sábado, 31 de julio de 2010

La Vía espiritual en Masonería; por Alejandro Castillo

Artículo publicado en la Revista Letra y Espíritu, nº 28, Junio de 2010.

Puede resultar un tanto sorprendente, a día de hoy, relacionar espiritualidad y Masonería habida cuenta de que la historia moderna de esa institución, parece más relacionada con actividades de carácter social o político que con cualquier otra finalidad. Todos hemos leído en los medios alguna vez, a representantes de la Orden Masónica hacer alusiones a la construcción de una sociedad más justa, acciones filantrópicas llevadas a cabo por tal o cual Logia u Obediencia masónica y, también, hemos podido leer estudios periodísticos más o menos interesados acerca de la enorme influencia y el gran poder político que, supuestamente y por lo general en la sombra, detenta la Masonería, llegando incluso a darle un papel protagonista en el gobierno de los grandes asuntos mundiales.

Sin embargo, esta percepción es algo muy reciente en la larga historia de lo que hoy en día se denomina Masonería, y que en su origen no era otra cosa que una organización que se reunía y estructuraba a los artesanos constructores. En efecto, la orientación formalmente social de esta institución se produce a partir del siglo XVIII con la creación de la Gran Logia de Londres y Westmister en el 1717, pero su historia nos lleva, según indican los documentos más antiguos, a tiempos inmemoriales, haciéndose remontar su linaje legendario hasta el propio Adán, es decir, al propio origen de nuestra humanidad. Cabe preguntarse entonces cuál fue su papel hasta el siglo XVIII y, más importante aún, qué ha sostenido una organización como esta desde tiempos que se pierden en la historia hasta nuestros días.

Empezaremos señalando que tal como la conocemos hoy día, la masonería es el resultado de la unión en 1813 de la Gran Logia de Londres (también llamada de los Moderns) y la Gran Logia de Masones Libres y Aceptados de Inglaterra (conocida como la de los Anciens o antiguos); hay que decir que estas dos organizaciones habían matenido un fuerte enfrentamiento durante 60 años, debido a que entendían de modo muy distinto lo que debía ser la Masonería. Es un punto importante pues, conocer mínimamente cuáles fueron las causas que abocaron a esta lucha, y para llegar a la raíz, es preciso hacer un poco de historia al respecto. Señalaremos que, a partir del s. XV, las cofradías de constructores, únicas organizaciones encargadas del arte de la edificación de la época, habían iniciado un proceso de degeneración que les llevó a admitir entre sus miembros a personas ajenas al oficio; con el paso de los años esos masones “aceptados” fueron haciéndose cada vez más numerosos y de procedencia más variada (inicialmente parece ser que sólo eran nobles) y el proceso culminó con la fundación en 1717 de una nueva asociación, la ya mencionada Gran Logia de Londres, animada por los pastores protestantes Anderson y Désaguliers, en la cual la mayoría de los miembros ya no eran del oficio, sino “aceptados”, pertenecientes a la aristocracia o la burguesía.

