miércoles, 27 de enero de 2010

El iniciado y la tentación del sueño; por Renato de Lucis

Tomado de:
http://www.tradizioneiniziatica.org/


El del sueño y de los peligros espirituales que representa, es uno de los primeros simbolismos que es dado encontrar en la vida, antes quizá que los simbolismos religiosos en sentido propio. En las fábulas de “Blancanieves” y de la “Bella durmiente del bosque” convertidas en patrimonio común del imaginario de la humanidad a través de la reelaboración cinematográfica de Walt Disney, las heroínas caen adormecidas por la acción de una potencia oscura representada por la bruja malvada, y regresan a la vida por la de una potencia luminosa, representada por el príncipe. Las fábulas, como los cuentos del folklore popular, no son creaciones espontáneas de algunos individuos o de ciertas colectividades, sino que constituyen la supervivencia última de datos tradicionales muy complejos y antiguos, y en eso, como en los significados profundos que celan, bien poco tienen de popular.

En los mitos clásicos y preclásicos, la de la resistencia al sueño es una de las más difíciles pruebas que el iniciado debe superar en su lucha por la conquista de la inmortalidad, una prueba que con frecuencia da en fracaso. Así, Ulises, de regreso de la isla del señor de los vientos, Eolo, como consecuencia de haberse dormido precisamente a la vista de Ítaca, se pierde de nuevo en un peligroso vagar[1]; así, en el mito asirio-babilónico de Gilgamesh el héroe, en su búsqueda de la inmortalidad, arriba a presencia del inmortal Utnapishtim. Es entonces sometido a una prueba consistente en resistir al sueño por seis días y siete noches pero falla: “apenas sentose en el suelo con la cabeza entre las rodillas y el sueño descendió sobre él como un velo de niebla. / Utnapishtim habló entonces a ella, a su mujer: “Mira el gran hombre, que busca la vida, el sueño ha descendido sobre él como un velo de niebla”[2].

Cristo encuentra dormitando a los discípulos a quienes había exhortado a velar con él en el huerto de Getsemaní y así les reprochará “¿Así que no habéis podido velar una hora conmigo?”(Mateo 26, 41). Más allá de la utilización religioso-exotérica que de él se ha hecho, es evidente el alcance esotérico del episodio. Por lo demás, según la tradición islámica, el Cristianismo en el origen no era una religión para todos, como ha devenido luego en Occidente, sino una escuela iniciática para la élite hebrea.

En el ciclo artúrico, el sabio Merlín, tras haberse enamorado de Viviana y haberla enseñado irreflexivamente sus propios secretos mágicos, es adormecido por ella y recluido en una gruta encantada o, según otras versiones del mito, en una encina hueca[3]. En los mitos de la Tabla Redonda Merlín representa el Hombre Primordial espiritual -el Purusha de la tradición hindú- que tiene en sí mismo la sabiduría universal y el control sobre la totalidad de la manifestación cósmica, y que, en una determinada fase del desarrollo cosmológico, se individualiza y “cae”, es decir, se pierde en el aspecto pasivo y substancial o, en términos modernos, “material”, de la manifestación cósmica, a la cual termina por estar sometido. Viviana representa la substancia que soporta la manifestación cósmica- la prakriti de la tradición hindú, que es idéntica a la Hyle de Aristóteles y a la Cora (la muchacha) de Platón- en su aspecto mágico-seductor de Mâyâ-Prakriti[4]. No por causalidad Viviana no es sino la Dama del Lago, la poderosa hada cuya mágica morada nos remite al simbolismo de las aguas. La caída del Hombre Primordial es posible sólo en el aspecto exterior de manifestación en lo múltiple, como tal plural y contingente, no en su realidad eterna, situada en la unidad más allá de todo cambio, y por ello sustraída a toda decadencia. Esto debería dar puntos de reflexión sobre el simbolismo Hirámico del Hombre Primordial, como está presente en el grado de Maestro de los rituales masónicos.

En la existencia cósmica, los hombres individualizados no son más que aspectos dispersos y plurales del hombre primordial caído y desmembrado –como el Purusha de la tradición hindú y Dionisio-Zagreo en la de la Grecia antigua y como tal adormecido y recluido en la cárcel del aspecto substancial, o “material”, de la manifestación cósmica. La operación iniciática del despertar es la de “reunir lo que está disperso”, o sea, concentrar en su solo punto todas las potencias del ser unificándolas[5].

En todas las tradiciones iniciáticas, la condición de consciencia ordinaria del hombre es parangonada con la de aquel que duerme y sueña y, soñando, intercambia la realidad por los aspectos ilusorios del sueño. El esfuerzo del iniciado debería ser el despertarse del sueño de la consciencia ordinaria, para poder finalmente ver la realidad, no como parece en el sueño, sino como es.

El iniciado que se encuentra viviendo en el mundo contemporáneo debe afrontar, como primeros obstáculos que se oponen a su despertar, no hadas seductoras o temibles entidades monstruosas, sino algo mucho más poderoso y temible: el ambiente, con sus condiciones de vida material, con sus reglas sociales opresivas, con relaciones humanas estrictamente vinculantes y falsificadas, impuestas por lazos familiares desacralizados y con un trabajo profano hecho en adelante sólo de asuntos artificiales y muy frecuentemente caracterizadas por un absurdo mecanicismo. El ambiente impone sus propios condicionamientos, además de imponer reglas férreas de supervivencia material, a las cuales pocos pueden escapar, y también a través de su poder de sugestión e ilusión, verdadero y propio poder hipnótico que hace aparecer como aceptable, e incluso como fuertemente deseable, aquello que en realidad no lo es en absoluto.

