lunes, 6 de diciembre de 2010

Principios Masónicos e "ideales" profanos; por Amedeo Zorzi

Artículo publicado en el nº 93 de la «Rivista di Studi Tradizionali»
(Traducción de Bernardo Durante)

Quien se acerque a la forma tradicional masónica dejando a un lado los prejuicios que caracterizan a la mentalidad moderna, dispuesto a profundizar sus diversos argumentos y deseando comprender la naturaleza de aquello con lo que entra en contacto, podrá constatar la existencia de un importante patrimonio simbólico, ritual y esotérico. Este patrimonio, cualquiera fuere el estado de decadencia de las organizaciones masónicas modernas, perdura aún a pesar de todas la tentativas perpetradas hasta el presente para tratar de destruirlo, y deriva ya de las más antiguas organizaciones iniciáticas relacionadas con el arte de la construcción, ya de elementos de otras formas iniciáticas occidentales actualmente desaparecidas, así que se puede, con toda certeza, afirmar que la Masonería actual es la única heredera de cuanto ha existido de iniciático y auténticamente esotérico en el mundo occidental.

Un estudio sobre cómo se haya producido el pasaje de la antigua Masonería operativa a aquélla, por decirlo así, moderna o especulativa, es materia un tanto compleja, que esperamos poder retomar más específicamente en otra oportunidad; por ahora nos limitaremos a confirmar que, para cuantos se hayan interesado seriamente en esta cuestión, es una verdad innegable que la Masonería moderna, por más incompleta que se presente actualmente bajo ciertos aspectos, ha conservado sin embargo lo esencial, y la iniciación que aún hoy puede ser transmitida, al menos allí donde se conserven los requisitos de la «ortodoxia», es la misma iniciación que transmitían las organizaciones de oficios del Medio Evo y que se perpetúa, a través de las distintas épocas, desde tiempo inmemorial.

Dicho esto, puede resultar sorprendente que, en los ambientes masónicos actuales, el concepto de la regularidad de la filiación iniciática a la que hemos aludido no sea tan pacíficamente aceptado y que a veces encuentre, por el contrario, porfiados opositores. Hay quien sostiene que la Masonería nació efectivamente en 1717, sin conexión alguna con las organizaciones operativas preexistentes, y que no es más que una sociedad filosófica y filantrópica, donde se persiguen determinados «ideales», que son por lo demás los mismos que circulaban en el siglo XVIII, propugnados por el moralismo protestante y el Iluminismo.

Aquéllos que defienden estas tesis no comprenden que así desconocen implícitamente la regularidad de la organización a la que pertenecen y la verdadera naturaleza de la iniciación misma, cuyo rito de transmisión, por otra parte, para ellos se reduce a una simple «ceremonia». Preguntarse por qué, en los ambientes masónicos actuales, exista un rechazo a la aceptación del carácter tradicional de la Masonería, equivaldría en el fondo a preguntarse por qué en esos mismos ambientes haya sido rechazado el mensaje de René Guénon (salvo excepciones que, de todas formas representan una reducida minoría). Justo la obra que podría facilitar la clave para comprender el significado de esos símbolos y ritos que, a pesar de todo, siguen siendo conservados y transmitidos (al menos por ahora y por cierto no en todos lados), resulta o claramente rechazada, o aceptada como cualquier otra en virtud de la «tolerancia», lo que equivale de hecho a desconocer su auténtico significado.

Por otra parte, es muy raro que las solicitudes de «afiliación» sean una consecuencia de aquella metanoia que debería manifestarse en quien tiene una real aspiración hacia la vía iniciática; en general no hay una búsqueda en sentido intelectual, ni en un verdadero cambio de mentalidad. Así pues cada uno se hace portador de las ideas del mundo profano y de las propias tendencias individuales, de suerte que a ser influido es lo interior por lo exterior y no viceversa, como legítimamente debería ser. Es por eso, por lo que los ambientes masónicos, desde fines del siglo XVII, se vieron de una manera u otra siempre condicionados por las ideas «profanas» que de tiempo en tiempo se imponían en Occidente; y, sin embargo, hay que reconocer que, a pesar de todo, la Masonería dio siempre muestra de una notable capacidad de auto-conservación.

Aludíamos antes a la influencia del Protestantismo y del Iluminismo; en efecto, la formación de la Masonería especulativa, que se verificó en Inglaterra a comienzos del siglo XVIII, fue también el resultado de un proceso de «protestatización» de las organizaciones masónicas, que anteriormente eran en su mayoría católicas, y tal cambio era por otra parte inevitable, debido a las presiones de fuertes condicionamientos políticos. En el resto de Europa, el nuevo curso, nacido de la Gran Logia de Inglaterra, asumió un cambio principalmente en carácter «ilustrado» y anticlerical.

Así, estas organizaciones se vieron llevadas a manifestar una contradicción interna, ya que por un lado tenían la función de conservar un patrimonio tradicional y, por el otro, se hallaban inficionadas por una difundida mentalidad de tipo filosófico profano y por ende antitradicional; de esta manera encontramos, por una parte, la transmisión iniciática y las prácticas rituales, por la otra, la adopción de un punto de vista moral y «laico». A partir de semejantes contradicciones solo podían derivar equívocos de todo tipo y uno de los más graves fue, precisamente, la confusión entre punto de vista ritual y punto de vista moral, al afianzarse la idea de que ritos y símbolos deban ser interpretados según un «significado moral».

Ritos y símbolos representan, en el mundo humano, las reales correspondencias que conectan entre sí los múltiples estados de existencia y la relación de todas esas diferentes realidades con los principios metafísicos de los que dependen; por eso, ritos y símbolos constituyen un instrumento indispensable para establecer una comunicación entre el mundo humano y los estados superiores del Ser. Así el símbolo asume su verdadero rol más allá de lo que es el dominio racional y discursivo, y por consiguiente el simbolismo no puede estar encaminado a algo que, al contrario, se halla contenido exclusivamente en tal dominio y en éste se agota.

Todo lo que atañe a la moral puede ser fácilmente comprendido con la razón y cumplidamente expresado con la dialéctica: se trata de cuestiones que cualquier profano puede entender, así es que resultarían totalmente superfluas una iniciación y una enseñanza esotérica, enseñanza que, por lo demás, no tendría objeto. Ante una semejante «contrariedad», que debería mover a investigar cuál pueda ser el verdadero significado de estos elementos tradicionales, algunos masones modernos llegan en cambio a la conclusión de que tales elementos serían efectivamente inútiles e incluso llegan a proponer su eliminación. Y, por otra parte, una vez «establecido» que estas cosas no sirven, ¿para qué conservarlas?

Sobre este tipo de suposiciones vale la pena extenderse un poco, en cuanto ellas pertenecen a una amplia categoría dentro de la cual se podrían incluir prácticamente todas las afirmaciones antitradicionales.

Al respecto, puede ser significativo hacer referencia al episodio de la tradición islámica que trata de la rebelión y «caída» de Iblis, puesto que allí se encuentra, por decirlo así, el prototipo del razonamiento antitradicional. Dicho sea de paso, la tradición islámica es la única que conserva una revelación sobre este tema, importante y significativo desde el punto de vista cosmológico, dado que tanto al Cristianismo como el Judaísmo han relegado, desde hace ya varios siglos, entre los textos «apócrifos» a aquéllos en los que se menciona esta cuestión. Hallamos, en cambio, el episodio en muchos pasajes del Corán, donde Allâh manda a los ángeles prosternarse ante Adán. Debemos señalar que en la tradición islámica Adán es un profeta, tal como está explícitamente afirmado en la Sûra II, aleya 30: «Y cuando tu Señor le dijo a los ángeles: “Voy a instituir un vicario (khalîfatan) en la tierra», Le dijeron: “¿Establecerás en ella a quien la corromperá y derramará sangre, mientras nosotros celebramos tus alabanzas, glorificándote?”. Él dijo: “En verdad Yo sé lo que vosotros ignoráis”».

Hay, pues, de parte de los ángeles, una renuencia debida a su falta de comprensión, pese a lo cual acatan la orden divina:
«Y de cuando dijimos a los ángeles: “¡Posternaos ante Adán!”, que todos se prosternaron excepto Iblis, quien ensoberbecido se negó y se contó entre los incrédulos» [1].

¿Cuál es la objeción de Iblis?: «Yo soy superior a él: a mí me creaste del fuego y a él del barro» [2]. Al no comprender cuál es realmente la naturaleza del ser en el grado de la Identidad Suprema, Iblis se escuda con esa que, en el dominio individual, puede ser una precedencia en el orden de producción de los elementos, oponiéndola a la verdadera jerarquía espiritual, según el orden divino.

Se podría decir que, ante lo que no comprende, la inteligencia relativa de un ser se encuentra ante una encrucijada: reconocer los propios límites aceptando aquello que la supera, o bien afirmarse a sí misma como un valor absoluto, negando lo que no puede comprender. En esta afirmación de lo que es relativo e ilusorio, afirmación que se convierte incluso en negación de la verdad, hay que buscar, pues, la raíz del orgullo y de todos esos procesos mentales que llevan a la negación de las enseñanzas tradicionales y, en general, a la negación de las verdades metafísicas.

La cortedad de la inteligencia individual no puede servir de excusa para sostener la imposibilidad de aceptar o de reconocer aquello que le es superior y que va más allá de sus límites, puesto que no hay ningún ser que esté «separado» del Principio. Aún en los casos más desfavorables de oscurecimiento y extravío, todos los seres humanos deben, sin embargo, conservar, en mayor o menor grado, una conciencia y una posibilidad de discriminación entre lo verdadero y lo falso, lo justo y lo injusto, lo superior y lo inferior; tal conciencia de la verdad puede incluso hallarse sepultada, sofocada, olvidada, a pesar de lo cual, mientras exista naturaleza humana, debe subsistir hasta un cierto punto una facultad de discriminación que dé un sentido a la responsabilidad en las acciones y en las modalidades de pensamiento. Este vestigio, que necesariamente subsiste puesto que pertenece a la naturaleza más profunda y auténtica del ser humano, debería resultar más evidente y reconocible en quienes han recibido una iniciación, la cual, por más que sea «virtual» todavía, de seguro no podrá ser nunca irrelevante.

Así como existe esta conciencia de la verdad que debería conducir a ese camino que responde al nombre, en sentido espiritual, de «sendero recto», así también la negación, la aparente e ilusoria oposición a la verdad, es a su vez necesariamente consciente, y es una cuestión de preferencia, dictada en este último caso por una irrefrenable tendencia al individualismo y a la «separatividad».

«Él está hecho de barro», dice Iblis: esta objeción se basa en un procedimiento que parte de una «definición», de la imposición preconcebida de un límite; catalogando el objeto en la categoría de todo lo que está caracterizado por este límite o particularidad (todo lo que es de barro), y tomándolo en consideración únicamente bajo este aspecto, lo asimila y lo juzga como todos los otros objetos que pertenecen a la misma categoría. El paso siguiente de este procedimiento es la afirmación de la propia superioridad en cuanto sujeto no incluido en la categoría en cuestión.

Si se examinan los procedimientos con los que, desde la antigüedad hasta nuestros días, ha sido negado desde el punto de vista metafísico y, por ende, la enseñanza tradicional y, en general, cuanto procede del dominio de lo «sagrado», resulta evidente que tales procedimientos siguen, con pocas variantes, este particular mecanismo dialéctico, que representa una especie de canon general de la mistificación.

Se podría aducir el ejemplo del repudio de esas enseñanzas tradicionales que se hallan expresadas en forma de cuentos simbólicos, mediante la afirmación de que se trataría de simples leyendas o «fábulas de los antiguos», asimilando estas enseñanzas, de manera dogmática e indebida, a la categoría de los relatos de fantasía, y sosteniendo después la superioridad de quien no les presta fe.

