que, en un movimiento de rotación cualquiera alrededor de su centro, todas sus posiciones sucesivas son siempre rigurosamente superponibles las unas a las otras [1]. Así pues, se podría decir, es la forma más universal de todas, que contiene de alguna manera a todas las demás, que saldrán de ella por diferenciaciones que se efectúan según ciertas direcciones particulares; y es por eso por lo que esta forma esférica es, en todas las tradiciones, la del «Huevo del Mundo», es decir, lo que representa el conjunto «global», en su estado primero y «embrionario», de todas las posibilidades que se desarrollarán en el curso de un ciclo de manifestación [2]. Por lo demás, hay lugar a destacar que ese estado primero, en lo que concierne a nuestro mundo, pertenece propiamente al dominio de la manifestación sutil, en tanto que ésta precede necesariamente a la manifestación grosera y es como su principio inmediato; y es por lo que, de hecho, la forma esférica perfecta, o la forma circular que se le corresponde en la geometría plana (como sección de la esfera por un plano de una dirección cualquiera) no se encuentra nunca realizada en el mundo corporal [3].

Por otra parte, el cubo es al contrario la forma más «fijada» de todas, si se puede expresar así, es decir, la que corresponde al máximo de «especificación»; esta forma es también la que se atribuye, entre los elementos corporales, a la tierra, en tanto que ésta constituye el «elemento terminal y final» de la manifestación en este estado corporal [4]; y, por consiguiente, corresponde también al fin del ciclo de la manifestación, o a lo que hemos llamado el «punto de detención» del movimiento cíclico. Así pues, esta forma es en cierto modo la del «sólido» por excelencia [5], y simboliza la «estabilidad», en tanto que ésta implica la detención de todo movimiento; por lo demás, es evidente que un cubo que reposa sobre una de sus caras es, de hecho, el cuerpo cuyo equilibrio presenta el máximo de estabilidad. Importa destacar que esta estabilidad, al término del movimiento descendente, no es y no puede ser nada más que la inmovilidad pura y simple, cuya imagen más aproximada, en el mundo corporal, nos está dada por el mineral; y esta inmovilidad, si la misma pudiera ser enteramente realizada, sería propiamente, en el punto más bajo, el reflejo inverso de lo que es, en el punto más alto, la inmutabilidad principial. La inmovilidad, o la estabilidad así entendida, representada por el cubo, se refiere pues al polo substancial de la manifestación, del mismo modo que la inmutabilidad, en la que están comprendidas todas las posibilidades en el estado «global» representado por la esfera, se refiere a su polo esencial [6]; y es por eso por lo que el cubo simboliza también la idea de «base» o de «fundamento», que corresponde precisamente a este polo substancial [7]. Señalaremos también desde ahora que las caras del cubo pueden ser consideradas como respectivamente orientadas dos a dos según las tres dimensiones del espacio, es decir, como paralelas a los tres planos determinados por los ejes que forman el sistema de coordenadas al que este espacio es referido y que permite «medirle», es decir, realizarle efectivamente en su integralidad; como, según lo que hemos explicado en otra parte, los tres ejes que forman la cruz de tres dimensiones deben ser considerados como trazados a partir del centro de una esfera cuya expansión indefinida llena el espacio todo entero (y los tres planos que determinan esos ejes pasan también necesariamente por este centro, que es el «origen» de todo el sistema de coordenadas), esto establece la relación que existe entre esas dos formas extremas de la esfera y del cubo, relación en la que lo que era interior y central en la esfera se encuentra en cierto modo «vuelto del revés» para constituir la superficie o la exterioridad del cubo [8].