Lograr comprender la realidad del ambiente como lo que efectivamente es, con sus restricciones unas veces amenazantes y otras veces enmascaradas como fantasmagóricas ilusiones, es la tarea más difícil que se presenta ante el iniciado, o, más generalmente, a cualquiera que advierta la necesidad de recorrer una vía de liberación espiritual. Una tarea así constituye un verdadero y propio trabajo de Hércules, que sólo poquísimos consiguen cumplir hasta el fondo, poniendo así al menos las premisas para pasar del sueño y de los sueños de la condición profana ordinaria a la del real y completo estado de vigilia de la realización iniciática.


Notas:
[1] Homero, Odisea – libro X.
[2] La saga di Gilgamesh, pag. 224, Rusconi, Milano, 1992.
[3] Cfr. Norma Lorre Goodrich, Il mito di Merlino – pag. 203-209, Rusconi, Milano.
[4] Cfr. Dominique Viseux, L’iniziazione cavalleresca nella leggenda di Re Artù, pag.41, Mediterranee, Roma.
[5] Cfr. René Guénon, L’uomo e il suo divenire secondo il Vedanta, pag. 156, Adelphi, Milano.

Imagen: La bella durmiente del bosque o La Alquimia reposando de Louis Cattiaux. Lienzo 73 x 101 - 1941 - Bélgica, col. privada.

miércoles, 20 de enero de 2010

Eckstein, por Ananda K. Coomaraswamy

Capítulo XVIII de ¿Qué es Civilización?

En un libro notable, Consider the lilies, how they grow (Matt. 6:28), publicado por la Pennsylvania German Folklore Society, 1937, Mr. Stoudt, cuya interpretación del arte germano de Pennsylvania se basa enteramente sobre «las manifestaciones históricas de la religión mística» (con un acento especial en Jacob Boehme, Dante, San Bernardo y la Biblia), estuvo intrigado durante mucho tiempo por el motivo del diamante; hasta que al descubrir un pasaje en los escritos de Alexander Mach, donde (de acuerdo con los textos bíblicos que se citan abajo) a «Cristo se le llamaba el Eckstein..., se dio cuenta de que la palabra (germana) para “diamante” era la misma que para “piedra de esquina” (p. 76). El emblema aparece en estufas calientaplatos, y en relación con esto Mr. Stoudt cita apropiadamente la instrucción de Clemente de Alejandría a los primeros cristianos al efecto de que colocaran los símbolos aceptados de Cristo en sus utensilios domésticos.

Hasta aquí, bien. Sin embargo, nosotros podemos seguir adelante, e indagar en cuales sentidos a Cristo se le llama a la vez «diamante» y «piedra de esquina», o más literalmente «piedra angular»[1]. En Salmos 118:22 = San Mateo 21:42 = San Lucas 22:17, tenemos «La piedra que los constructores desecharon, la misma ha devenido la cabeza del ángulo» (κεφαλἠν γωνιάς, caput anguli); en Efesios 2:20, «Él mismo es la piedra angular principal» (ὀντος ὰκρογοναίον ὰυτου χρισου Ἰνσου, ipso summo angulari lapide Christo Jesu), y el texto prosigue: «en quien cada edificio separado y exactamente ensamblado (συναρμοδογομένη, constructa = sánscrito saṁskṛta) crece como un templo sagrado (είς ναὸν αγιον) en el Señor, en quien vosotros también sois edificados juntos (coedificamini) como una edificación de Dios en el Espíritu (ἐν Πνεύματι= sánscrito ātmani)». La intención evidente del texto es describir a Cristo como el único principio del cual depende la totalidad del edificio de la Iglesia. Ahora bien, el principio de algo no es una de sus partes, ni está dentro de ellas, ni es tampoco una totalidad de ellas, sino eso en lo que todas las partes se reducen a una unidad sin composición. La figura es paralela a la de los miembros del Cuerpo Místico de Cristo. Pero, por muy importante que sea, una «piedra angular», en el sentido aceptado de una piedra situada en la esquina de un edificio, aunque se trate de la esquina más elevada, es sólo uno de cuatro soportes iguales; así pues, en toda lógica, nosotros no podemos hablar de la piedra angular; y por su parte, cada una de las piedras angulares, en lugar de ser el principio dominante del edificio, más bien lo refleja. Aquí comenzamos a sospechar que el significado de «piedra angular» puede no haberse comprendido; es decir, que eso en lo que los hombres están «todos ensamblados» no puede considerarse como una piedra angular en el sentido de una piedra situada en la esquina o el ángulo del edificio.

Para saber lo que se entiende por las expresiones evidentemente equivalentes de «cabeza del ángulo» y «(piedra) angular principal», debemos preguntarnos primero lo que se entiende por «ángulo» o «(piedra) angular». Hablar de una «esquina» elude la cuestión porque, para nosotros, una esquina es siempre una de varias esquinas, lo más habitual una de cuatro; «ángulo», que puede implicar la esquina o la cima de un edificio o de un frontón, es intencionalmente ambiguo. Γωνία puede referirse a la posición, por ejemplo en un ángulo, o a la figura, por ejemplo en un «polígono», o cuando significa el «cortaaguas de un puente». Γωνία es aquello que es prominente o que sobresale, y se usa metafóricamente en este sentido en la versión bíblica de los Setenta (I. Samuel 14:38): «todos los jefes del pueblo», en la versión de la Vulgata angulos populorum; la palabra hebrea que se traduce por ángulos es pinnāp, plural de pinnoth. El inglés «quoin» o «coign», que es el equivalente etimológico de γωνία , puede ser una piedra angular sin importar el nivel, o puede ser un caballete, según el contexto[2].