Otro ejemplo podría ser el de aquéllos que buscan desvirtuar al esoterismo asimilándolo al misticismo, para tratar de englobar todo en el dominio exotérico y luego emitir juicios en una materia sobre la cual no tienen las más mínima competencia. O también el ejemplo de todas las tentativas de asimilar el esoterismo auténtico a la categoría de todas las formas de seudoesoterismo, a fin de cargar sobre el verdadero esoterismo el descrédito que justamente merece la categoría del falso esoterismo. Una forma extrema de este último caso de mistificación consiste en el empleo del término «esoterismo» para indicar lo que pertenece al dominio de la brujería y del satanismo, con el resultado de proyectar una sombra siniestra sobre todo lo que puede ser legítimamente designado como «esotérico» y de invertir, de manera verdaderamente «satánica», el significado auténtico del termino [3].

Las técnicas «mistificatorias» de que nos estamos ocupando han sido aplicadas copiosamente contra la obra de Guénon y contra su persona misma, por ejemplo arrimando abusivamente su nombre al de otros autores, para causar la impresión de que deberían, también en su caso, valer las críticas que justa y fácilmente pueden formularse respecto de otros, que en realidad nada tienen que ver con la obra de Guénon [4].


Volviendo ahora al argumento que motivó estas consideraciones, el sostener que ritos y símbolos tengan simplemente un significado moral o social, constituye una falsa afirmación, que dimana de un punto de vista profano y sigue ese mecanismo de negación del que hemos hablado. Ritos y símbolos son considerados superficialmente, y asimilados a todo lo que es clasificable como habiente significado social, sentimental, filosófico o en cualquier caso individual. De esta manera se deshecha la real naturaleza y la auténtica función del simbolismo, y se abre así la puerta a sucesivas fases de desviación y subversión. Señalaremos, entre las primeras consecuencias, una supuesta superioridad de la ciencia moderna relativamente al simbolismo así tergiversado, por la mayor complejidad racional de la ciencia con respecto a la obviedad de los conceptos «moralísticos». Una tal incomprensión conduce evidentemente a subestimar la importancia de las prácticas rituales, que serán entonces abreviadas o modificadas con demasiada ligereza, con la consiguiente pérdida de importantes elementos y un paulatino empobrecimiento del ritual, hasta el caso extremo de aquellos grupos marginales que tenderían a eliminar como «inútil» todo lo que constituye, por el contrario, verdaderamente lo esencial y cuya conservación es ahora, a falta de una verdadera capacidad y voluntad de comprensión, la única razón de ser efectiva de las organizaciones en cuestión.

Cuanto estamos diciendo sobre la ilegitimidad, en el dominio iniciático, del punto de vista de la moral laica, que no se diferencia del mismo punto de vista profano, no significa en lo más mínimo menoscabar la importancia de esas reglas tradicionales e iniciáticas que establecen comportamientos que, exteriormente, consiste en la práctica de las «virtudes»; al contrario, desde el punto de vista iniciático, tales reglas podrán aparecer en su verdadero significado y en todo su alcance, antes que bajo el mero aspecto de la obligatoriedad. Ni tampoco entendemos negar que una organización iniciática pueda ejercer, bien que secundariamente, una acción encaminada a ejercer una influencia positiva sobre la sociedad. Aun entendiendo la acción en un sentido exterior y práctico (como en el caso de iniciativas humanitarias), dicha acción, en sí misma, no estaría para nada en contraste con todo lo que corresponde a un aspecto más profundo, antes bien podría ser vista como un eco, aunque lejano, de una característica de las antiguas corporaciones de oficio, o sea la de llevar también a cabo un trabajo indispensable para toda la comunidad. Pero no habría que confundir lo interior con lo exterior, lo esencial con lo accesorio y, sobre todo, la acción exterior no debería llevar a conformarse tout-court a la mentalidad profana.

Puede reconocerse a la moral todavía un cierto valor tradicional cuando ella sea considerada como un aspecto de una práctica religiosa o exotérica; mas cuando hasta este punto de vista se haya perdido y todo se reduzca a un laicismo ético-deontológico, se habrá de hecho perdido, bajo esta óptica, todo punto de apoyo en la tradición. En tales condiciones, este producto deficitario de lo que la moral era al comienzo, se convierte en algo meramente filosófico y «subjetivo», susceptible por consiguiente de ser modificado con el tiempo, en función de las corrientes psíquicas y de las opiniones que vienen periódicamente a influir sobre la mentalidad general. De esta forma, aquéllos que parecían «principios», se convierten poco a poco en algo inconstante y variable, donde puede introducirse cualquier ideología, aún la más incompatible con lo valores que se abrigaba la ilusión de custodiar.

Estas últimas consideraciones nos lleva a decir unas pocas palabras sobre otra «idea fija» de los masones modernos, esa de la «tolerancia», entendida como un supuesto principio masónico.

También en este caso existirá, cuando menos, una acepción según la cual la tolerancia podría representar, si no un «principio» por lo menos una excelente regla: la de considerarla como sinónimo de paciencia. En efecto, es bien conocida la gran importancia que todas las tradiciones atribuyen a la paciencia; tanto en el dominio exotérico como en el esotérico. Empero, junto a este sentido legítimo, en la palabra tolerancia, tal como es comúnmente entendida, se engloban otros significados absolutamente incompatibles con el punto de vista iniciático: por una inoportuna transposición de los ideales democráticos, basta que alguien sostenga una idea cualquiera para que automáticamente ésta tenga derecho a ser tomada en consideración como cualquier otra cosa; esto lleva a lo que varias veces Guénon definiera como una indiferencia hacia la verdad, y es de lo más evidente que un tal modo de pensar constituye, en el ámbito iniciático, una verdadera descalificación.

Recordamos, a pesar de que sea una aclaración que podamos dar por descontada, que un iniciado debería ser, ante todo, un buscador de la Verdad y que, cualesquiera sean las diferencias existentes entre las diversas formas iniciáticas y los diferentes niveles, el método de búsqueda de la verdades es siempre atribuible, de todas maneras, a una discriminación entre lo verdadero y lo falso. Una rigurosa, constante, sutil discriminación debe ser puesta en práctica tanto en el ahondamiento doctrinal teórico como en la aplicación del método, e igualmente, más en general, en todo lo que forma parte de la vida, y tal «actividad» es sólo un reflejo de la verdadera discriminación entre lo real y lo ilusorio que deberá ser ejercida, eminentemente, cuando se pase al dominio operativo. Debería, por lo tanto, ser evidente cómo la invención de un seudo-principio de «tolerancia», donde verdadero y falso son confundidos y aceptados por igual, represente, en un ámbito iniciático, una verdadera anomalía; y qué debería decirse de esos casos en los que, en nombre de este malentendido «principio» no sólo se admite lo que es falso en el sentido «no real», sino también ideas y comportamientos que proceden de la parte más baja del psiquismo inferior y constituyen verdaderas aberraciones; claro que a semejantes casos se aplica la advertencia con que Guénon, en La crisis del mundo moderno, cerraba el capítulo dedicado al individualismo: «”¡Ay de vosotros, guías de ciegos!" se dice en el Evangelio; en efecto, hoy en día, por todas partes, no se ven más que ciegos que guían a otros ciegos, y que, si no son detenidos a tiempo, los conducirán fatalmente al abismo donde se despeñarán todos juntos.»

Lo que hemos expuesto a propósito de la «tolerancia» se aplica, en gran parte, también a otro factor considerado esencial e insustituible, ése de la «discusión».

Como hemos señalado anteriormente, ya desde el inicio del siglo XVIII el Protestantismo ejerció una profunda influencia en la formación de las modernas organizaciones masónicas, y el «libre examen» terminó por se introducido allí, fuera de casos particulares, en concomitancia con la falta, al propio interno, de una válida enseñanza tradicional. Por otra parte, una vez admitida la idea de que la actividad «caracterizante» deba ser la «especulación filosófica», nos encontramos de hecho en el campo de las ideas individuales y de la interpretación individual de los datos tradicionales, con las consecuencias que fácilmente pueden imaginarse. Semejante planteamiento resulta, con toda evidencia, incompatible con la aplicación de cualquier método iniciático válido, y una vez aceptado y generalizado, comporta un indudable alejamiento de aquellas que deberían ser las legítimas finalidades de una organización iniciática.

Cuando se trata de doctrinas tradicionales auténticas, no hay nada que pueda ser puesto en tela de juicio; sin embargo, cabe preguntarse si, en el ejercicio de esa actividad de discriminación que mencionamos anteriormente, no se pueda encontrar una aplicación válida en el campo iniciático de una forma de diálogo, que no verse sobre ideas individuales, sino que se convierta en un instrumento exterior de verificación de la comprensión doctrinal.

El trabajo masónico es, fundamentalmente y por propia naturaleza, trabajo colectivo, y por otra parte no se puede exponer la doctrina más que por medio de expresiones verbales; así que, allí donde el empeño esté principalmente dirigido, tal como debería estarlo, a un progresivo mejoramiento del conocimiento doctrinal, mediante el ahondamiento y la rectificación de los errores de comprensión, este trabajo no puede dejar de asumir la forma de un intercambio dialéctico; debemos aclarar, además, que se trata en realidad de algo que no se reduce a un mero «estudio», justamente por el valor iniciático que este método adquiere, cuando se lleve a cabo en un ámbito ritual.

Este aspecto dialéctico del trabajo iniciático colectivo no debe pues confundirse en absoluto con la «discusión», como es entendida comúnmente según el punto de vista profano, no teniendo en común con esta última ni el objeto ni las finalidades.

Otra práctica que es considerada usualmente como una aplicación de estos mismo presuntos «ideales masónicos», es la de tomar las decisiones valiéndose de votaciones. Encontramos aquí, una vez más, un elemento que podría ser enteramente compatible con el punto de vista ritual: en muchas tradiciones, no sólo occidentales, existen procedimientos establecidos para tomar determinadas decisiones, que adoptan la forma de una votación. En estos casos la operación colectiva es un verdadero rito, que sirve de soporte para un presencia espiritual; si todo se desarrolla según las condiciones establecidas, las decisiones de ahí procedentes ya no constituyen simples preferencias individuales sino cooptaciones conformes a aquello que es realmente justo y acorde con la ortodoxia tradicional. Al contrario, sustituyendo estos conceptos con las ideas propias de la mentalidad profana, dichas prácticas rituales se reducirán inmediatamente a votaciones democráticas de las que resultará solamente la opinión de la mayoría.

De los ejemplos recién mencionados se puede comprender cómo la estructura corporativa y el carácter colectivo del trabajo, que siempre caracterizaron a las organizaciones iniciáticas de oficio, hayan terminado por constituir, debido a la acción de las fuerzas antitradicionales, un soporte propicio para la introducción de las ideas democráticas; esto ocurrió, como hemos visto, con una interpretación en sentido profano de muchos elementos auténticamente rituales, al paso que se iba debilitando la conciencia de la verdadera naturaleza de estos últimos, y con la continua admisión de personas cada vez más contaminadas con la mentalidad profana y menos cualificadas desde el punto de vista iniciático.

Este proceso de decadencia pasó por fases particularmente criticas, como aquella que coincidió con la constitución de la Gran Logia de Inglaterra; sabido es que se sucedieron, en distintas épocas, tentativas de «enderezamiento» y restauración de la regularidad iniciática; tentativas que determinaron resultados seguramente importantes, sobre todo desde el punto de vista ritual; pero no existió nunca, por lo menos en general, la posibilidad de una restauración completa, que implicase además la vuelta a una mentalidad auténticamente tradicional. En todo esto hay también, paradójicamente, un aspecto positivo, pues así la Masonería perduró hasta hoy día, mientras que, si hubiese sido rehusada toda «componenda», probablemente ella se habría visto aplastada por el mundo moderno y habría desaparecido como las demás formas iniciáticas occidentales. Sin embargo, digamos enseguida que dicha subsistencia no ocurrió, en verdad, gracias a los factores contaminantes a los que aludíamos, sino gracias a lo que fue realmente conservado, y de todos modos se puede hablar de subsistencia sólo allí donde se haya mantenido efectivamente ese conjunto de reglas y condiciones que constituyen propiamente la «ortodoxia masónica». Cuando, por el contrario, la existencia de irregularidades sea capaz de tornar al ambiente cada vez menos favorable para el cumplimiento de un trabajo iniciático válido, cabe preguntarse a qué punto hayan realmente llegado las cosas.