Por lo demás, el cubo representa la tierra en todas las acepciones tradicionales de esta palabra, es decir, no solo la tierra en tanto que elemento corporal así como lo hemos dicho hace un momento, sino también un principio de orden mucho más universal, el que la tradición extremo oriental designa como la Tierra (Ti) en correlación con el Cielo (Tien): las formas esféricas o circulares son referidas al Cielo, y las formas cúbicas o cuadradas a la Tierra; como estos dos términos complementarios son equivalentes de Purusha y de Prakriti en la doctrina hindú, es decir, como no son más que otra expresión de la esencia y de la substancia entendidas en el sentido universal, se llega también aquí exactamente a la misma conclusión que precedentemente; y es evidente que, como las nociones mismas de esencia y de substancia, el mismo simbolismo es siempre susceptible de aplicarse a niveles diferentes, es decir, tanto a los principios de un estado particular de existencia como a los del conjunto de la manifestación universal. Al mismo tiempo que esas formas geométricas, también se refieren al Cielo y a la Tierra los instrumentos que sirven para trazarlas respectivamente, es decir, el compás y la escuadra, tanto en el simbolismo de la tradición extremo oriental como en el de las tradiciones iniciáticas occidentales [9]; y las correspondencias de estas formas dan lugar naturalmente, en diversas circunstancias, a múltiples aplicaciones simbólicas y rituales [10].

Otro caso en el que la relación de estas mismas formas geométricas se pone también en evidencia, es el del simbolismo del «Paraíso terrenal» y de la «Jerusalén celestial», del que ya hemos tenido ocasión de hablar en otra parte [11]; y este caso es particularmente importante desde el punto de vista donde nos colocamos al presente, puesto que se trata precisamente de las dos extremidades del ciclo actual. Ahora bien, la forma del «Paraíso terrenal», que corresponde al comienzo de este ciclo, es circular, mientras que la de la «Jerusalén celestial», que corresponde a su fin, es cuadrada [12]; y el recinto circular del «Paraíso terrenal» no es otra cosa que el corte horizontal del «Huevo del Mundo», es decir, de la forma esférica universal y primordial [13]. Se podría decir que es este mismo círculo el que se cambia finalmente en un cuadrado, puesto que las dos extremidades deben reunirse o más bien (puesto que el ciclo no está nunca realmente cerrado, lo que implicaría una repetición imposible) corresponderse exactamente; la presencia del mismo «Árbol de la Vida» en el centro en los dos casos, indica bien que no se trata en efecto más que de dos estados de una misma cosa; el cuadrado figura aquí el acabamiento de las posibilidades del ciclo, que estaban en germen en el «recinto orgánico» circular del comienzo, y que son entonces fijadas y estabilizadas en un estado en cierto modo definitivo, al menos en relación a este ciclo mismo. Este resultado final puede ser representado también como una «cristalización», lo que responde siempre a la forma cúbica (o cuadrada en su sección plana): se tiene entonces una «ciudad» con un simbolismo mineral, mientras que, en el comienzo, se tenía un «jardín» con un simbolismo vegetal, donde la vegetación representa la elaboración de los gérmenes en la esfera de la asimilación vital [14]. Recordaremos lo que hemos dicho más atrás sobre la inmovilidad del mineral, como imagen del término hacia el que tiende la «solidificación» del mundo; pero hay lugar a agregar que aquí se trata del mineral considerado en un estado ya «transformado» o «sublimado», ya que son piedras preciosas las que figuran en la descripción de la «Jerusalén celestial»; es por eso por lo que la fijación no es realmente definitiva más que en relación al ciclo actual, y, más allá del «punto de detención», esta misma «Jerusalén celestial», en virtud del encadenamiento causal que no admite ninguna discontinuidad efectiva, debe devenir el «Paraíso terrenal» del ciclo futuro, puesto que el comienzo de éste y el fin del que le precede no son propiamente más que un solo y mismo momento visto desde dos lados opuestos [15].

Por ello no es menos verdad, que si uno se limita a la consideración del ciclo actual, llega finalmente un momento en el que la «rueda cesa de girar», y, aquí, como siempre, el simbolismo es perfectamente coherente: en efecto, una rueda es también una figura circular, y, si se deformara de manera de devenir finalmente cuadrada, es evidente que entonces no podría sino detenerse. Es por eso por lo que el momento de que se trata aparece como un «fin del tiempo»; y es entonces cuando, según la tradición hindú, los «doce Soles», brillarán simultáneamente, ya que el tiempo es medido efectivamente por el recorrido del Sol a través de los doce signos del Zodiaco, que constituyen el ciclo anual, y, al estar detenida la rotación, los doce aspectos correspondientes se fundirán por así decir en uno solo, entrando así en la unidad esencial y primordial de su naturaleza común, puesto que no difieren más que bajo la relación de la manifestación cíclica que entonces estará terminada [16]. Por otra parte, el cambio del círculo en un cuadrado equivalente [17], es lo que se designa como la «cuadratura del círculo»; aquellos que declaran que éste es un problema insoluble, aunque ignoran totalmente su significación simbólica, se encuentra que tienen razón de hecho, puesto que esta «cuadratura», entendida en su verdadero sentido, no podrá ser realizada más que en el fin mismo del ciclo [18].