Las palabras que significan «ángulo» o «angular» se combinan con otras que significan «cabeza» y «extremidad». Κεφαλἠ, «cabeza», y arquitectónicamente «capitel», sólo puede aplicarse a lo que forma la cima de algo. Ἅκρος implica extremidad[3], en cualquier dirección que sea, como en «acrolíthico», una estatua cuyas extremidades, cabeza, manos y pies, son de piedra, pero a menudo con referencia especial a la cima o la parte más alta, como en «acropolis». Ἀκροτήριον es el pedestal para una figura u otro terminal en la cima o en las esquinas de un frontón o sobre un caballete (o a veces se refiere al pedestal y a la figura juntos). En el caso de una estructura de piedra, tal pedestal o terminal podría haberse llamado propiamente un ἀκρογωνιαῐος λίθος.

¿Cuál era la figura del edificio implícito o dado por hecho en nuestros textos? Sería conveniente pensar en un edificio adomado o de techo como de tienda, pero es más plausible un edificio rectangular con un techo en pico, en vista de la probable derivación de la forma del templo de Salomón a partir de la del Tabernáculo, que era también la forma tradicional del Arca. La terminación en ángulo de un tal edificio expresa su esencia en proyección vertical. Si ahora igualamos ἀκρογωνιαῐος λίθος con ακροτήριον, será ciertamente a la piedra angular superior, y no a ninguna de las piedras angulares laterales, a la que Cristo habría sido comparado. Ciertamente, Él es la cima del techo. Por consiguiente, nuestro punto de vista es que el significado real del texto podría traducirse mejor «ha devenido la piedra clave del arco», o «la clave de la bóveda». En otras palabras, nosotros le vemos en esa posición de la cima de un domo que, en la arquitectura cristiana, la ocupa regularmente la figura del Pantokrator o un monograma correspondiente o un símbolo solar, o incluso un «ojo» arquitectónico sobremontado por una «linterna»[4]. Él es la piedra clave, la piedra del caballete, o la clave de bóveda de la estructura cósmica que es también su «Cuerpo Místico», monumento y lugar de morada, y del cual el hombre individual es una analogía microcósmica.

Ahora podemos llamar la atención ventajosamente hacia algunos paralelos orientales que resultan más bien admirables. En Jātaka I.1.200-1 y Dhammapada Atthakathā I.269 se está construyendo una «sala de reposo» (vissamana-śālā)[5]. El edificio no puede hacerse de madera verde, sino sólo de madera seca. La mujer Sudhammā, «Virtud Perfecta», ha preparado de antemano una clave de bóveda de madera seca. Los constructores, que quieren retener para sí mismos el mérito de la obra, se ven obligados a usar este kaṇṇika contra su voluntad: el palacio celestial, pues tal es en último análisis la «sala de reposo», no puede completarse de otra manera. La clave de bóveda de madera dura que los constructores habían rechazado deviene la piedra clave del techo. Debido al hecho de que Sudhammā ha aportado el elemento que corona la estructura, se da su nombre a la sala de reposo misma[6]. El nombre sudhammā es manifiestamente el de un principio, y es idéntico en significado con el kusalā-dhammā («poderes eficientes de la consciencia», es decir, «virtudes perfectas», pero no exclusivamente en un sentido ético) de milindapañha 38 como se cita en el párrafo siguiente.

Como hemos mostrado en otra parte, la clave de bóveda es la pieza maestra del techo, como el techo mismo es la característica esencial del edificio, que es sobre todo un hogar[7]. Así pues, la clave de bóveda o, en algunos casos, el caballete, deviene acordemente el tema de numerosas parábolas, por ejemplo Milindapañha 38 «De la misma manera que las vigas de un edificio de techo de cuchillo van hacia la cima, se sostienen en la cima y se juntan (samosaraṇā) en la cima, y a esta cima se la reconoce como la sumidad (agga = agra) de todo, así todos y cada uno de los poderes eficientes de la consciencia (kusalā dhammā )[8] se aúnan (samādhi, etimológica y semánticamente «síntesis») en su cabeza (pamukha), se sostienen y tienden hacia el aunamiento», o, en los términos de otra comparación, como las cuatro alas de un ejército se relacionan con el rey, rodeándole y dependiendo de él como su cabeza.

Vista desde abajo, nuestra clave pende de la bóveda del techo, aunque evidentemente, no está soportada desde abajo, sino que es más bien, virtualmente, el capitel de un pilar central; de la misma manera que el poste de un cuchillo, aunque soportado por una viga travesera, es virtualmente la parte superior de una columna que se extiende hacia abajo y que es soportada por el suelo. El pilar central implícito así puede compararse al poste central de una tienda o al mango de un parasol; la equivalencia del techo con el parasol es explícita. Un tal pilar central corresponde también al tronco del Árbol de la Vida y al poste vertical de la Cruz, griego stauros, sánscrito skambha; y es el principio central de toda la construcción, que parte desde él hacia abajo y que vuelve a él por arriba, como puede verse rápidamente si consideramos un edificio en su aspecto más simple, que es el de un tepee o una pirámide. El empleo efectivo de este pilar central está implícito en una forma más antigua de la parábola citada arriba, a saber, en Aitareya Āraṇyaka III.2.1, donde «De la misma manera que todas las demás vigas (vaṁśa, literalmente «bambú») se unifican (samāhitāḥ) en la viga central de la sala (śālā-vaṁśa), así están unificados en este Soplo (pāṇa) los poderes (indriyāṇi) del ojo, el oído y la mente, el cuerpo y la totalidad del Sí mismo (sarva ātmā)». Como es usual, aquí el «Soplo» se refiere al Brahman y al Ātman, es decir, al Espíritu[9].