Bien es verdad que, como dice Guénon, hablando de la Masonería: « [...] la incomprensión de sus adherentes y hasta de sus dirigentes no afecta para nada el valor propio de los ritos y símbolos de los que sigue siendo depositaria» [5]. Sin embargo, también es verdad que un proceso de decadencia y desviación no puede continuar indefinidamente, entre otras cosas porque la incomprensión conlleva la pérdida progresiva del patrimonio tradicional, la tergiversación y el equívoco de sus elementos, favoreciendo así cada vez más la infiltración de fuerzas antitradicionales y contra-iniciáticas. ¿Debemos pensar que este proceso llegará hasta sus últimas consecuencias y sobrevendrá la muerte, o bien es posible confiar en que la gran vitalidad de la iniciación masónica prevalecerá una vez más y en un futuro habrá todavía alguien que, gracias a una verdadera comprensión doctrinal, sentirá el deber interior ineludible de «atestiguar la Luz?»


Notas:
[1] Corán, sûra II, aleya 34.
[2] Corán, sûra XXXVIII, aleya 76.
[3] Memorable resulta el caso de Leo Taxil, como ejemplo de paradójica mixtificación ideada para endilgar a la Masonería acusaciones ridículas que, por más increíbles que fueran, tuvieron en aquel entonces una indudable resonancia. No hay que creer que este tipo de «antimasonismo» haya desaparecido, al contrario; acusaciones no menos burdas son propagadas actualmente, sobre todo por medio de la televisión; este instrumento permite, merced a un oportuno manejo, disimular un poco lo más grosero de los bulos difamatorios, al menos a los ojos del público más superficial.
[4] Un ejemplo de lo que decimos está dado por el modo hasta obsesivo con que se insiste en querer unir el nombre de Guénon al de J. Evola, en tanto por lo que toca a aquéllos que tiene un propósito meramente denigratorio y encuentran seguramente más fácil criticar a este último, como por lo que toca a los «evolianos», quienes tratan de apropiarse como sea de la figura de Guénon a despecho de la evidencia y de todas las explícitas demandas.
[5] R. Guénon, Études sur la Franc-Maçonnerie et le Compagonnage, tomo I, pág. 273.

sábado, 4 de diciembre de 2010

Punto de vista ritual y punto de vista moral; por René Guénon

Capítulo IX de Inciación y Realización Espiritual (1952)

Como lo hemos hecho destacar en diversas ocasiones fenómenos semejantes pueden proceder de causas enteramente diferentes; por eso es por lo que los fenómenos en sí mismos, que no son más que simples apariencias exteriores, jamás pueden ser considerados como constituyendo realmente la prueba de la verdad de una doctrina o de una teoría cualquiera, contrariamente a las ilusiones que se hace a este respecto el «experimentalismo» moderno. Es la misma cosa en lo que concierne a las acciones humanas, que por lo demás son también fenómenos de un cierto género: las mismas acciones, o, para hablar más exactamente, acciones indiscernibles exteriormente las unas de las otras, pueden responder a unas intenciones muy diversas en quienes las cumplen; e incluso, más generalmente, dos individuos pueden actuar de una manera similar en casi todas las circunstancias de su vida, y colocarse sin embargo, para regular su conducta, en puntos de vista que en realidad no tienen casi nada de común. Naturalmente, un observador superficial, que se atenga a lo que ve y que no vaya más lejos de las apariencias, no podrá evitar dejarse engañar por ellas, e interpretará uniformemente las acciones de todos los hombres refiriéndolas a su propio punto de vista; es fácil comprender que puede haber en eso una causa de múltiples errores, por ejemplo cuando se trata de hombres pertenecientes a civilizaciones diferentes, o aún de hechos históricos que se remontan a épocas remotas. Un ejemplo muy llamativo, y en cierto modo extremo, es el que nos dan aquellos de nuestros contemporáneos que pretenden explicar toda la historia de la humanidad haciendo llamada exclusivamente a consideraciones de orden «económico», porque, de hecho, éstas juegan en ellos un papel preponderante, y sin pensar siquiera en preguntarse si la cosa ha sido verdaderamente del mismo modo en todos los tiempos y en todos los países. Ese es un efecto de la tendencia que hemos señalado también en otra parte, entre los psicólogos, a creer que los hombres son siempre y por todas partes los mismos; esta tendencia es quizás natural en un cierto sentido, pero por eso no es menos injustificada, y pensamos que no se podría desconfiar demasiado de ella.
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Hay otro error del mismo género que corre el riesgo de escapar más fácilmente que el que acabamos de citar a muchas gentes e incluso a la gran mayoría de ellos, porque están muy habituados a considerar las cosas de esta manera, y también porque no aparece, como la ilusión «económica», como ligado más o menos directamente a algunas teorías particulares: este error consiste en atribuir el punto de vista específicamente moral a todos los hombres indistintamente, es decir, porque es desde ese punto de vista de donde los occidentales modernos sacan su propia regla de acción, traduciendo en términos de «moral», con las intenciones especiales que esto lleva implícito, toda regla de acción cualquiera que sea, aunque pertenezca a las civilizaciones más diferentes a la suya bajo todos los aspectos. Los que piensan así parecen incapaces de comprender que hay muchos otros puntos de vista que también pueden proporcionar tales reglas, y que incluso, según lo que decíamos hace un momento, las similitudes exteriores que pueden existir en la conducta de los hombres no prueban en modo alguno que ésta se rija siempre por el mismo punto de vista; así, el precepto de hacer o de no hacer tal cosa, al cual algunos obedecen por razones de orden moral, puede ser observado igualmente, por otros, por razones completamente diferentes. Por lo demás, sería menester no concluir de eso que, en sí mismos e independientemente de sus consecuencias prácticas, los puntos de vista de que se trata sean todos equivalentes; muy lejos de eso, ya que lo que se podría llamar la «calidad» de las intenciones correspondientes varía hasta tal punto que no hay por así decir ninguna medida común entre ellas; y la cosa es más particularmente así cuando, al punto de vista moral, se compara el punto de vista ritual que es el de las civilizaciones que presentan un carácter integralmente tradicional.

Así como lo hemos explicado en otra parte, la acción ritual es, según el sentido original de la palabra, la que se cumple «conformemente al orden», y que, por consiguiente, implica, a algún grado al menos, la consciencia efectiva de esta conformidad; y, allí donde la tradición no ha sufrido ninguna mengua, toda acción, cualquiera que sea, tiene un carácter propiamente ritual. Importa destacar que esto supone esencialmente el conocimiento de la solidaridad y de la correspondencia que existen entre el orden cósmico mismo y el orden humano; este conocimiento, con las aplicaciones múltiples que se derivan de él, existe en efecto en todas las tradiciones, mientras que ha devenido completamente extraño a la mentalidad moderna, que no quiere ver, todo lo más, sino «especulaciones» fantásticas en todo lo que no entra en la concepción grosera y estrechamente limitada que se hace de lo que ella llama la «realidad». Para quienquiera que no está cegado por algunos prejuicios, es fácil ver cuanta distancia separa la consciencia de la conformidad al orden universal, y de la participación del individuo en ese orden en virtud de esta conformidad misma, de la simple «consciencia moral», que no requiere ninguna comprensión intelectual y que ya no está guiada más que por aspiraciones y tendencias puramente sentimentales, y qué profunda degeneración implica, en la mentalidad humana en general, el paso de la una a la otra. No hay que decir, por lo demás, que ese paso no se opera de un solo golpe, y que puede haber ahí muchos grados intermediarios, donde los dos puntos de vista correspondientes se mezclan en proporciones diversas; de hecho, en toda forma tradicional, el punto de vista ritual subsiste siempre necesariamente, pero las hay, como es el caso de las formas propiamente religiosas, que, al lado de él, hacen un sitio más o menos grande al punto de vista moral, y veremos enseguida la razón de ello. Sea como fuere, desde que uno se encuentra en presencia de este punto de vista moral en una civilización, sean cuales sean las apariencias bajo otros aspectos, se puede decir que esta civilización no es ya integralmente tradicional: en otros términos, la aparición de este punto de vista puede considerarse como ligada de alguna manera a la aparición del punto de vista profano mismo.

Este no es el lugar de examinar las etapas de esta decadencia, que desemboca finalmente, en el mundo moderno, en la desaparición completa del espíritu tradicional, y por tanto en la invasión del punto de vista profano en todos los dominios sin excepción; haremos destacar solamente que es esta última etapa la que representan, en el orden de cosas que nos ocupa al presente, las morales dichas «independientes», que, ya sea que se proclamen «filosóficas» o «científicas», no son en realidad más que el producto de una degeneración de la moral religiosa, es decir, más o menos, frente a ésta, lo que son las ciencias profanas en relación a las ciencias tradicionales. Hay también naturalmente grados correspondientes en la incomprensión de las realidades tradicionales y en los errores de interpretación a los cuales dan lugar; a este respecto, el grado más bajo es el de las concepciones modernas que, no contentándose ya siquiera con no ver en las prescripciones rituales más que simples reglas morales, lo que era ya desconocer enteramente su razón profunda, llegan hasta atribuirlas a vulgares preocupaciones de higiene o de limpieza; ¡en efecto, es bien evidente que, después de eso, la incomprensión apenas podría llevarse más lejos!

Hay otra cuestión que, para nos, es más importante considerar actualmente: ¿cómo es posible que formas tradicionales auténticas, en lugar de quedarse en el punto de vista ritual puro, hayan podido acordar un lugar al punto de vista moral, como lo decíamos, e incluso incorporársele en cierto modo como uno de sus elementos constitutivos? Desde que, a consecuencia de la marcha descendente del ciclo histórico, la mentalidad humana, en su conjunto, ha ido cayendo a un nivel inferior, era inevitable que la cosa fuera así; en efecto, para dirigir eficazmente las acciones de los hombres, es menester recurrir forzosamente a medios que sean apropiados a su naturaleza, y, cuando esta naturaleza es mediocre, los medios deben serlo también en una medida correspondiente, pues es solo de esta manera como será salvado lo que todavía pueda serlo en tales condiciones. Cuando la mayor parte de los hombres no son ya capaces de comprender las razones de la acción ritual como tal, es menester, para que continúen actuando de una manera que permanezca todavía normal y «regular», hacer llamada a motivos secundarios, morales y otros, pero en todo caso de un orden mucho más relativo y contingente, y, por eso mismo, podríamos decir más bajo, que los que eran inherentes al punto de vista ritual. En realidad, no hay en eso ninguna desviación, sino solo una adaptación necesaria; las formas tradicionales particulares deben ser adaptadas a las circunstancias de tiempo y de lugar que determinan la mentalidad de aquellos a quienes se dirigen, puesto que es eso lo que constituye la razón misma de su diversidad, y eso sobre todo en su parte más exterior, aquella que debe ser común a todos sin excepción, y a la cual se refiere naturalmente todo lo que es regla de acción. En cuanto a aquellos que son todavía capaces de una comprensión de un orden diferente, evidentemente no les concierne más que a ellos efectuar su transposición colocándose en un punto de vista superior y más profundo, lo que permanece siempre posible mientras no se haya roto todo lazo con los principios, es decir, mientras subsista el punto de vista tradicional mismo; y así éstos podrán no considerar la moral más que como un simple modo exterior de expresión que no afecta a la esencia misma de las cosas que están revestidas de ella. Es así como, por ejemplo, entre aquel que cumple algunas acciones por razones morales y el que las cumple en vistas de un desarrollo espiritual efectivo al cual pueden servir de preparación, la diferencia es ciertamente tan grande como es posible; su manera de actuar es sin embargo la misma, pero sus intenciones son completamente diferentes y no corresponden en modo alguno a un mismo grado de comprensión. Pero es solo cuando la moral ha perdido todo carácter tradicional cuando se puede hablar verdaderamente de desviación; vaciada de toda significación real, y no teniendo ya en ella na-da que pueda legitimar su existencia, esa moral profana no es, hablando propiamente, más que un «residuo» sin valor y una pura y simple superstición.

lunes, 1 de noviembre de 2010

La capacidad e interna relación del Arca guardaban una perfecta simetría con el cuerpo humano.