De todo eso resulta también que la «solidificación» del mundo se presenta en cierto modo con un doble sentido: considerada en sí misma, en el curso del ciclo, como la consecuencia de un movimiento descendente hacia la cantidad y la «materialidad», tiene evidentemente una significación «desfavorable» e incluso «siniestra», opuesta a la espiritualidad; pero, por otro lado, por ello no es menos necesaria para preparar, aunque de una manera que se podría decir «negativa», la fijación última de los resultados del ciclo bajo la forma de la «Jerusalén celestial», en la que estos resultados devendrán de inmediato los gérmenes de las posibilidades del ciclo futuro. Únicamente, no hay que decir que, en esta fijación última misma, y para que sea así verdaderamente una restauración del «estado primordial», es menester una intervención inmediata de un principio transcendente, sin lo cual nada podría ser salvado y el «cosmos» se desvanecería pura y simplemente en el «caos»; es está intervención la que produce el «vuelco» final, ya figurado por la «transmutación» del mineral en la «Jerusalén celestial», y que conduce seguidamente a la reaparición del «Paraíso terrenal» en el mundo visible, donde habrá en adelante «nuevos cielos y una nueva tierra», puesto que será el comienzo de otro Manvantara y de la existencia de otra humanidad.

Notas:
[1] Ver El Simbolismo de la Cruz, cap. VI y XX.
[2] Esta misma forma se encuentra también en el comienzo de la existencia embrionaria de cada individuo incluido en este desarrollo cíclico, puesto que el embrión individual (pinda) es el análogo microcósmico de lo que es el «Huevo del Mundo» (Brahmânda) en el orden macrocósmico.
[3] Se puede dar aquí como ejemplo el movimiento de los cuerpos celestes, que no es rigurosamente circular, sino elíptico; la elipse constituye como una primera «especificación» del círculo, por desdoblamiento del centro en dos polos o «focos», según un cierto diámetro que desempeña desde entonces un papel «axial» particular, al mismo tiempo que todos los demás diámetros se diferencian entre sí en cuanto a su longitud. Agregaremos de pasada a este propósito que, puesto que los planetas describen elipses de las que el sol ocupa uno de los focos, uno podría preguntarse a qué corresponde el otro foco; como ahí no se encuentra efectivamente nada corporal, debe haber algo que no puede referirse más que al orden sutil; pero éste no es el lugar de examinar más esta cuestión, que estaría completamente fuera de nuestro tema.
[4] Ver Fabre d´Olivet, La Langue hébraïque testituée.
[5] No es que la tierra, en tanto que elemento, se asimile pura y simplemente al estado sólido como algunos lo creen equivocadamente, sino que ella es más bien el principio mismo de la «solidez».
[6] Por eso es por lo que la forma esférica, según la tradición islámica, se refiere al «Espíritu» (Er-Rûh) o a la luz primordial.
[7] En la Kabbala hebraica, la forma cúbica corresponde, entre las Sephiroth, a Iesod, que es en efecto el «fundamento» (y, si se objetara a este respecto que Iesod no es sin embargo la última Sephirah, sería menester responder a eso que después de ella no hay más que Malkuth, que es propiamente la «sintetización» final en la que todas las cosas son reducidas a un estado que corresponde, a otro nivel, a la unidad principial de Kether); en la constitución sutil de la individualidad humana según la tradición hindú, esta forma se refiere al chakra «básico» o mûlâdhâra; esto está igualmente en relación con los misterios de la Kaaba en la tradición islámica; y, en el simbolismo arquitectónico, el cubo es propiamente la forma de la «primera piedra» de un edificio, es decir, de la «piedra fundamental», puesta en el nivel más bajo, sobre la cual reposará toda la estructura de ese edificio y que asegurará así su estabilidad.
[8] En la geometría plana, se tiene manifiestamente una relación similar considerando los lados del cuadrado como paralelas a dos diámetros rectangulares del círculo, y el simbolismo de esta relación se corresponde directamente con lo que la tradición hermética designa como la «cuadratura del círculo», de la que diremos algunas palabras más adelante.