El edificio mismo es el cosmos en una semejanza, y por consiguiente una semejanza del cuerpo» del Hombre cósmico (lokāvatī, Maitri Upaniṣad VI.6), a saber, el «cuerpo místico» de Cristo «del cual vosotros sois miembros»[10]: la clave de bóveda en la que se encuentran las vigas (como se encuentran en un punto los ángulos de una pirámide, o las varillas de un parasol, o los radios de un círculo), es el Sol de los Hombres (sūryo nṛn Ṛg Veda Saṁhitā I.146.4), el «loto único del cielo» (Bṛhadāraṇyaka Upaniṣad VI.3.6). El pilar expreso o implícito, en torno al cual se construye todo el edificio, con sus cuatro esquinas o cuadrantes (representados a veces por otros pilares), es el centro o el «corazón»[11] del edificio en cualquier piso, círculo (cakra, loka) o nivel de referencia (por muchos niveles que pueda haber): y, cósmicamente, es el pilar del Sol[12] que se extiende desde el centro del cielo hasta el ombligo de la tierra, y el pilar del Fuego que se extiende inversamente desde el ombligo de la tierra hasta el centro del cielo; y es igualmente el «pilar de la vida en el punto de separación y de encuentro de las vías» (Ṛg Veda Saṁhitā V.5.6, V.139.3, etc.), el Branstock o tronco ígneo del Árbol de la Vida y de la Zarza Ardiente, el Dardo de Luz o el Rayo que separa y une a la vez el cielo y la tierra, y con el que el Dragón fue herido en el comienzo, y el tronco vertical de la Cruz de Luz —stauros y skambha. En este pilar omniforme, que se extiende desde el piso hasta el techo del cosmos, existen todas las cosas en una sola forma, a saber, la forma única que es la forma de cosas muy diferentes: «Ahí es inherente este todo, ahí todo lo que se mueve, todo lo que respira… que, concurrentemente (sambhūya, «ensamblado», «combinado», etc.), es un único» (ekma eva, Ṛg Veda Saṁhitā V.8.7-11) corresponde a Efesios 2:20 «en quien vosotros también sois edificados juntos», y a los Hechos apócrifos de Juan, 98-99: «una cruz de luz levantada, en la cual había una forma y una semejanza, y en ella otra multitud de formas diversas… Esta cruz, entonces, es la que mantenía fijadas todas las cosas aparte y la que juntaba todas las cosas a sí misma… y la que también, siendo una, fluía dentro de todas las cosas». El hecho de que el Vajra, en tanto que «rayo», coincida con el Skambha, en tanto que Axis Mundi, es una doctrina cuyo similar puede reconocerse en Heráclito XXXVII, «el rayo (κεραυνός) gobierna (οἰακίζει) todas las cosas», o —como podría haberse dicho también— οίκίζει, «construye todas las cosas»[13].

La «cabeza» de este pilar es la Faz de Dios, solar y presenciadora del hombre (nṛ-cakṣus), el sol omnisciente y omniforme, que es también el espíritu cuyo beso dota de ser a todas las cosas (Śatapatha Brāhmaṇa VII.3.2.12-13), y que conecta a todas las cosas a sí mismo en una única con-spiración. Además, su Orbe no es sólo la clave de bóveda del cosmos, sino la puerta de los mundos, a cuyo través uno se libera enteramente, saliendo del cosmos —«Ningún hombre va al padre salvo por mí… Yo soy la vía… Yo soy la puerta» (San Juan 14:6 y 10:9). Arquitectónicamente, la «cabeza del ángulo» es nuestra clave de bóveda, piedra de caballete, y acrótero, es decir, el capitel de un pilar axial, que es realmente un pilar de luz pneumática, y que, si no está realizado estructuralmente, por ello no está menos presente idealmente. Macrocósmicamente, esta «cabeza del ángulo» es el Sol en el cenit; y quienquiera que vuelve a este Sol, a saber, a la Verdad, como igual a igual, por una ablatio omnis alteritatis[14], deviene un Movedor a voluntad y para él es «día para siempre».

En diferentes países, la piedra o el metal más duro y más brillante que se conoce, ha sido el símbolo de la indestructibilidad, de la invulnerabilidad, de la estabilidad, de la luz y de la inmortalidad. En este sentido, el indio de Norteamérica conserva hasta este día lo que era ya probablemente un uso paleolítico del «sílex»[15]; el piramidion egipcio estaba hecho de granito «pulido como un espejo»; el adamante (diamante) del mundo clásico era probablemente de origen indio; los chinos tenían su jade, pero con el budismo derivaron también de la India los valores simbólicos del vajra, que tradujeron por el carácter chin (Giles 2032) cuyo valor principal es metal, especialmente oro, y también arma.

El sánscrito vajra no es sólo el relámpago, el rayo, el dardo, o la lanza con la que Indra hirió al Dragón en el comienzo, y el Axis Mundi y el Pilar Sacrificial, skambha y stauróς (sánscrito shtāvaraḥ, «firme»), sino también «diamante», y en este último sentido con referencia especial a las cualidades de dureza, de indestructibilidad, y de brillo intelectual. Tenemos, por ejemplo, expresiones tales como vajrâsana, «trono de diamante»[16] (sobre el que se han sentado en el Ombligo de la Tierra el Buddha y todos los Munis precedentes), y vajra-kāya, «cuerpo de diamante», un cuerpo de luz inmortal. El sánscrito aśri, ángulo, esquina, y aṁśa, parte, esquina, filo, punta, etc. se relacionan con ἄκρος, acer y acies[17]. Del vajra, como arma o poste sacrificial, se dice constantemente que es «angular», por ejemplo, «de cuatro filos» (catur-aśri) en Ṛg Veda Saṁhitā IV.22.2; en Aitareya Brāhmaṇa II.1 y Kausitakī Brāhmaṇa X.1 se identifican el poste sacrificial (yūpa = σταυρός) y el rayo (vajra), y tanto a uno como al otro se les hace que sean «de ocho ángulos» (aṣṭaśri )[18]. Es evidente que el vajra, como «adamante» o diamante, es una piedra que tiene naturalmente ocho ángulos. De la misma manera, el pali attaṅsa, «de ocho filos», es a la vez «diamante», y «pilar», típicamente de un palacio celestial (para referencias ver PTS, Pali Dictionary, s.v.). El chino pin (japonés kongō, sánscrito vajra), en combinación con otro caracteres, nos da expresiones tales como «corneja de oro» (el Sol), y «pivot o eje de diamante» (la Luna). El carácter para «eje», shu (Giles 10092) implica también «centro», y todo lo que es fundamental: t’ien shu es el polo o eje sobre el que gira el cielo; shu yü (Giles 13626) es el poder que controla, la mente que guía, ήγεμών. Sin adentrarnos más en el análisis de estas expresiones, será suficientemente evidente que el complejo de ideas en el que están inseparablemente conectadas las nociones de la cualidad adamantina y del eje polar o solar del universo es una parte esencial de una tradición universal y extensamente distribuida, a la luz de la cual deben considerarse las frases bíblicas examinadas arriba.