Capítulo IX de El Arca de Noe de Atanasius Kircher.

Desconozco la razón sobrenatural por la que el cuerpo humano ha sido formado guardando tan perfecta simetría entre sus distintos miembros, de tal manera que no hay ninguna parte del cuerpo que no se relacione con otras mediante unas leyes analógicas exactas. Pero deje de admirarse el lector y piense en le primer origen del cuerpo humano: porque Dios, con su infinita sabiduría, le formó de barro y le concedió una perfecta proporción entre sus distintos miembros, de modo que el hombre, en cuanto imagen de Dios, es la más excelente de las sustancias corpóreas, el compendio del macrocosmos, el signo sagrado de la Santísima Trinidad, llegando Dios, en esta obra de sus manos, a concentrar todas las proporciones y medidas de los objetos corpóreos. No quiero decir que la analogía del mundo mayor con el menor sea totalmente perfecta, puesto que no quiero hablar de las admirables virtudes de las hierbas, plantas y animales que siempre hacen referencia al hombre, porque ya hemos tratado estos temas con abundantes argumentos en nuestra obra «Misurgia» y «Mundo subterráneo», adonde dirigimos la atención del lector. Únicamente trataremos en este lugar de los monumentos memorables que nos recuerda la Sagrada Escritura, como son el Arca de Noé, el altar de Moisés y el Templo de Salomón, monumentos que fueron construidos teniendo en cuenta la simetría del cuerpo humano, dándonos la impresión de que los arquitectos habían actuado en este sentido por un cierto impulso divino, ya que estas obras el hombre debía reconciliarse con Dios o estos monumentos debían representar al hombre en un cierto sentido místico.

En primer lugar, la longitud del Arca era diez veces su profundidad, tal es la proporción entre 300 y 30. La longitud del Arca era seis veces su anchura, que es la proporción existente entre 300 y 50. Nos encontramos con la misma proporción en el cuerpo humano, teniendo en cuenta siempre las limitaciones de la naturaleza y aceptando solamente el cuerpo bien proporcionado, en el que la altura, tomada desde el vértice hasta los pies, sea seis veces la anchura, tomada desde el lado derecho, pasando por el pecho, hasta la parte izquierda. También la altura del cuerpo humano debe ser diez veces superior a su profundidad, que se toma desde el pecho y a través del pecho, llegando al dorso. Así lo entienden San Ambrosio y San Agustín, éste en su Ciudad de Dios y aquel en su libro del Arca de Noé.

Sin olvidar lo dicho anteriormente, pasemos a describir la capacidad del Arca, teniendo siempre en cuenta las dimensiones del codo, pie y palmo que hemos asumido anteriormente. Como también hemos afirmado ya, la longitud del Arca fue establecida por Dios, y era de 300 codos o 450 pies la superficie del Arca si multiplicamos 300 por 50; obtenemos 15.000 codos, como puede verse en la figura que tenemos delante, en la que cada uno de los cuadrados contiene otros 10, pero que, para evitar el cruce de tantas líneas y la posible confusión, hemos omitido. Cada lado tiene 10 y el cuadrado contiene 10 codos.

Cuadrado del Arca en codos.

La solidez o altura del Arca en codos cúbicos, en los que cada uno de lo lados de los cubos tiene 10 codos y 100 codos según la longitud, anchura y profundidad.

Si tenemos que el Arca tenía una altura de 30 codos, y para que se conozca la solidez del Arca hay que conocer los codos cúbicos que contiene, hay que proceder según las reglas establecidas en geometría. Se multiplica la altura del Arca, 30 codos, por la superficie, 15.000, y obtenemos los 45.000 codos cúbicos que constituyen el volumen del Arca, como queda de manifiesto en la segunda figura, en la que cada codo contiene otros 10 y todos ellos forman el conjunto de los 450.000 que constituyen el volumen del Arca. Este es el volumen del Arca desde una perspectiva simplista, es decir, sin tener en cuenta los distintos intersticios utilizados para establos, pasillos y rincones que se utilizaron para las distintas separaciones de los habitáculos, que deben añadirse a la capacidad establecida del Arca para obtener la verdadera y auténtica capacidad.

viernes, 1 de octubre de 2010

Benito Arias Montano; por Jaime González

Artículo publicado en la revista Letra y Espíritu nº 11, 2001. L’Hospitalet de Llobregat, Barcelona.

Benito Arias Montano fue uno de los personajes más importantes e influyentes de su época, erudito, filólogo en lenguas semíticas, teólogo, poeta, artista, consejero político de Felipe II y, sobre todo, un espiritual que dejó tras de sí una considerable herencia intelectual. Sin embargo, es hoy un gran desconocido y solamente a partir del cuarto centenario de su muerte, en 1988, se ha comenzado a publicar en castellano algunos de sus textos y se han realizado nuevas monografías sobre su vida y su obra.

Arias nace en 1527 en Fregenal de la Sierra, Badajoz, en el seno de una familia noble venida a menos, y todo parece indicar que fue una de esas personas predestinadas, en las que todos los acontecimientos de su vida le dirigen en una dirección, al cumplimiento de una misión. Ya en su infancia, Montano tuvo como maestro un misterioso personaje: Jacobo Vázquez, incansable peregrino en su juventud, que marchó a la edad de 44 años a Siria y Jerusalén, “donde vivió dos años con tal decoro que, según dicen, resultó amable incluso a los enemigos” (es decir, a los musulmanes). Fue él quien dio a Montano las primeras lecciones de pintura, recibiendo de sus manos algunas telas donde podían estudiarse las perspectivas de la ciudad santa.

Nuestro personaje, ya en su madurez, firmaría habitualmente sus cartas con la palabra árabe “tirmid”, que significa “discípulo”. Sabido es que las relaciones entre el esoterismo islámico y el cristiano se produjeron continuadamente, al menos desde la invasión árabe de España, y no sería descartable que estos indicios que hemos señalado fueran en el sentido de una vinculación de Arias con aquél, ya que éste iba a formar parte, en nuestra opinión, de la máxima jerarquía iniciática de su tiempo, es decir, la Orden Rosacruz, sucesora de la del Temple en el seno de la Cristiandad.

Prueba de que el joven Montano recibido alguna cosa desde su infancia o, al menos, de su genio extraordinario, es que a la tierna edad de 14 años escribe su primer tratado: “Discurso del valor y de la correspondencia de las antiguas monedas castellanas”. Es muy curioso el interés de nuestro personaje por la numismática, ciencia a la que prestó siempre atención. Dedicó un estudio a la historia del siclo, basándose en textos del famoso cabalista Moisés Ben Nahmánides de Gerona. No hay que olvidar que la moneda en las sociedades tradicionales no es solamente un valor de cambio, sino, sobre todo, el soporte de una influencia espiritual, reflejada en sus símbolos; es por lo que su acuñación era supervisada por la autoridad espiritual, en la Edad Media esta función recaía en la Orden del Temple.

Posteriormente iniciaría sus estudios en la Universidad de Sevilla, donde realiza un curso de artes. En 1550 ingresa en la Universidad de Alcalá, baluarte por aquel entonces de los estudios hebraicos, en los que iba a destacar enormemente nuestro extremeño; ya en sus tiempos de estudiante era conocido por sus compañeros como el “Jerónimo español”, por su extraordinario conocimiento de las lenguas semíticas. Eran los últimos años del reinado de Carlos V.


La Iniciación

Después de su estancia en Alcalá, desde 1552 hacia 1560, existe un vacío de información sobre las actividades de Arias, ninguno de sus biógrafos coetáneos logró determinarlas. Algunos aseguran que al dejar la universidad de Alcalá, adquirido el grado de doctor, viajó por Europa, donde aprendió el francés, el italiano, flamenco y alemán. Sin embargo, según su propio testimonio, en 1561 no había aprendido más lenguas vivas que el francés y el italiano. Este periodo de obscuridad, muy típico en la vida de algunos iniciados (especialmente en el hermetismo), coincide con la fecha (1556) en que según su propia indicación, publicada en su comentario al Apocalipsis (1586): “... hacía ya treinta años que había ingresado en los caminos del Señor”; “ingreso” que no podía ser el de su profesión religiosa, que no se daría hasta 1560. Autores como Tomás González Carvajal, sitúan durante este periodo oscuro su primera estancia en la comarca de Aracena (1559), a la que se retiraba siempre que podía, en la villa de Alájar, donde reconstruyó una antigua ermita dedicada a la Virgen de los Ángeles. Por un autor local, y este es un dato desconocido de los eruditos (que no se hacen la simple pregunta del historiador aracenero: ¿por qué fue Arias a esta comarca?), sabemos que en la peña de san Ginés, a la entrada de Aracena, habitaba un ermitaño al que Montano no podía desconocer, y que muy posiblemente estaría en el origen de su instalación en aquel lugar aislado y desconocido. De todos estos datos se puede deducir que su iniciación se produjo en estas fechas (“ingresé en los caminos del Señor”). De entonces arranca también su muy especial relación con esta comarca onuvense y la “leyenda” de sus viajes europeos, que habría que limitar, por lo que dice nuestro teólogo, a Francia y a Italia. Cosa curiosa, estos mismos lugares son los que se dice visitó Arnau de Vilanova en su particular “periodo oscuro”.

En su comentario a los 12 profetas, Arias hace referencia a su retiro de Alájar y a este periodo inicial. Dice que creyó verse en un delicioso paraíso, del cual salían cuatro ríos que regaban toda la tierra; o en un monte muy elevado, desde donde con el favor de Dios, con el auxilio de las lenguas antiguas, y con cierta luz que le alumbraba, comenzaba a ver algún rastro o semejanza de la gloria de Cristo. A continuación declaraba que prendado en esta contemplación decidió consagrar toda su vida a esto sólo. La imagen del Paraíso con sus cuatros ríos o el monte elevado, unido a esta visión contemplativa, dependiente de su lectura en hebreo de la Sagrada Escritura, nos informan de un grado efectivo de realización ya en aquella fecha, que por el simbolismo utilizado cabría preguntarse si éste no fue el máximo de los misterios menores.

No podemos determinar qué tipo de iniciación recibió, pero la leyenda de los viajes a Francia e Italia, podrían determinar una filiación hermética, directamente relacionada con los descendientes de los “Fieles de Amor”, o sea, como dijimos: la Orden Rosacruz. A este respecto, hay que decir que Arias Montano tuvo toda su vida el proyecto de una obra dividida en tres partes, que debía explicar todas las ciencias por sus principios metafísicos, extraídos exclusivamente de la Sagrada Escritura; a esta obra, de la que llegó a publicar completa sólo la primera parte, la llamó, muy herméticamente, la “Gran Obra”. Estudiosos, nada esoteristas, como el padre Luis Villalba la describen con palabras como éstas: “Hay en todo el ambiente de esta obra, en su plan y concepción y desarrollo no sé qué de arcano y misterioso, algo como si fuera la exposición de una filosofía esotérica y simbólica, una especie de misticismo filosófico rodeada y envuelto en grande y solemne forma, que se desarrolla sereno e imperturbable en la seguridad y aplomo de un pensamiento tenaz y firmísimo. Arias Montano aparece como un vidente, un místico en la plena y profunda obsesión de una idea, en la posesión de un sistema propio, de un principio supremo eje principal y resorte de todas las cuestiones, por el que se resuelven con la mayor y más suave facilidad”. En efecto, este inmenso tratado se halla construido enteramente sobre la ciencia sagrada, pues su fundamento es la palabra divina; no en su traducción que, indefectiblemente pierde toda una serie de conexiones semánticas, aritméticas y etimológicas y, en consecuencia, sus posibilidades más profundas, sino en el original hebreo, “de cuyas más insignificantes elementos saca y aduce Arias Montano pruebas ocultas al común de los mortales.”