La irrupción de esta organización marca el inicio de una nueva etapa en la historia masónica y supuso una auténtica ruptura con lo que hasta entonces había sido la actividad tradicional de las Logias, que por primera vez dejaron de tener como razón de ser la construcción de edificios según las reglas simbólicas del Arte, proponiéndose objetivos contingentes de orden puramente humano; con el paso de los años, esta forma de ver las cosas, más consonante con la perspectiva profana y desacralizadora que desde el final de la Edad Media se iba abriendo camino en Europa, se fue consolidando y extendiendo por toda Gran Bretaña primero, para extenderse al resto del continente más tarde. No obstante, las graves irregularidades cometidas por sus fundadores (descristianización de los rituales, omisión de plegarias, eliminación de las fiestas de los dos San Juan, destrucción de archivos históricos, etc.), sus intenciones completamente desviadas de la Tradición y una ignorancia manifiesta de los valores que hasta ese momento habían animado la Orden, provocaron una vigorosa reacción de parte de otras Logias que se esforzaban en preservar y transmitir el depósito entregado por sus antecesores que, hay que decirlo claramente, es de origen no humano; consecuencia de ello fue el establecimiento de los Anciens en 1751, cuyas constituciones se publicaron en el año 1755 por Lawrence Dermott bajo el título de Ahiman Rezon, y que conoció un rápido crecimiento. Hasta tal punto llegó la influencia y el peso de esta nueva obediencia que, tras varias décadas de enconado enfrentamiento con los Moderns, en el año 1813 se consiguió un acuerdo por el cual se fusionaban las dos grandes obediencias para formar la Gran Logia Unida de Inglaterra, en la que los Anciens impusieron sus condiciones prácticamente sobre todos los puntos en litigio, restaurando en gran medida el contenido simbólico eliminado por Anderson y Désaguliers. Fue del resultado de esta fusión que derivan la mayoría de obediencias masónicas que han llegado hasta nuestros días.

Así pues, esta nueva asociación se separó de lo que hasta el s. XVII habían sido las cofradías de constructores. Éstas no sólo tenían una finalidad “profesional”, por emplear un término actual, sino que su papel iba mucho más allá del meramente organizativo-social; en realidad la pertenencia a una de ellas suponía asumir toda una forma de vida marcada por un estricto código de conducta y unas obligaciones religiosas ineludibles, hasta tal punto que la habilidad profesional quedaba relegada a un plano secundario y constituía simplemente la consecuencia de una excelencia en el dominio de sí mismo y en último término del conocimiento de la Verdad.

Este último punto puede resultar un tanto sorprendente: ¿qué conexión puede haber entre la maestría en un oficio cualquiera y la integridad del alma de la persona que lo realiza? ¿Por qué la preeminencia de la realización personal de un artesano sobre el resultado de su trabajo? ¿Qué tiene que ver el conocimiento de la Verdad con mayúsculas con la perfección de la obra realizada?

De entrada hay que señalar que la distinción entre arte y oficio es algo completamente reciente, y que antes de la revolución industrial nunca se efectuó en ningún lugar del mundo; esta identidad introduce ya en el término oficio un aspecto netamente cualitativo que lo distingue de cualquier producción actual. Tal como indica René Guénon en el capítulo VIII de su obra El Reino de la Cantidad y los Signos de los Tiempos:


En toda civilización tradicional, como ya hemos dicho frecuentemente, toda
actividad del hombre, sea cual sea, siempre es considerada como derivando
esencialmente de los principios.

Precisamente es esta vinculación al Principio y su naturaleza eminentemente cualitativa lo que da al oficio tradicional una significación de un orden profundo que le permite (de hecho constituye su verdadera razón de ser) servir de soporte para la realización espiritual, es decir, integrar el componente psíquico del ser humano ordenándolo respeto al elemento espiritual del cual depende y del que toma origen.

El oficio o el arte tradicional constituyen una verdadera actividad sagrada que refleja en el plano corporal operaciones análogas en el ámbito psíquico que a su vez se integran en perfecta armonía en el orden espiritual, la individualidad humana al entregarse a esa actividad con la intención correcta se pone en sintonía con el Cosmos (palabra que, recordémoslo, en griego tiene el significado de orden) siendo fiel, o más exactamente, haciéndose uno con la expresión humana de la Inteligencia Suprema, es decir, con el arquetipo humano en su pureza total.