Concluiremos con una referencia a la noción de una piedra de esquina o piedra angular que es también una extremidad en los términos de la arquitectura egipcia. Ninguna unidad arquitectónica que pueda considerarse sería más apropiada que un piramidión (el miembro que corona una pirámide) a la frase «cabeza del ángulo», o simplemente «ángulo», como se usa en OT. para significar caudillo o líder. Los piramidia de Weserka-ra (décima dinastía) y de Amenemhat III (duodécima dinastía) se describen en Ann. du Service des Antiquités XXX, 105 sigs., y III, 206 sigs. La característica de estos piramidia es su simbolismo solar. Del primero, «una gran punta de pirámide de granito negro», se nos dice que «En lo alto de cada una de sus caras, el disco solar extiende sus alas protectoras», donde los cuatro símbolos solares son los de las «divinidades de los cuatro puntos cardinales, a saber, Ra, Ptah, Anubis y los astros nocturnos». El segundo «está tallado con una regularidad singular y ha sido pulido como un espejo… La faz está ocupada por un bello disco alado flanqueado por dos Uraeus; entre las dos alas hay grabado un grupo formado… de los dos ojos, de los tres laudes y del disco no alado» (en cuyo centro se marca el centro del círculo): «Cada cara, que responde a una de las casas del mundo, está consagrada a la divinidad que protege esa casa». Aquí se reconocerá inmediatamente la disposición normal de un punto central, rodeado por cuatro guardianes de los cuatro cuadrantes. Las leyendas grabadas en las cuatro caras del piramidión son diálogos entre el decedido o su sacerdote y las deidades guardianas de las «casas» respectivas: en el Este, por ejemplo, «“Ábrase la faz del rey Nimārī (nombre del rey como hijo de Ra, el Sol) para que dé al rey Amenemhaît levantarse como dios señor de la Eternidad e indestructible”. Así habla el sacerdote, y el dios Harmakhis, guardián de la casa este responde, “Harmakhis ha dicho: yo he dado el horizonte excelente al rey del sur y del norte que toma la herencia de las dos tierras” —aquí se dirige directamente al rey— “para que tú te unas a él; así me ha complacido”. Y el horizonte toma la palabra a su vez. “El horizonte ha dicho que tú te reposes en él; así me ha complacido”». Y similarmente en las otras casas.

A esto debe agregarse que el jeroglífico del «piramidión», bnbn.t (también la «punta de un obelisco»), en la combinación bnbn.tj deviene un epíteto del Dios Sol, «Él, del piramidión»[19].

El rey decedido es aceptado así al mismo tiempo por las cuatro caras o el cuádruple aspecto[20] del Sol, y se identifica con el Sol, mientras que los dos reinos, el norte y el sur, son analógicamente el Cielo y la Tierra, cuya herencia recibe; la pirámide misma, que no representa meramente la tumba, sino al mismo tiempo la incorporación cósmica o el lugar de morada del rey resucitado, deviene ahora un miembro del «cuerpo místico» del Sol. Como se podría decir, el apex de la pirámide, que es también el Sol, es arquitectónicamente el único principio en el que todo el resto del edificio se edifica y que existe más eminentemente. Si bnbn.t es también la «punta de un obelisco», que corresponde al «Pilar del Sol» de otras tradiciones, a este pilar puede decirse que lo representa el espigón que se proyecta desde la superficie de la base del piramidión y que lo sostiene firmemente cuando está en su sitio. Ahora bien, si Cristo es el «ángulo» o la «cabeza del ángulo», es evidente que, en la fraseología arquitectónica egipcia, esto podría haberse expresado diciendo que «ha devenido el bnbn.t» en lugar de «ha devenido la cabeza del ángulo». No es absolutamente imposible que la expresión hebrea misma fuera finalmente de origen egipcio, y que así deba restaurarse.

Notas:

[1] Cf. Wynkyn de Worde, Pilgr. Perf.. 183, «El diamante más precioso para la humanidad, tu dulce hijo Jesús».

[2] De la misma manera que en la arquitectura característica de Orissa, donde la forma āmalaka se repite como una piedra de esquina en los diferentes niveles de la elevada torre y también forma la piedra del caballete; las piedras de esquina son realmente cuartos de āmalaka, y sólo la piedra de la cima (la clave de la bóveda) exhibe la forma entera. El āmalaka de la cima es aquí, ciertamente, la «cabeza del ángulo», a la vez en tanto que los cuatro ángulos de la torre convergen hacia ella, y en tanto que la forma de los ángulos subsiste en ella más eminentemente, al mismo tiempo más plenamente y en un nivel de referencia más alto. Para un ejemplo ver mi History of Indian an Indonesian Art, Fig. 216.

[3] El sánscrito agra es generalmente «cima», pero también puede significar «extremidad» en cualquier dirección; metafóricamente es también «anterior», «primero», etc.