Se sabe que nuestro autor fue uno de los mayores hebraístas y, en general, erudito en lenguas semíticas y clásicas (entre ellas el árabe), pero lo que se sabe menos es que conoció, probablemente con la misma profundidad, la “cábala cristiana” (en el verdadero sentido de esta expresión). Por su correspondencia sabemos que Montano comentaba ciertos tratados hebreos sobre el misticismo de los números. En su “Opus Magnum” se puede observar como “se inclinaba reverente ante la estructura material de la (lengua) original hebrea, por creer que en sus entrañas se encerraba todo el misterio de la divina filosofía del mundo, y hasta en el número de letras, en su disposición y posibles combinaciones, presentía misterios ocultados por el mismo que los había pronunciado, donde se contenía la explicación y desarrollo de las más altas y arcanas razones”. Arias afirmaba que en la Escritura no hay nada, por insignificante que parezca, que no tenga su razón suficiente y su profundo significado. Así lo demuestra en su “Comentario a los 12 profetas”, acabado en 1569, donde trata de siete cuestiones extrañas que se encuentran en ellos, por ejemplo el de Jonás, titulado “De misericordia” es un tratado sobre los tres primeros atributos de Dios: Sabiduría, Fuerza y Belleza (atributos que se corresponden con los tres pilares del “Árbol de la Vida” cabalístico y con las tres columnas de la logia masónica). Respetando siempre el sentido literal, base y fundamento de los demás sentidos, concluye sentidos espirituales de cuestiones tales como por qué se coloca en la Sagrada Escritura el primero de los doce profetas a Amós, no siendo el primero en escribirse, o por qué seis de esos profetas señalan el tiempo en que escribieron y los otros seis no, etc.

En su tratado “José, o de la interpretación del lenguaje arcano”, donde se hallan explicados más de 11.000 lugares de la Escritura, por los cuales se pueden explicar otros muchos, explica la “energía significadora” que contiene la lengua sagrada, en la cual no existen palabras inventadas al azar sino que cada nombre designa la esencia y propiedades que cada cosa o acción tienen, y declara la santa escritura redactada en lenguaje arcano y simbólico. Empieza por el Ser supremo, declarando los misterios contenidos en sus divinos nombres, continúa con la naturaleza espiritual del ángel y del hombre, siguiendo luego el orden general de la creación, pasando finalmente a las más pequeñas parte del Universo en el orden físico y psíquico. El uso iniciático de la lengua hebrea fue común entre los esoteristas cristianos desde los comienzos del cristianismo, no olvidemos que tanto Jesús como sus apóstoles y discípulos eran todos judíos; posteriormente se siguió usando en las diferentes organizaciones esotéricas, como han reflejado los estudios de Paul Vulliaud sobre los textos de escritores eclesiásticos, tales como Dionisio Areopagita o Escoto Erígena, o los realizados por Monseñor Devoucoux sobre las traslación de nombre divinos hebreos a medidas de algunos templos cristianos; era la lengua sagrada en que se transmitió la Escritura divina y formaba parte, en consecuencia, de las “tradiciones secretas” de las que hablaba san Clemente de Alejandría.

Posteriormente a su muerte corrió el rumor sobre las prácticas “mágicas” a las que se habría dedicado, incluso se llegó a decir que habría sido encarcelado en 1579 por esta razón. En Sevilla hace no mucho tiempo aún corrían consejas sobre el trato y comunicación de Arias con el diablo, Tomás González recuerda como siendo niño le señalaron una piedra en la que se decía que se sentaba a conversar con él. Esta percepción popular de un misterio “sobrenatural” en la personalidad de Árias, cabe relacionarlo con las leyendas sobre la colaboración con el diablo y los masones: los famosos puentes y torres del diablo que pueblan toda la geografía europea, y que no indican más que un poder de control sobre las “influencia errantes” a las que sometían, combatiendo al mismo tiempo los planes de la contra-iniciación; de aquí viene el dicho “el diablo porta piedra”, pues el diablo era indefectiblemente engañado, sirviendo sus marrullerías al objetivo contrario al que se habría propuesto. Lo cierto es que los comarcanos de Aracena acudían a nuestro polígrafo en asuntos de salud para que los curase ya que lo tenían por curandero milagroso.

A la vuelta de su “desaparición iniciática” recibió el hábito de Santiago en el convento de Sevilla. Arias es admitido como sacerdote en la orden de Santiago a los 33 años. El 5 de mayo de 1560 hace su profesión con sólo tres meses de novicio y, por lo tanto, con dispensa del Papa, dispensa extraordinaria que no sabemos por quién fue gestionada, pero que implica a altas jerarquías. Debemos señalar que Arias mostró un interés muy particular por entrar en esta orden, para cuyo ingreso había estrictas normas: ser cristiano viejo, de noble estirpe, buenas costumbres, etc. y para el que se realizaba una exhaustiva investigación. Habría mucho que decir de esta orden religioso-caballeresca, exclusivamente española; nos contentaremos con indicar que su fundación es muy anterior a la Orden del Temple, de la cual podríamos decir que es una exteriorización de aquella, y que, por lo tanto, pertenece esencialmente a la categoría suprema de la jerarquía iniciática, que por su doble función sacerdotal y temporal (monjes y guerreros) la hace relacionarse directamente con el Centro Supremo. La relación de Arias con la orden no fue aparentemente muy fructífera, de hecho se movió siempre al margen de ella, permanentemente ocupado en empresas suscitadas por las más altas jerarquías exotéricas (religiosas o políticas) de su tiempo. Incluso en su testamento, aun estando obligado por la regla que prometió cederlo a Santiago, prefirió dar el quinto de sus propiedades a la Cartuja, con dispensa de la orden. Hay aquí un misterio que creemos resolver sospechando la intervención de Arias en el cierre definitivo de la iniciación en el seno de la orden de Santiago, que después de esta época perdería todo su carácter religioso para pasar a ser un título honorífico otorgado por los reyes en agradecimiento por los servicios prestados a la corona.


Gobierno Esotérico de los Asuntos del Mundo.

En 1568, a la edad de 40 años se le encarga la supervisión de la edición de la Biblia Políglota. La Biblia regia, versión políglota que incluía el texto depurado de la Vulgata (comparó más de 30 códices diferentes con textos de la Vulgata) y las versiones originales en hebreo, caldeo, griego y siriaco; más un aparato conteniendo algunos tratados y las gramáticas hebrea, caldea, siriaca y griega con sus respectivos diccionarios. El tomo VIII del aparato es prácticamente solo de Arias, contiene entre otras cosas siete libros que tituló: “José o de la interpretación del lenguaje arcano”, “Jeremías o de las acciones misteriosas”, “Tubal Caín o de las medidas sagradas”, “Falec o de la división y primer establecimiento de las naciones”, “Canaam o de las doce tribus”, “Caleb o del repartimiento de la tierra de promisión” y “Noah o de las fábricas sagradas”. Esta edición de la Biblia encontró graves obstáculos para su aprobación en Roma, a pesar de las gestiones realizadas por los enviados de Felipe II, fue necesaria la intervención personal de Arias para su resolución. El rey escribía a 19 de junio ordenando a Montano desplazarse a Roma, el 31 de agosto el embajador español comunicaba al rey la conclusión satisfactoria de este asunto gracias a los buenos oficios de nuestro fraile de Santiago. Hay que señalar que para obtener esta aprobación fue necesaria la ampliación de la interpretación oficial del concilio de Trento sobre la edición de la Biblia.

Como indicó Santiago de Vilanova, refiriéndose a Arnau de Vilanova, con el que nuestro personaje tiene muchos puntos en común, parece que el dominio en que se desarrolló la función esotérica de Montano fue el que los esoteristas musulmanes llaman tasarruf, “el gobierno esotérico de los asuntos del mundo”. Como ya hemos dicho, la influencia en todos los niveles: esotérico, religioso, político, científico y cultural, que ejerció en su época (época de terribles convulsiones en estos mismos niveles) Arias Montano fue mucho más importante y decisiva, en muchos aspectos, de lo que hoy se reconoce. Según su propio testimonio fue el mismo Papa quien le indicó que siguiese el camino de la escritura, de la exposición doctrinal, como el más oportuno y adecuado en servicio a la Santa Iglesia; el ejemplo que hemos anotado más arriba de cómo en sólo dos meses resuelve en la corte papal lo que todo el poder e influencia de Felipe II no pudo resolver, es significativo al respecto. Por su parte, se dice que el “rey católico” “no podía vivir sin él”, cosa que demostró durante toda su vida, a pesar de las fortísimas intrigas que se desencadenaron en su contra, haciéndole llamar una y otra vez para los más diversos servicios o reteniéndole, muy a pesar de Montano, en el Escorial o en la corte.

Aparte de ejercer como consejero ante los distintos gobernadores de Flandes y de acudir a Roma en defensa de la Políglota, Arias fue comisionado por Felipe II a Portugal, Francia e Inglaterra. El duque de Alba contaba especialmente con Arias, con el que mantenía prolijas discusiones sobre las medidas que había que adoptar para la completa pacificación de Flandes: “Estando aquí me ocupa casi todas las tardes en que estamos parlando a solas, y cuando estoy en Bruselas las mañanas, y a la mesa después de mesa dos horas y a la noche dos y tres y cuatro”, escribiría Montano.

Arias creía profundamente en la grandeza y rectitud de “Felipe el Católico”, caudillo enviado por Dios para la defensa de la Iglesia y de la república cristiana. Según Montano el fin de toda acción política consistía en establecer la unidad católica, representada por el rey de España quien por encargo de Dios tenía el deber de defender la Iglesia contra Satanás, a quien veía en su forma contra-inciática (“enemigos de la Verdad divina”, los llamaba) manejando los hilos de las diversas tramas del momento. El concepto que tenía de la realeza estaba enteramente fundado en la Lex divina. Sin embargo, con respecto a las guerras de Flandes, criticaba los abusos y recordaba que “la soberbia derribó siempre a los que se tuvieron por más fuertes, y así hará a nosotros si Dios no nos da a entender cuál es la verdadera fortaleza y la loable reputación”. Arias sugería volver al régimen que prevaleció en el reinado de Carlos V, es decir, defender la unidad católica pero no dar precedencia absoluta a los intereses españoles, respetando usos y costumbres de los diferentes pueblos. Defendía, con san Isidoro, san Bernardo y otros, que la religión había de aceptarse por convencimiento, no por la fuerza, y a ello dedicó su obra.

En el frontispicio de introducción a la Biblia políglota, Arias mandó hacer un grabado representando la Pietas Concordie, donde se representaban un lobo, un cordero, un león y un toro en perfecta concordia. Encima de los animales hay una corona formada por la palma, símbolo de Israel; el sauce, de Babilonia; el olivo y la encina, propio de Atenea y de Saturno, representando a los griegos y latinos. Con ello se pretende afirmar la inspiración de las diferentes lenguas en que se ha transmitido el texto sagrado. Además se presentan, juntos, en una visión escatológica, los grandes imperios del pasado reunidos en una paz paradisíaca. Con esta imagen y con la Pietas Regia, dedicada a Felipe II, se presenta la idea imperial como emanando del Espíritu Santo, santificada por la Iglesia pero trascendente ante las formas tradicionales. Idea imperial que fue el objetivo iniciático de la Orden del Temple, proseguido por los Fieles de Amor, la Orden Rosacruz y, finalmente, el escocismo masónico. Este imperio, en la mentalidad tradicional, no es por supuesto una mera formula política, sino, como señala Pierre Ponsoye (“El Islam y el grial”, Olañeta, editor): “la comunicación al mundo cristiano de la autoridad y la realidad de Cristo bajo su aspecto de realeza. Puede hablarse, pues, de un Misterio imperial, que no es otro que el Misterio crístico en su extensión temporal, y también en su perspectiva escatológica, pues el aspecto de realeza está relacionado más bien con la Segunda Venida, como el Imperio lo está, en su manifestación última, con la Jerusalén celestial”.