En otras palabras, el desarrollo de un oficio cualquiera en una sociedad tradicional constituye un auténtico rito, como ocurre por otro lado con todas las actividades de una civilización normal que merezca este nombre, una acción que rectifica y ordena el alma de aquel que la lleva a cabo con las debidas disposiciones, y por ello mismo, contribuye al Orden Universal. No obstante, hay que señalar inmediatamente que, para que ello sea así, el individuo ha de reunir una serie de condiciones que le vienen dadas por su propia naturaleza y que van a conformar su función en esta vida; es decir, el verdadero artesano lo es por vocación y nace para ello, de manera que no puede desempañar otro papel en la vida sin que se produzca por ello un grave desequilibrio que repercutirá primero en su salud, y después, en la armonía del conjunto social en el que se integra. No debemos olvidar que las palabras “oficio” y “función” presentan un estrecho parentesco etimológico, de modo que sólo podrá realizar válidamente un oficio tradicional aquel que se encuentra naturalmente dotado para ello, algo que resultaría de pura evidencia si no fuera porque, en nuestros días, parece que cualquier persona puede desempeñar no importa qué trabajo. Resumiendo, podemos afirmar que las realizaciones del arte tradicional son en sí mismas símbolos que reflejan en el mundo corporal una realidad de orden divino, y que por tanto es imprescindible que el artista, antes que activo sea contemplativo de ese Principio que se va a encargar de plasmar físicamente.

Así pues, el autentico oficio apela a las cualidades que hay en el ser humano, constituyendo como una proyección de su propia naturaleza, y de su naturaleza superior debemos decir, lo cual va a posibilitar un avance en su camino para trascender la individualidad, que es precisamente el objeto más elevado y final de la maestría del artesano. Por ello mismo es imprescindible la presencia en el individuo de esos elementos cualitativos que van a servir de soporte al trabajo de carácter iniciático. Se ve fácilmente por tanto, que las estrictas condiciones requeridas a los aspirantes para formar parte de las antiguas cofradías, están bien lejos del corporativismo moderno, tan extendido en nuestros días, bien al contrario basado en una defensa, muchas veces egoísta, de intereses materiales. Así, la selección de miembros de las cofradías obedecía a una cuestión de orden y aseguraba que cada persona desempeñara en la sociedad el papel que por naturaleza le correspondía. Este modo de funcionar permitía que el colectivo social operase de un modo profundamente ordenado, constituyendo un reflejo fiel de la armonía celeste y un auténtico símbolo por sí mismo del Principio divino. Éste es precisamente el modelo que todas las civilizaciones tradicionales se han esforzado por expresar, cada una de ellas según el genio o carácter propio del pueblo que la desarrolló, en todos los tiempos y en cualquier parte del mundo.

En consecuencia, una civilización tradicional (o “normal” podría decirse en propiedad) todas las actividades colectivas o individuales realizadas por los hombres, reflejan a nivel corporal y a nivel psíquico un arquetipo divino que además de asegurar la estabilidad y el equilibrio del individuo y la sociedad, constituye una vía de realización y conocimiento para todos los miembros que la integran, dando a cada uno de ellos en la medida de las posibilidades que posee. No deja de ser curioso constatar, cómo los restos de estas civilizaciones que han llegado hasta nuestros días representan para aquellos que aún no han perdido una cierta sensibilidad, un aspecto eminentemente cualitativo que los distingue muy bien de las producciones en masa, “desalmadas” podríamos decir sin faltar a la verdad, de las sociedades modernas. Comparar una Iglesia románica con un rascacielos o un manuscrito medieval con un libro moderno pone bien de manifiesto aquello a lo que nos queremos referir.

No obstante, uno puede preguntarse con razón qué tienen que ver estas cofradías o guildas de constructores, desaparecidas la gran mayoría en el siglo XVIII, con la Masonería actual. Es evidente que la orden masónica en Occidente y desde hace ya algunos siglos, no tiene entre sus actividades la construcción de edificios, y que relación la Iglesia Católica por ejemplo tampoco es la misma hoy que en la Edad Media precisamente, cuando los monjes, hombres contemplativos por excelencia en la Tradición Cristiana, se encargaban de tutelar y revivificar cuando era necesario las cofradías.

Está claro pues, que en la actual Masonería tal como la conocemos en Occidente es muy distinta de la medieval, pero veremos también que no por ello deja de ser su continuadora legítima, al menos desde un punto de vista “genético”, si se nos permite la expresión, o dicho más exactamente en las palabras del historiador masónico Richard Sandbach, entre estas masonerías, la medieval y la moderna o, si se prefiere, la operativa y la especulativa, se dio “una transmisión apostólica más que una sucesión hereditaria”.