[4] Ver mi «Symbolism of the Dome». Se hace mención especial al hecho de que la clave de bóveda está «perforada»: no puede caber duda de que es el equivalente arquitectónico de la Puerta del Sol a cuyo través uno se libera enteramente; la «perforación» es el «ojo» del domo celeste, o, en otras palabras, el Sol; «Yo soy la puerta, si un hombre entra por mí, será salvado», etc. (San Juan 14:9).

[5] Cf. vissama-ṭṭhāna en Saṁyutta Nikāya I.201, Comm., y vissametu (causativo), en Jātaka III.36 donde el patrón «da reposo» a los viajeros fatigados. «Venid a mí todos los que estáis fatigados y cargados, que yo os daré reposo… Cuan a menudo quise reunir a tus hijos juntos» (San Mateo 11:28 y 23:37). La raíz es vi-śram, «cesar de faenar». La significación anagógica es evidente; pues es precisamente el Wayfarer (parivrājaka, carṣaṇi) el que «trabaja» (śramati), y de aquí la designación usual del monje, del asceta, del mendicante, etc., como un «Afanado» (śramaṇa). La Casa del Reposo en el fin de la vía, en el fin del mundo, donde se descarga el fardo, es entonces viśramaṇa en el sentido de que quienquiera que entra allí ya no es un «Afanado», ya no está bajo la regla, sino enteramente «liberado» (de sí mismo). Y de la misma manera que el sacrificador en el rito védico, al «edificar» a Agni, está edificando para sí mismo al mismo tiempo un «cuerpo de luz», así, quienquiera que como Sudhammā «edifica» una casa de reposo, está edificando al mismo tiempo la mansión celestial, y atesorando un tesoro en el cielo:

Se estaba edificando una casa, y vuestros amargos suspiros

Llegaban aquí como melodías de ayuda a la faena,

Y en el mortero de nuestro muro construido de gemas

Vuestras lágrimas se mezclaban en mitad de la subida y la bajada

De paletas de oro que cantaban en las manos

De constructores reunidos de todas las tierras.

— ¿Está la casa acabada? No, ven y ayuda a construir…

(William Morris)

[6] Sudhammā es en realidad la esposa de Magha (el Indra solar), en el mismo sentido en que la Iglesia es la esposa de Cristo, y el Sudhammā Devasabhā (del cual hay una representación en relieve en Bharhut, ver Cunningham, Stupa of Bharhut, Lám. XVI) es el palacio de Indra y análogo a la sala de reposo para la que «Virtud Perfecta» proporciona la clave de bóveda.

[7] Un hogar material lo necesitan sólo aquellos que están «bajo el sol». La liberación, que es una salida del cosmos por la Puerta del Sol, se describe a menudo como un paso a través de la clave de bóveda, y al Buddha, en tanto que se libera así, a menudo se le llama vivaṭa-chado, «aquel cuyo techo ha sido abierto»; de lo cual, además, el abandono de la vida hogareña y la adopción de la vida al aire libre de un «errante» es ya una prefiguración.

[8] Estos poderes de la consciencia, o virtudes o actos del intelecto práctico (colectivamente dhammā, aquí casi equivalentes a indriyāṇi, prāṇāḥ, y a devāḥ) son «el contacto (de sujeto con objeto), la sensibilidad, el reconocimiento, la voluntad, el conocimiento, el consejo y el hábito» (phassā, vedanā, saññā, cetanā, viññāna, vitakka, vicāra). Cuando éstos se han unificado (ekatobhavā), su operación ya no implica un secuencia temporal de actos, sino que deviene un único acto de ser (Milindapañha 63).

[9] Para un examen detallado de los símbolos arquitectónicos que se tratan en los párrafos precedentes ver mi «Symbolism of the Dome» (loc. cit), «Uṣṇīṣa y Chatra» (Poona Orientalist, III, 1938, «Inverted Tree», y «Svayamātṛṇṇā: Janua Coeli». René Guénon, «Le symbolisme du dôme» y «Le dôme et la roue», Études traditionelles, XLIII, 1938, y P. Mus, Barabaḍur, partes IV y V.

[10] Cf. Muṇḍaka Upaniṣad II.1.4 «El Fuego es su cabeza; Sus ojos, la luna y el sol; las direcciones son Sus oídos; Su voz es los Vedas revelados; el viento es Su soplo; Su corazón es el todo; de Sus pies proviene la tierra; Él es ciertamente el Espíritu inmanente en cada ser» (sarvabhūtântarâtma).

[11] El pilar axial de una pagoda (stūpa) japonesa, a cuyo alrededor se enrolla una escalera en espiral, se llama efectivamente el «pilar del corazón» (shinbashira) y así se distingue de los cuatro «pilares guardianes» (shitēn-bhasira) de las «esquinas».

[12] Aitareya Brāhmaṇa V.28.1, ādityaḥ yūpaḥ pṛthrivī vediḥ. Aitareya Brāhmaṇa II.1, vajro vai yūpa.

[13] Para el skambha, el Axis Mundi, en tanto que el Brahman, y única forma de todas las cosas, ver la totalidad de Atharva Veda Saṁhitā X.7 y 8. La doctrina es de una importancia fundamental para toda la ontología védica.

[14] Para Nicolás de Cusa, la condición de la filiatio y de la theosis se define así. Cf. «Si un hombre viene a mí y no odia…, y a su propia alma también, no puede ser mi discípulo» (San Lucas 14:26); «La palabra de Dios… penetra hasta la separación entre el alma y el espíritu» (Hebreos 4:12, cf. Dionisio, De div. nom. IX.3). «Quienquiera que se une a Dios deviene un espíritu con él» (I Corintios 6:27).

[15] La concepción navajo de la «armadura de sílex» es el equivalente de Milton «armado en una roca de diamante» (Paradise Lost VI.364), y del vajra-kāya budista.