Naturalmente, su actividad pública había de atraer (como la de Arnau de Vilanova) al “león que ruge y merodea enrededor nuestro”, parafraseando la frase bíblica. Efectivamente, Arias fue objeto de una persecución encarnizada y sin tregua por parte de un “partido secreto”, en acertada frase de Antonio Nicolás, que escogió como inconsciente portavoz a León de Castro apodado por Arias como el “rugiente”, que fue el elemento que combatió durante muchos años la obra y figura de Arias, en especial enemigo declarado de la Biblia políglota, que hizo todo lo que pudo para que no fuese aprobada por Roma y que aun después de su aprobación continuó denunciándola, hasta el punto de abrir por su denuncia un proceso inquisitorial contra nuestro personaje. Este León, no conociendo el hebreo y presumiendo de teólogo, no podía sufrir a los que como Arias Montano negaban que pudiese haber teólogo completo sin él. La malignidad del personaje y sus pocos escrúpulos, ni siquiera por la obediencia debida, no dudó en hacer lo dicho atropellando los respetos del Papa que la había aprobado y del rey que la autorizaba con su nombre. Castro afirmaba que como los que secretamente lo movían y sostenían nunca quisieron dar la cara se vio obligado a salir él solo a la palestra.

En sus acusaciones hay tales contradicciones que se veía obligado a desacreditar a un tiempo el original hebreo, la versión de los setenta y la Vulgata con lo que venía a dejar a la Iglesia sin Escritura fiel y auténtica, con lo que a pesar del fin proclamado se venía a caer en lo opuesto, dando razones a los protestantes. En este affaire admira cómo siendo tan clara la insuficiencia de las acusaciones y la ineptitud del acusador, tan bien sentada la opinión del acusado, tan acreditada y aplaudida su obra, estando incursos el crédito del propio Papa y del rey católico, se hubiese dado lugar a formación de causa y por tanto tiempo. Deducimos con otros investigadores en que sólo un partido secreto que contaban con poderosos apoyos y que utilizaba al pobre pero fanático León de Castro para sus maniobras pudo llevarla a cabo. La causa se resolvió con el dictamen del padre Mariana que, aunque absolvió al acusado, no dejó por ello de intentar hacer sombra al mérito de Montano y disculpar a la acusación. Ejemplos de ello, asaz significativos para nosotros, son: que al tratar de los principios de las cosas coincidía con Ramón Llull, que explicaba los nombres sagrados por la Cábala y que citaba los libros de la Mishná.


La Familia del Amor

Durante su estancia en Amberes, donde residió para dirigir la edición de la famosa Biblia, Montano conoció a varios personajes, entre ellos eruditos de gran renombre como Justo Lipsio, afiliados a una organización, probablemente de carácter iniciático llamada la Familia del Amor. Rekers, autor de una de las monografías sobre nuestro esoterista (tan celebrada como contestada en sus aspectos más esenciales), confiesa que no existen pruebas de la afiliación familista de Arias, deduce sin embargo que debió pasar entre 1573 y 1575, y esto por las cartas que Plantino escribió a partir de su partida en 1575, y añade: “Hasta 1583 no disponemos de pruebas definitivas para concluir que Arias Montano estaba enteramente sometido a la autoridad de los escritos del profeta”. Si se analizan sin prejuicios estas cartas lo único que se puede concluir es la autoridad que Arias atribuía a Hïel en materia exegética y espiritual, pero por la forma en que se tratan estos asuntos se da a entender precisamente que Arias no seguía ninguna directriz de aquél. Siempre se trata de los comentarios exegéticos del jefe familista, nunca de otra cosa.

En 1586, Arias requiere de Hïel (luz de Dios) precisiones acerca del primer capítulo de las visiones de Ezequiel, es decir, de la visión de la Mercabá, la doctrina metafísica judía. La autoridad que nuestro alajareño otorgaba al jefe de la familia del amor, al que en su correspondencia con Plantino y no sin reserva llamaba “testigo” o “amigo”, se expresa bien en la siguiente frase: “Pienso que no me será difícil obtener esto (respuestas a sus preguntas sobre Ezequiel) de quien ha sido favorecido por Dios en tantas cosas, a semejanza de aquellos que aspiran a ser instruidos por Él, y que, en espera de obtener esta gracia, desean ser discípulos de los teólogos”. Esta última frase es bien curiosa, puesto que el que la escribe es doctor en teología y de quien se habla es prácticamente analfabeto. Arias insistió mucho y consiguió finalmente un comentario escrito de Hïel sobre Ezequiel. Otro sobre el Apocalipsis fue utilizado por Arias en su comentario a la edición latina de la políglota, incluso afirma que lo que en este texto hay de cosecha propio no se ha escrito sin el consejo de aquél. Por su parte Hïel llamaba a Montano “amigo de la Verdad”. Los familistas sabían muy bien de la admiración y veneración de Arias por su jefe y no se privaban de proclamarlo con satisfacción. Lo que demuestra, junto con la correspondencia interpuesta, que Arias no era miembro de la Familia del Amor, sino que tenía con éstos relaciones semejantes a las que tuvo en el seno de la orden de Santiago, con su correspondiente en la Orden de San Jerónimo (como luego veremos), o con otras organizaciones herméticas e incluso masónicas de su tiempo; relaciones derivadas de su función de tasarrufí.

El principio básico de la Familia del Amor era la “identificación personal con el Ser divino”, partían de la base de que la razón humana es insuficiente para comprender la palabra divina. Para el entendimiento de la Sagrada Escritura dependían de la interpretación esotérica del Maestro, estas interpretaciones eran aceptadas de buen grado por hombres inteligentes y eruditos, tales como, además de Montano, Lipsio (que mantuvo correspondencia con Quevedo), Masio y Ortelio; Guillermo Postel, enigmático cabalista y famoso orientalista parisino, estuvo en estrecho contacto con la Familia del Amor y recomendó a dos de sus discípulos, los hermanos Guido y Nicolás Lefevre de la Boderie como colaboradores de la políglota. Mediante este estudio y el abandono en la divina Providencia se llegaba a establecer contacto directo con Dios escuchando cierta voz interior. No consideraban tan importante el Cristo histórico como el Cristo principio, que no había que buscar fuera sino dentro, en el corazón. Lo importante de los Evangelios no es la verdad histórica sino el significado simbólico, aplicable a la realización personal del cristiano. “Lo que leemos de Cristo, Dios hecho hombre y hombre hecho Dios, enseña que debe realizarse en todo hombre perfecto, nueva criatura. Llaman a ésta “hombre deificado”. En ese culto externo que conduce al hombre a Dios y al estado perfecto, enumeran la misa y otras ceremonias papistas. El fundador de esta familia, H.N. publicó un pequeño comentario sobre la misa en el que expone qué es en ella misterio y qué imágenes de cosas divinas y humanas a las que los misófilos deben prestar mayor atención, por ser un escalón hacia un más excelente conocimiento de Dios”. Este extracto de una carta del calvinista Adrián Saravia, que anduvo con Plantino y Lipsio, nos informa de algunas características que el pudo apreciar directamente, aunque deformadas por la mentalidad protestante.

Hay que señalar que, a pesar de lo dicho por Rekers, los familistas eran todos católicos, y que veían tanto en los ritos como en las imágenes sagradas de esta forma tradicional, “ocultos misterios que no entiende todo el mundo”, así como el medio para lograr la salvación. No entraremos aquí a discutir esta cuestión, que es más que evidente, simplemente añadiremos con Maurits Sabbe, director del Museo Plantino, que “para darse cuenta de las convicciones religiosas de Plantino (impresor de la políglota y de toda la obra de Arias Montano, amén de destacado familista) lo mejor que podemos hacer es ver qué dice cuando está solo consigo mismo, sin ningún factor extraño que influencia sus actos ni sus pensamientos, cuando se muestra tal cual es. Estos momentos los encontramos en su correspondencia. Plantino no podía fingir cuando recomendaba a su propios hijos que siempre fuesen fieles a la Iglesia católica”. Parece que la Familia del Amor continuó la denominada “mística renana”, algunos contemporáneos creían ver en su doctrina la de Tauler y la de la “Teología Germánica”. Posiblemente su filiación viniese a través de la llamada “devoción moderna”, una adaptación que llega hasta Tomás de Kempis y su “Imitación de Cristo”, fundada en 1374 por Geert Groote, quien inicia un amplio movimiento de entrada de los laicos en el terreno religioso, fundando diversas comunidades en Holanda y Westfalia. Sus características son: la posibilidad de vivir religiosamente sin regla ni voto perpetuo, el desarrollo de un trabajo ordinario, y la mezcla de clérigos y laicos en comunidades que viven “como el clero”, sin pertenecer por ello a un orden.

En 1576 se le encarga a Arias la dirección de la Biblioteca de El Escorial, donde iba a pasar 10 años. Allí clasifica todos los libros en 64 materias, número en que se cuentan las ciencias hindúes, que forman los hexagramas del I Ching y los cuadros del Ajedrez, tablero que refleja el “campo” de la manifestación formal en el que combaten los devas y los asuras; número cuadrado de 8 (mediador entre el cielo y la tierra) que comprende, en consecuencia simbólica, la totalidad de la Cosmología, el dominio conjunto de los mundos sutil y corpóreo; tal como se refleja en su “Gran Obra” al tratar la parte denominada “Corpus”, que entiende en el mismo sentido que la palabra “carne” en el texto sagrado, sino también “esa esencia inmaterial que vivifica e informa anímicamente el desarrollo y la actividad de los animales y clasifica sus acciones en las categorías de una estética moral o intelectiva”.

La Orden de San Jerónimo

La estancia de Montano en el Escorial habría de servir para ponerle en contacto con la Orden de san Jerónimo, que tenía a su cargo el monasterio. Los jerónimos eran continuadores de una tradición exegética lejana pero sólida, desde antiguo los santos ermitaños practicaron el aprendizaje de las lenguas clásica y hebrea. La Orden jerónima, también exclusivamente española, tiene un origen misterioso. Los anales de la orden, relatados por el que iba ser uno de los grandes discípulos de Montano, el padre José de Sigüenza, cuentan que fue fundada por san Jerónimo en su monasterio de Belén, donde sus eremitas continuaron la tradición del gran padre de la iglesia latina. Desde 632, con la toma de Palestina por los árabes, hasta 1350 no se sabe que continuase esta tradición monacal, pero según el padre Sigüenza: “como río caudaloso, que se esconde, por lo secreto de sus entrañas largo espacio, y torna después con nueva claridad y frescura a aparecer a nuestros ojos, así tornó al mundo cerca de los años de 1350, esta sagrada religión”. Lo cierto es que por esas fechas un franciscano italiano, descendiente espiritual, al decir de algunos, de Joaquín de Fiore, Tomas Succio (como su maestro “dotado de espíritu profético”) ve justo antes de morir que “el Espíritu Santo desciende sobre España en la fundación de una religión”, y es así que sus discípulos se vienen a España donde “casualmente” se encuentran con otros eremitas españoles que “al tiempo que el santo F. Tomás vio desde Italia esta venida del Espíritu Santo a España... se movieron en ella muchos, llevados del mismo Espíritu a dejar casa y ciudades, y se retiraron a los lugares más desiertos que hallaron... en todos bullía un propósito secreto, de levantar el nombre, orden y religión de san Jerónimo”. Estos ermitaños fueron a retirarse todo en los alrededores de Toledo donde misteriosamente se encontraron con los italianos. La elección de Toledo, o más bien de la antigua Carpetania (región sagrada de los celtíberos), no es casual; no podemos detenernos en desarrollar esta cuestión, diremos sin embargo que Toledo (cuya raíz proviene de la mítica Tulé, el Centro del Mundo) ha sido considerada siempre, por todos los pueblos que han pasado por España, como el centro sagrado de la península, los musulmanes en su invasión fueron directamente a la conquista de esta ciudad, a la que llamaban, muy significativamente, Tulaitula. Como dice fray José de Sigüenza: “Pareciéndoles que habiendo de estar a la espera de este don tan grande que venía a España, era bien tomar el puesto en medio de ella... De allí como de centro se comunicase por toda la circunferencia”.