[9] En algunas figuraciones simbólicas, el compás y la escuadra están colocados respectivamente en las manos de Fo-hi y de su hermana Niu-koua, del mismo modo que, en las figuras alquímicas de Basile Valentin, están colocados en las manos de las dos mitades masculina y femenina del Rebis o Andrógino hermético; se ve por eso que Fo-hi y Niu-koua son en cierto modo asimilados analógicamente, en sus papeles respectivos, al principio esencial o masculino y al principio substancial o femenino de la manifestación.
[10] Es así, por ejemplo, como las vestiduras rituales de los antiguos soberanos, en China, debían ser de forma redonda por arriba y cuadrada por abajo, el soberano representaba entonces el tipo mismo del Hombre (Jen) en su función cósmica, es decir, el tercer término de la «Gran Triada», que ejerce la función de intermediario entre el Cielo y la Tierra y que une en él las potencias del uno y de la otra.
[11] Ver El Rey del Mundo, pp. 128-130 de la ed. francesa, y también El Simbolismo de la Cruz, cap. IX.
[12] Si se aproxima esto a las correspondencias que hemos indicado hace un momento, puede parecer que haya ahí una inversión en el empleo de las dos palabras «celestial» y «terrenal», y, de hecho, aquí no convienen más que bajo una cierta relación: al comienzo del ciclo, este mundo no era tal como es actualmente, y el «Paraíso terrenal» constituía en él la proyección directa, entonces manifestada visiblemente, de la forma propiamente celeste y principial (por lo demás, estaba situado en cierto modo en los confines del cielo y de la tierra, puesto que se dice que tocaba la «esfera de la Luna», es decir, el «primer cielo»); al final, la «Jerusalén celestial» desciende «del cielo a la tierra», y es únicamente al término de este descenso cuando aparece bajo la forma cuadrada, porque entonces el movimiento cíclico se encuentra detenido.
[13] Es bueno destacar que este círculo está dividido por la cruz que forman los cuatro ríos que parten de su centro, y que dan así exactamente la figura de la que hemos hablado cuando señalábamos la relación del círculo y del cuadrado.
[14] Ver El Esoterismo de Dante, pp. 91-92 de la ed. francesa.
[15] Este momento es representado también como el de la «inversión de los polos», o como el día en que «los astros saldrán por Occidente y se pondrán por Oriente», ya que un movimiento de rotación, según se le vea desde un lado o desde el otro, parece efectuarse en dos sentidos contrarios, aunque no sea siempre en realidad más que el mismo movimiento que se continúa desde otro punto de vista, correspondiente a la marcha de un nuevo ciclo.
[16] Ver El Rey del Mundo, p. 48 de la ed. francesa. —Los doce signos del Zodiaco, en lugar de estar dispuestos circularmente, devienen las doce puertas de la «Jerusalén celestial», de las que tres están situadas en cada lado del cuadrado y los «doce Soles» aparecen en el centro de la «ciudad» como los doce frutos del «Árbol de Vida».
[17] Es decir, de la misma superficie si uno se coloca en el punto de vista cuantitativo, pero éste no es más que una expresión completamente exterior de aquello de lo que se trata en realidad.
[18] La fórmula numérica correspondiente es la de la Tétraktys pitagórica: 1+2+3+4 = 10; si se toman los números en sentido inverso: 4+3+2+1, se tienen las proporciones de los cuatro Yugas, cuya suma forma el denario, es decir, el ciclo completo y acabado.


Imagen superior izquieda: Tríptico cerrado del Jardín de las Delicias, La Creación del mundo, pintada por Hieronymus Bosch, El Bosco, siglo XV, alude al tercer día de la creación del mundo donde predominan las formas vegetales y el agua, pero no hay animales ni sol ni luna.

1ª Imagen inferior derecha: Ilustración del Beato de Liébana, siglo VIII, representando la Jerusalén celeste con sus doce puertas orientadas de tres en tres hacia cada punto cardinal.

2ª Imagen inferior derecha: Ilustración de la Kaaba.

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