Es decir, el acuerdo entre Anciens y Moderns al que anteriormente hemos hecho referencia, aseguró la transmisión del elemento espiritual vehiculado por la orden de constructores a través de los símbolos y ritos que le eran propios. Es importante dejar claro que, con la pérdida del oficio, se perdía también una forma de vida integral que sacralizaba la existencia y orientaba los espíritus a la certidumbre intelectual de la presencia divina en este mundo y del más allá, entregando la totalidad de la individualidad humana (cuerpo, alma y espíritu) a una actividad que la armonizaba con el Cosmos y la ponía en disposición de alcanzar una compresión profunda, primero de la propia naturaleza, y después de la Verdad que sostiene y da sentido a la manifestación entera. Sin embargo, la restauración operada por los Anciens, a pesar de no recuperar el oficio ya definitivamente perdido, fue una importancia capital, pues permitió que a través de los ritos que aún hoy día se siguen conservando mejor o peor, pero en cualquier caso vivos en la actual Masonería obedencial, vehicular y transmitir la influencia espiritual que alberga la posibilidad de la iluminación interior, de manera que, aunque sólo sea teóricamente, es posible para alguien con las debidas cualificaciones operar intelectualmente con las herramientas simbólicas que se le transmiten, y encarar un camino de realización espiritual enmarcado en un código de comportamiento bien definido. Entendemos que es éste precisamente el gran patrimonio de la Masonería moderna, el que hace falta conservar a toda costa e incluso, liberar de adicciones ilegítimas impulsadas por corrientes de opinión de diverso tipo que en los últimos siglos han circulado en el medio europeo, y que la mayoría de las veces vienen teñidas de racionalismo o sentimentalismo, cuando no de una beligerancia antitradicional, negadora de cualquier idea de transcendencia.

Además, a la herencia del bagaje simbólico ligado al oficio de constructor, la Masonería especulativa añade también el legado de diversas organizaciones iniciáticas de diversa naturaleza, de manera que actualmente se ha convertido en una auténtica Arca tal como la definió en su día Denys Roman, en la que las organizaciones iniciáticas occidentales, antes de desaparecer, han ido depositando en estado germinal elementos simbólicos que consideraron oportuno preservar para un futuro, en el que llegado el caso, pudieran servir como punto de apoyo para una posible restauración. Así tenemos que en los ritos masónicos y sus grados colaterales hallamos símbolos de procedencia pitagórica, hermética, templaria, caballeresca o sacerdotal, ofreciendo un abanico de símbolos de riquezas sorprendente. No obstante, es forzoso insistir inmediatamente una vez más que, en el estado actual de las cosas, este contenido se encuentra en estado latente, germinal, como decíamos más arriba, conteniendo, una serie de posibilidades que sólo podrán expresarse cuando el medio reúna las condiciones adecuadas. En cualquier caso, no cabe duda de que la Institución masónica actualmente en Occidente constituye de entrada una reserva simbólica y, para aquellos que sean receptivos al lenguaje de los símbolos, un medio de educación y conocimiento.

Como se puede ver pues, la función genuina de la Masonería está bien lejos de establecer un poder fáctico para controlar o influir cualquier organización o gobierno, sino que presenta una finalidad mucho más noble e importante, diríamos que casi opuesta a la que acabamos de indicar, pues lejos de buscar el control o la posesión de nada que sea exterior al hombre, su verdadero y legítimo objetivo no es otro que el de dominar primero, y transmutar después, la naturaleza inferior del individuo para devolver su integridad original haciéndole señor de algo que tiene un valor incomparablemente mayor que cualquier posesión que el mundo pueda ofrecerle: su propia alma.





Revista Letra y Espíritu nº 28

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La Vía espiritual en Masonería

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