La posteridad espiritual de Montano se halla en la orden jerónima y no en Santiago, como hemos dicho. Así, Bartelus Valentinus (José Carlos Bartelo) escribe a Plantino que “gracias a Montano he entrado en el mejor de los caminos, en el que él me precedió”. Los jerónimos de El Escorial sentían una admiración profunda por Montano, a quien tenían por su maestro y por santo. En El Escorial, además de bibliotecario, Montano fue nombrado profesor de hebreo. Discípulos suyos son Sigüenza, Alaejos, Martín de la Vera, Francisco Trujillo y Gaspar Centol, continuadores de la tradición escriturística para la que el valor mayor es el texto original de la Biblia, único “canal puro” por el que la palabra de Dios puede llegar hasta los hombres; las alegorías y las demás clases de exégesis son superficiales, atañen a la moral, la exégesis “hebrea” es metafísica. Discípulo predilecto y secretario personal de Árias, fue otro jerónimo, Pedro de Valencia, quien fundó en Zafra una escuela en cuyo currículo se incluían el “Humanae Salutis Monumenta” y el “Dictatum Cristianum” de Arias. Montano le dedica su comentario a los Salmos y dice de él que es “iniciado en el secreto de la verdadera piedad”.

Arias Montano mostró siempre gran interés por las artes, de las que era gran conocedor. Entendía de, e incluso practicaba, pintura, escultura, arquitectura, poesía, música y artes manuales; en esto coincidió con los jerónimos, que, como dice Sigüenza en su “Historia de la orden”, destacaban por su arte en toda clase de oficios. En su relación con Arias hubo monjes que hicieron consonancia con él en poesía, música, etc. Fray Juan de san Jerónimo destaca que “los oficiales, arquitectos, pintores y personas hábiles hallaban en él cosas que aprender”. Dedicaba los días santos a la poesía, empleando las fiestas de 1570 a elaborar los “Monumenta”, y las del 72 a componer la versión de los Salmos. Montano entendía la contemplación como “ocio santo”, para el los contemplativos viven en un “sábado regalado” puesto que llevan el “oratorio dentro del alma”. Este trabajo “santificado” de creación poética, seguramente se efectuaba en un sentido que hoy es casi imposible de comprender, debido al nominalismo en el que hemos sido educados. Para el poeta tradicional las palabras pueden formar armonías rítmicas que reflejen las operaciones de los arquetipos angélicos, la poesía así entendida es una verdadera poeisis, en su otro significado de “técnica operativa”. Es, ciertamente, una “contemplación estética” que comienza en la lectio, es decir, leyendo y releyendo un pasaje de la Escritura (o varios sobre un mismo tema) sobre el que luego se reflexiona, “rumiando”, como decía Orígenes, los conceptos y sus relaciones lingüísticas, filosóficas, aritméticas, simbólicas en suma, es la meditatio; a continuación se intenta reflejar esa meditación mediante la técnica poética: oratio, su síntesis final, su lectura arrobada, es la contemplatio. De filiación horaciana declarada, se tiene a nuestro polígrafo como uno de los máximos poetas latinos del siglo XVI. Su obra poética comprende los cuatro libros en verso de la “Retórica”, Humanae Salutis Monumenta”, traducción de los “Salmos de David in Latinum carmen”, “De Diviniis Neptiis”, la antología de los “Poemata”, sus “Hymni et Saecula” y la “Oda sáfica a la fuente de la Peña”.

Arias dirigió a diversos artistas en la composición de los grabados que acompañan sus obras. Buscaba sobre todo la sencillez en las formas que hiciera posible el que la imagen se comprendiera y quedara grabada con rapidez. Para él los elementos compositivos más importantes habían de ser la simetría y la axialidad. En su “Humanae Salutis Monumenta”, cada una de las escenas había de representar un aspecto de la doctrina cristiana y servir al lector para rememorar: es decir, recuperar un sentido de “imagines” de la “ars memorativa”. Este “arte de la memoria” tiene un significado iniciático preciso, relacionado con la anamnesis de la que hablaba Platón, con el dikr (“recuerdo de Dios”) que usan los iniciados musulmanes o con los yantras hindúes y budistas. Se trata, por medio de la contemplación visual, de reencontrar en uno mismo aquello que se representa. En el estilo, Árias Montano seguía el tradicional de los libros de horas medievales. Los historiadores del arte han destacado el parentesco que existe entre las imágenes de Arias y la obra de Durero, del que Montano, en su correspondencia a Ovando, refiere su admiración. No vamos a descubrir la pertenencia de Durero a determinadas organizaciones iniciáticas. Arias llamaba a sus emblemas del “Humanae Salutis” arquitectónicos, porque se atiene a sus propias cifras y cánones. El elemento poético, en cambio, describe aquellas cosas que el dibujo no puede plasmar, es decir, las palabras, las emociones y los pensamientos. Los emblemas, para Arias, eran la continuación de los antiguos iconos, es por esto por lo que nunca dejó la realización de sus ilustraciones en manos de los dibujantes, sino que él mismo se encargó de sus diseños.

Para acabar este ya largo escrito, no se nos ocurre nada mejor que presentar a los lectores una poesía de José de Sigüenza, la elegía compuesta con ocasión de la muerte del venerado y llorado maestro, pleno de profundo simbolismo y realizada sin duda como una auténtica poiesis, en su completo significado.

La madre tierra y la madrastra muerte
descubren claro deste campo humano
la pequeñez, por más que arribe en vano
el hombre altivo a la más alta suerte.

Mas no es posible que a medir acierte
terreno ingenio el marco soberano
do tu alma gentil, oh gran Montano,
trazó la planta de su alcázar fuerte.

Tu cuerpo breve en este humilde suelo
quiso tocar apenas, como en un punto,
mas tu alma dio circunferencia al cielo.

Y así serás un mapa o Real trasunto
de cuanto Dios cerró en su empíreo velo,
pues tus cartas lo marcan todo junto.

viernes, 10 de septiembre de 2010

De la Esfera al Cubo, por René Guénon

Capítulo XX de El Reino de la Cantidad y lo Signos de los Tiempos, 1945.



Después de haber dado algunas «ilustraciones» de lo que hemos designado como la «solidificación» del mundo, nos queda que hablar todavía de su representación en el simbolismo geométrico, donde puede ser figurada por un paso gradual de la esfera al cubo; y en efecto, en primer lugar, la esfera es propiamente la forma primordial, porque es la menos «especificada» de todas, al ser semejante a ella misma en todas las direcciones, de suerte que, en un movimiento de rotación cualquiera alrededor de su centro, todas sus posiciones sucesivas son siempre rigurosamente superponibles las unas a las otras [1]. Así pues, se podría decir, es la forma más universal de todas, que contiene de alguna manera a todas las demás, que saldrán de ella por diferenciaciones que se efectúan según ciertas direcciones particulares; y es por eso por lo que esta forma esférica es, en todas las tradiciones, la del «Huevo del Mundo», es decir, lo que representa el conjunto «global», en su estado primero y «embrionario», de todas las posibilidades que se desarrollarán en el curso de un ciclo de manifestación [2]. Por lo demás, hay lugar a destacar que ese estado primero, en lo que concierne a nuestro mundo, pertenece propiamente al dominio de la manifestación sutil, en tanto que ésta precede necesariamente a la manifestación grosera y es como su principio inmediato; y es por lo que, de hecho, la forma esférica perfecta, o la forma circular que se le corresponde en la geometría plana (como sección de la esfera por un plano de una dirección cualquiera) no se encuentra nunca realizada en el mundo corporal [3].

Por otra parte, el cubo es al contrario la forma más «fijada» de todas, si se puede expresar así, es decir, la que corresponde al máximo de «especificación»; esta forma es también la que se atribuye, entre los elementos corporales, a la tierra, en tanto que ésta constituye el «elemento terminal y final» de la manifestación en este estado corporal [4]; y, por consiguiente, corresponde también al fin del ciclo de la manifestación, o a lo que hemos llamado el «punto de detención» del movimiento cíclico. Así pues, esta forma es en cierto modo la del «sólido» por excelencia [5], y simboliza la «estabilidad», en tanto que ésta implica la detención de todo movimiento; por lo demás, es evidente que un cubo que reposa sobre una de sus caras es, de hecho, el cuerpo cuyo equilibrio presenta el máximo de estabilidad. Importa destacar que esta estabilidad, al término del movimiento descendente, no es y no puede ser nada más que la inmovilidad pura y simple, cuya imagen más aproximada, en el mundo corporal, nos está dada por el mineral; y esta inmovilidad, si la misma pudiera ser enteramente realizada, sería propiamente, en el punto más bajo, el reflejo inverso de lo que es, en el punto más alto, la inmutabilidad principial. La inmovilidad, o la estabilidad así entendida, representada por el cubo, se refiere pues al polo substancial de la manifestación, del mismo modo que la inmutabilidad, en la que están comprendidas todas las posibilidades en el estado «global» representado por la esfera, se refiere a su polo esencial [6]; y es por eso por lo que el cubo simboliza también la idea de «base» o de «fundamento», que corresponde precisamente a este polo substancial [7]. Señalaremos también desde ahora que las caras del cubo pueden ser consideradas como respectivamente orientadas dos a dos según las tres dimensiones del espacio, es decir, como paralelas a los tres planos determinados por los ejes que forman el sistema de coordenadas al que este espacio es referido y que permite «medirle», es decir, realizarle efectivamente en su integralidad; como, según lo que hemos explicado en otra parte, los tres ejes que forman la cruz de tres dimensiones deben ser considerados como trazados a partir del centro de una esfera cuya expansión indefinida llena el espacio todo entero (y los tres planos que determinan esos ejes pasan también necesariamente por este centro, que es el «origen» de todo el sistema de coordenadas), esto establece la relación que existe entre esas dos formas extremas de la esfera y del cubo, relación en la que lo que era interior y central en la esfera se encuentra en cierto modo «vuelto del revés» para constituir la superficie o la exterioridad del cubo [8].

Por lo demás, el cubo representa la tierra en todas las acepciones tradicionales de esta palabra, es decir, no solo la tierra en tanto que elemento corporal así como lo hemos dicho hace un momento, sino también un principio de orden mucho más universal, el que la tradición extremo oriental designa como la Tierra (Ti) en correlación con el Cielo (Tien): las formas esféricas o circulares son referidas al Cielo, y las formas cúbicas o cuadradas a la Tierra; como estos dos términos complementarios son equivalentes de Purusha y de Prakriti en la doctrina hindú, es decir, como no son más que otra expresión de la esencia y de la substancia entendidas en el sentido universal, se llega también aquí exactamente a la misma conclusión que precedentemente; y es evidente que, como las nociones mismas de esencia y de substancia, el mismo simbolismo es siempre susceptible de aplicarse a niveles diferentes, es decir, tanto a los principios de un estado particular de existencia como a los del conjunto de la manifestación universal. Al mismo tiempo que esas formas geométricas, también se refieren al Cielo y a la Tierra los instrumentos que sirven para trazarlas respectivamente, es decir, el compás y la escuadra, tanto en el simbolismo de la tradición extremo oriental como en el de las tradiciones iniciáticas occidentales [9]; y las correspondencias de estas formas dan lugar naturalmente, en diversas circunstancias, a múltiples aplicaciones simbólicas y rituales [10].