[16] «Como una roca de Diamante, por siempre inmutable» (Spenser, Fairy Queen I.6.4). Para los valores de vajra ver también mi Elements of Buddhist Iconography, 1935, págs. 14-15.

[17] De las palabras indias (pali) kūṭa y kaṇṇika que denotan la cima o la clave de bóveda de una casa en la que convergen las vigas, la primera es de la raíz kūṭ, combarse (desde un ángulo), de donde también kūṭi (cf. el inglés «cot» y «hut»), una casa pequeña con un techo en pico o en domo, o incluso un amplio templete con una espiral; y la segunda es un diminutivo de kaṇṇa (sánscrito karṇa), cuyo significado primario es «esquina», en relación tanto con aśri, etc. como con śṛṅga, «cuerno» y arquitectónicamente «espiral». Así, el kaṇṇika (la «clave de bóveda») rechazado por los constructores en la historia de Sudhamma, sería casi literalmente «piedra angular» a no ser por el hecho de que no está hecho de piedra sino de madera seca; por supuesto, el simbolismo no es afectado por este accidente material.

[18] En el uso arquitectónico indio, los pilares son típicamente (aunque no siempre es así) al mismo tiempo de cuatro y de ocho ángulos, es decir, de sección cuadrada arriba y abajo, y a veces también en el medio, y el resto achaflanado de manera que muestra una sección octogonal.

[19] Cf. también en Grecia, «este antiguo aspecto del Dios Sol como un pilar piramidal», Arthur Evans, «Mycenean Tree and Pillar-cult», Journal of Hellenic Studies, 1901, p. 173.

[20] Sobre la significación última de las cuatro caras de Dios ver P. Mus, «Has Brahmā four faces?» en Journal of the Indian Society of Oriental Art, V (1937).


Sobre la Glorificación del Trabajo, por René Guénon

«[...] Mas, ¡ay!, nuestro linaje vaga en la noche, vive como en el Orco,
sin lo divino. Ocupados únicamente en sus propios afanes,
cada cual sólo se oye a sí mismo en el agitado taller,
y mucho trabajan los bárbaros con brazo poderoso,
sin descanso, mas, por mucho que se afanen, queda infructuoso,
como las Furias, el esfuerzo de los míseros. [...]»

El Archipiélago
Friederich Hölderlin



Capítulo X de Iniciación y Realización Espiritual (1952)

     Está de moda, en nuestra época, exaltar el trabajo, cualquiera que sea y de cualquier manera que se haga, como si tuviera un valor eminente por sí mismo e independientemente de toda consideración de un orden diferente; es el tema de innumerables declamaciones tan vacías como pomposas, y eso no solo en el mundo profano, sino incluso, lo que es más grave, en las organizaciones iniciáticas que subsisten en occidente[1]. Es fácil comprender que esta manera de considerar las cosas se relaciona directamente con la necesidad exagerada de acción que es característica de los occidentales modernos; en efecto, el trabajo, al menos cuando se considera así, no es evidentemente otra cosa que una forma de la acción, y una forma a la que, por otra parte, el prejuicio «moralista» arrastra a atribuir todavía mayor importancia que a toda otra, porque es la que se presta mejor a ser presentada como constituyendo un «deber» para el hombre y como contribuyendo a asegurar su «dignidad»[2]. A ello se agrega, lo más frecuentemente, una intención claramente antitradicional, a saber, la de despreciar la contemplación, que se quiere asimilar a la «ociosidad», mientras que, antes al contrario, la contemplación es en realidad la actividad más alta concebible, y cuando, además, la acción separada de la contemplación no puede ser más que ciega y desordenada[3]. Todo eso no se explica sino harto fácilmente en el caso de hombres que declaran, y sin duda sinceramente, que «su felicidad consiste en la acción misma»[4], y diríamos de buena gana en la agitación, puesto que, cuando la acción se toma así por un fin en sí misma, y cualesquiera que sean los pretextos «moralistas» que se invoquen para justificarla, no es verdaderamente nada más que eso.

     Contrariamente a lo que piensan los modernos, no importa cuál trabajo, hecho indistintamente por no importa quién, y únicamente por el placer de actuar o por necesidad de «ganarse la vida», no merece ser exaltado de ninguna manera, y ni siquiera puede ser considerado más que como una cosa anormal, opuesta al orden que debería regir las instituciones humanas, hasta tal punto que, en las condiciones de nuestra época, ocurre muy frecuentemente que el trabajo llega a tomar un carácter que, sin ninguna exageración, se podría calificar de «infrahumano». Lo que nuestros contemporáneos parecen ignorar completamente, es que un trabajo no es realmente válido más que si es conforme a la naturaleza misma del ser que lo hace, si se resulta de ella de una manera en cierto modo espontánea y necesaria, de suerte que no es para esa naturaleza otra cosa que el medio de realizarse tan perfectamente como es posible. En suma, esa es la noción misma del swadharma, que es el verdadero fundamento de la institución de las castas, sobre la cual hemos insistido suficientemente en muchas otras ocasiones como para poder contentarnos con recordarla aquí sin extendernos más en ella. A propósito de esto, se puede pensar también aquí en lo que dice Aristóteles del cumplimiento por cada ser de su «acto propio», por el cual es menester entender a la vez el ejercicio de una actividad conforme a su naturaleza y, como consecuencia inmediata de esta actividad, el paso de la «potencia» al «acto» de las posibilidades que están comprendidas en esa naturaleza. En otros términos, para que un trabajo, de cualquier género que sea, sea lo que debe ser, es menester ante todo que corresponda en el hombre a una «vocación», en el sentido más propio de esta palabra[5]; Y, cuando ello es así, el provecho material que puede sacarse legítimamente de él no aparece sino como un fin completamente secundario y contingente, por no decir incluso desdeñable frente a otro fin superior, que es el desarrollo y como el acabamiento «en acto» de la naturaleza misma del ser humano.