Otro caso en el que la relación de estas mismas formas geométricas se pone también en evidencia, es el del simbolismo del «Paraíso terrenal» y de la «Jerusalén celestial», del que ya hemos tenido ocasión de hablar en otra parte [11]; y este caso es particularmente importante desde el punto de vista donde nos colocamos al presente, puesto que se trata precisamente de las dos extremidades del ciclo actual. Ahora bien, la forma del «Paraíso terrenal», que corresponde al comienzo de este ciclo, es circular, mientras que la de la «Jerusalén celestial», que corresponde a su fin, es cuadrada [12]; y el recinto circular del «Paraíso terrenal» no es otra cosa que el corte horizontal del «Huevo del Mundo», es decir, de la forma esférica universal y primordial [13]. Se podría decir que es este mismo círculo el que se cambia finalmente en un cuadrado, puesto que las dos extremidades deben reunirse o más bien (puesto que el ciclo no está nunca realmente cerrado, lo que implicaría una repetición imposible) corresponderse exactamente; la presencia del mismo «Árbol de la Vida» en el centro en los dos casos, indica bien que no se trata en efecto más que de dos estados de una misma cosa; el cuadrado figura aquí el acabamiento de las posibilidades del ciclo, que estaban en germen en el «recinto orgánico» circular del comienzo, y que son entonces fijadas y estabilizadas en un estado en cierto modo definitivo, al menos en relación a este ciclo mismo. Este resultado final puede ser representado también como una «cristalización», lo que responde siempre a la forma cúbica (o cuadrada en su sección plana): se tiene entonces una «ciudad» con un simbolismo mineral, mientras que, en el comienzo, se tenía un «jardín» con un simbolismo vegetal, donde la vegetación representa la elaboración de los gérmenes en la esfera de la asimilación vital [14]. Recordaremos lo que hemos dicho más atrás sobre la inmovilidad del mineral, como imagen del término hacia el que tiende la «solidificación» del mundo; pero hay lugar a agregar que aquí se trata del mineral considerado en un estado ya «transformado» o «sublimado», ya que son piedras preciosas las que figuran en la descripción de la «Jerusalén celestial»; es por eso por lo que la fijación no es realmente definitiva más que en relación al ciclo actual, y, más allá del «punto de detención», esta misma «Jerusalén celestial», en virtud del encadenamiento causal que no admite ninguna discontinuidad efectiva, debe devenir el «Paraíso terrenal» del ciclo futuro, puesto que el comienzo de éste y el fin del que le precede no son propiamente más que un solo y mismo momento visto desde dos lados opuestos [15].

Por ello no es menos verdad, que si uno se limita a la consideración del ciclo actual, llega finalmente un momento en el que la «rueda cesa de girar», y, aquí, como siempre, el simbolismo es perfectamente coherente: en efecto, una rueda es también una figura circular, y, si se deformara de manera de devenir finalmente cuadrada, es evidente que entonces no podría sino detenerse. Es por eso por lo que el momento de que se trata aparece como un «fin del tiempo»; y es entonces cuando, según la tradición hindú, los «doce Soles», brillarán simultáneamente, ya que el tiempo es medido efectivamente por el recorrido del Sol a través de los doce signos del Zodiaco, que constituyen el ciclo anual, y, al estar detenida la rotación, los doce aspectos correspondientes se fundirán por así decir en uno solo, entrando así en la unidad esencial y primordial de su naturaleza común, puesto que no difieren más que bajo la relación de la manifestación cíclica que entonces estará terminada [16]. Por otra parte, el cambio del círculo en un cuadrado equivalente [17], es lo que se designa como la «cuadratura del círculo»; aquellos que declaran que éste es un problema insoluble, aunque ignoran totalmente su significación simbólica, se encuentra que tienen razón de hecho, puesto que esta «cuadratura», entendida en su verdadero sentido, no podrá ser realizada más que en el fin mismo del ciclo [18].

De todo eso resulta también que la «solidificación» del mundo se presenta en cierto modo con un doble sentido: considerada en sí misma, en el curso del ciclo, como la consecuencia de un movimiento descendente hacia la cantidad y la «materialidad», tiene evidentemente una significación «desfavorable» e incluso «siniestra», opuesta a la espiritualidad; pero, por otro lado, por ello no es menos necesaria para preparar, aunque de una manera que se podría decir «negativa», la fijación última de los resultados del ciclo bajo la forma de la «Jerusalén celestial», en la que estos resultados devendrán de inmediato los gérmenes de las posibilidades del ciclo futuro. Únicamente, no hay que decir que, en esta fijación última misma, y para que sea así verdaderamente una restauración del «estado primordial», es menester una intervención inmediata de un principio transcendente, sin lo cual nada podría ser salvado y el «cosmos» se desvanecería pura y simplemente en el «caos»; es está intervención la que produce el «vuelco» final, ya figurado por la «transmutación» del mineral en la «Jerusalén celestial», y que conduce seguidamente a la reaparición del «Paraíso terrenal» en el mundo visible, donde habrá en adelante «nuevos cielos y una nueva tierra», puesto que será el comienzo de otro Manvantara y de la existencia de otra humanidad.

Notas:
[1] Ver El Simbolismo de la Cruz, cap. VI y XX.
[2] Esta misma forma se encuentra también en el comienzo de la existencia embrionaria de cada individuo incluido en este desarrollo cíclico, puesto que el embrión individual (pinda) es el análogo microcósmico de lo que es el «Huevo del Mundo» (Brahmânda) en el orden macrocósmico.
[3] Se puede dar aquí como ejemplo el movimiento de los cuerpos celestes, que no es rigurosamente circular, sino elíptico; la elipse constituye como una primera «especificación» del círculo, por desdoblamiento del centro en dos polos o «focos», según un cierto diámetro que desempeña desde entonces un papel «axial» particular, al mismo tiempo que todos los demás diámetros se diferencian entre sí en cuanto a su longitud. Agregaremos de pasada a este propósito que, puesto que los planetas describen elipses de las que el sol ocupa uno de los focos, uno podría preguntarse a qué corresponde el otro foco; como ahí no se encuentra efectivamente nada corporal, debe haber algo que no puede referirse más que al orden sutil; pero éste no es el lugar de examinar más esta cuestión, que estaría completamente fuera de nuestro tema.
[4] Ver Fabre d´Olivet, La Langue hébraïque testituée.
[5] No es que la tierra, en tanto que elemento, se asimile pura y simplemente al estado sólido como algunos lo creen equivocadamente, sino que ella es más bien el principio mismo de la «solidez».
[6] Por eso es por lo que la forma esférica, según la tradición islámica, se refiere al «Espíritu» (Er-Rûh) o a la luz primordial.
[7] En la Kabbala hebraica, la forma cúbica corresponde, entre las Sephiroth, a Iesod, que es en efecto el «fundamento» (y, si se objetara a este respecto que Iesod no es sin embargo la última Sephirah, sería menester responder a eso que después de ella no hay más que Malkuth, que es propiamente la «sintetización» final en la que todas las cosas son reducidas a un estado que corresponde, a otro nivel, a la unidad principial de Kether); en la constitución sutil de la individualidad humana según la tradición hindú, esta forma se refiere al chakra «básico» o mûlâdhâra; esto está igualmente en relación con los misterios de la Kaaba en la tradición islámica; y, en el simbolismo arquitectónico, el cubo es propiamente la forma de la «primera piedra» de un edificio, es decir, de la «piedra fundamental», puesta en el nivel más bajo, sobre la cual reposará toda la estructura de ese edificio y que asegurará así su estabilidad.
[8] En la geometría plana, se tiene manifiestamente una relación similar considerando los lados del cuadrado como paralelas a dos diámetros rectangulares del círculo, y el simbolismo de esta relación se corresponde directamente con lo que la tradición hermética designa como la «cuadratura del círculo», de la que diremos algunas palabras más adelante.
[9] En algunas figuraciones simbólicas, el compás y la escuadra están colocados respectivamente en las manos de Fo-hi y de su hermana Niu-koua, del mismo modo que, en las figuras alquímicas de Basile Valentin, están colocados en las manos de las dos mitades masculina y femenina del Rebis o Andrógino hermético; se ve por eso que Fo-hi y Niu-koua son en cierto modo asimilados analógicamente, en sus papeles respectivos, al principio esencial o masculino y al principio substancial o femenino de la manifestación.
[10] Es así, por ejemplo, como las vestiduras rituales de los antiguos soberanos, en China, debían ser de forma redonda por arriba y cuadrada por abajo, el soberano representaba entonces el tipo mismo del Hombre (Jen) en su función cósmica, es decir, el tercer término de la «Gran Triada», que ejerce la función de intermediario entre el Cielo y la Tierra y que une en él las potencias del uno y de la otra.
[11] Ver El Rey del Mundo, pp. 128-130 de la ed. francesa, y también El Simbolismo de la Cruz, cap. IX.
[12] Si se aproxima esto a las correspondencias que hemos indicado hace un momento, puede parecer que haya ahí una inversión en el empleo de las dos palabras «celestial» y «terrenal», y, de hecho, aquí no convienen más que bajo una cierta relación: al comienzo del ciclo, este mundo no era tal como es actualmente, y el «Paraíso terrenal» constituía en él la proyección directa, entonces manifestada visiblemente, de la forma propiamente celeste y principial (por lo demás, estaba situado en cierto modo en los confines del cielo y de la tierra, puesto que se dice que tocaba la «esfera de la Luna», es decir, el «primer cielo»); al final, la «Jerusalén celestial» desciende «del cielo a la tierra», y es únicamente al término de este descenso cuando aparece bajo la forma cuadrada, porque entonces el movimiento cíclico se encuentra detenido.
[13] Es bueno destacar que este círculo está dividido por la cruz que forman los cuatro ríos que parten de su centro, y que dan así exactamente la figura de la que hemos hablado cuando señalábamos la relación del círculo y del cuadrado.
[14] Ver El Esoterismo de Dante, pp. 91-92 de la ed. francesa.
[15] Este momento es representado también como el de la «inversión de los polos», o como el día en que «los astros saldrán por Occidente y se pondrán por Oriente», ya que un movimiento de rotación, según se le vea desde un lado o desde el otro, parece efectuarse en dos sentidos contrarios, aunque no sea siempre en realidad más que el mismo movimiento que se continúa desde otro punto de vista, correspondiente a la marcha de un nuevo ciclo.
[16] Ver El Rey del Mundo, p. 48 de la ed. francesa. —Los doce signos del Zodiaco, en lugar de estar dispuestos circularmente, devienen las doce puertas de la «Jerusalén celestial», de las que tres están situadas en cada lado del cuadrado y los «doce Soles» aparecen en el centro de la «ciudad» como los doce frutos del «Árbol de Vida».
[17] Es decir, de la misma superficie si uno se coloca en el punto de vista cuantitativo, pero éste no es más que una expresión completamente exterior de aquello de lo que se trata en realidad.
[18] La fórmula numérica correspondiente es la de la Tétraktys pitagórica: 1+2+3+4 = 10; si se toman los números en sentido inverso: 4+3+2+1, se tienen las proporciones de los cuatro Yugas, cuya suma forma el denario, es decir, el ciclo completo y acabado.


Imagen superior izquieda: Tríptico cerrado del Jardín de las Delicias, La Creación del mundo, pintada por Hieronymus Bosch, El Bosco, siglo XV, alude al tercer día de la creación del mundo donde predominan las formas vegetales y el agua, pero no hay animales ni sol ni luna.

1ª Imagen inferior derecha: Ilustración del Beato de Liébana, siglo VIII, representando la Jerusalén celeste con sus doce puertas orientadas de tres en tres hacia cada punto cardinal.

2ª Imagen inferior derecha: Ilustración de la Kaaba.