     No hay que señalar que lo que acabamos de decir constituye una de las bases esenciales de toda iniciación de oficio, puesto que la «vocación» correspondiente es una de las cualificaciones requeridas para una tal iniciación, e incluso, podría decirse, que es la primera y la más indispensable de todas[6]. Sin embargo, hay todavía otra cosa sobre la que conviene insistir, sobre todo desde el punto de vista iniciático, pues es eso lo que da al trabajo, considerado según su noción tradicional, su significación más profunda y su alcance más alto, que rebasa la consideración de la naturaleza humana solo para vincularla al orden cósmico mismo, y por ahí, de la manera más directa, a los principios universales. Para comprenderlo, se puede partir de la definición del arte como «la imitación de la naturaleza en su modo de operación»[7], es decir, de la naturaleza como causa (Natura naturans), y no como efecto (Natura naturata); en efecto, desde el punto de vista tradicional no hay ninguna distinción que hacer entre arte y oficio, como tampoco entre artista y artesano, y ese es también un punto sobre el cual ya hemos tenido la ocasión de explicarnos; todo lo que es producido «conformemente al orden» merece ser considerado por eso mismo, y al mismo título, como una obra de arte[8]. Todas las tradiciones insisten sobre la analogía que existe entre los artesanos humanos y el Artesano divino, puesto que tanto los unos como el otro operan «por un verbo concebido en el intelecto», lo que, lo anotamos de pasada, marca tan claramente como es posible el papel de la contemplación como condición previa y necesaria de la producción de toda obra de arte; y esa es también una diferencia esencial con la concepción profana del trabajo, que lo reduce a no ser sino acción pura y simple, como lo decíamos más atrás, y que pretende oponerlo incluso a la contemplación. Según la expresión de los Libros hindúes, «debemos construir como los Dêvas lo hicieron en el comienzo»; esto, que se entiende naturalmente del ejercicio de todos los oficios dignos de este nombre, implica que el trabajo tiene un carácter propiamente ritual, como deben tenerlo por lo demás todas las cosas en una civilización integralmente tradicional; y no es solo este carácter ritual el que asegura esta «conformidad al orden» de la cual hablábamos hace un momento, sino que se puede decir incluso que este carácter ritual no constituye verdaderamente más que uno con esta conformidad misma[9].

     Desde que el artesano humano imita así en su dominio particular la operación del Artesano divino, participa en la obra misma de éste en una medida correspondiente, y de una manera tanto más efectiva cuanto más consciente es de esta operación; y cuanto más realiza por su trabajo las virtualidades de su propia naturaleza, tanto más crece al mismo tiempo su semejanza con el Artesano divino, y tanto más se integran perfectamente sus obras en la armonía del Cosmos. Se ve cuan lejos está eso de las banalidades que nuestros contemporáneos tienen el hábito de enunciar creyendo hacer con eso el elogio del trabajo; éste, cuando es lo que debe ser tradicionalmente, pero solamente en ese caso, está en realidad muy por encima de todo lo que son capaces de concebir. Así, podemos concluir estas pocas indicaciones, que sería fácil desarrollar casi indefinidamente, diciendo esto: la «glorificación del trabajo» responde ciertamente a una verdad, e incluso a una verdad de orden profundo; pero la manera en que los modernos la entienden de ordinario no es más que una deformación caricatural de la noción tradicional, deformación que llega a invertirla en cierto modo. En efecto, no se «glorifica» el trabajo con discursos vanos, lo que ni siquiera tiene ningún sentido plausible; sino que el trabajo mismo es «glorificado», es decir, «transformado», cuando, en lugar de no ser más que una simple actividad profana, constituye una colaboración consciente y efectiva en la realización del plan del «Gran Arquitecto del Universo».


Notas:
[1] Se sabe que la «glorificación del trabajo» es concretamente, en la Masonería, el tema de la última parte de la iniciación al grado de Compañero; y desafortunadamente, en nuestros días, esta «glorificación» se comprende ahí generalmente de esta manera completamente profana, en lugar de ser entendida, como lo debiera, en el sentido legítimo y realmente tradicional que nos proponemos indicar a continuación.
[2] A propósito de esto diremos seguidamente que, entre esta concepción moderna del trabajo y su concepción tradicional, hay toda la diferencia que existe de una manera general, así como lo hemos explicado últimamente, entre el punto de vista moral y el punto de vista ritual.
[3] Recordaremos aquí una de las aplicaciones del apólogo del ciego y del paralítico, en el que representan respectivamente la vida activa y la vida contemplativa (Ver Autoridad Espiritual y Poder temporal, capítulo V).
[4] Hemos encontrado esta frase en un comentario del ritual masónico que sin embargo, bajo muchos aspectos, no es de los peores ciertamente, y queremos decir con eso uno de los más afectados por las infiltraciones del espíritu profano.
[5] Sobre este punto, y también sobre las otras consideraciones que seguirán, remitimos, para desarrollos más amplios a los numerosos estudios que A. K. Coomaraswamy ha consagrado más especialmente a estas cuestiones.
[6] Algunos oficios modernos, y sobre todo los oficios puramente mecánicos, para los cuales no podría invocarse realmente la cuestión de la «vocación», y que por consecuencia tienen en sí mismos un carácter anormal, no pueden dar válidamente lugar a ninguna iniciación.
[7] Y no en sus producciones, como se imaginan los partidarios de un arte llamado «realista», y que sería más exacto llamar «naturalista».
[8] Apenas hay necesidad de recordar que esta noción tradicional del arte no tiene absolutamente nada de común con las teorías «estéticas» de los modernos.
[9] Sobre todo esto, ver A. K. Coomaraswamy, Is Art a Superstition or a Way of Life?, en su obra titulada Why exhibit Works of Art?