miércoles, 8 de julio de 2009

La Luz y el Intelecto por Joaquín Bosch

¿Desde cuándo sois masón?
Desde que he recibido la luz.


Instrucción del 1er. grado

Es un hecho indiscutible y de por sí evidente que la luz es el símbolo universal del conocimiento. “Ver la luz” es, incluso coloquialmente hablando, “entender, conocer”. La luz y su simbolismo juegan un papel fundamental en el entramado ritual de la Masonería en general y, en particular, en el rito de apertura de logia así como en el de clausura, en la iniciación y en la instrucción del primer grado. No en vano los masones son conocidos con el epíteto de “hijos de la luz”, pues sin la luz no se puede comprender nada, y mucho menos lo que es la Masonería. Por ese motivo nos proponemos traer a colación algunos aspectos de este simbolismo, rememorando y comentando ciertas frases del ritual a través de las cuales se nos permite inferir qué es el trabajo masónico, cuál es su objetivo y qué medios poseemos para realizarlo.

Cabe empezar diciendo que en algunas versiones del ritual de apertura de la logia se comienza con una invocación a la luz, como nos recuerdan estas palabras que debe pronunciar el V.·. M.·.:

V.·. M.·.: H.·. 1er. Vig.·. ¿qué pedimos cuando entramos por primera vez en el templo?
H.·. 1er. Vig.·.: La luz, V.·. M.·.
V.·. M.·.: ¡Que esa luz nos ilumine!

Es de resaltar que esta invocación se realiza en un momento muy concreto: sólo cuando se ha comprobado que la logia está debidamente cubierta y que todos los asistentes son aprendices masones. Sólo entonces podemos entrar en las vías que nos han sido trazadas, únicas por las cuales la luz puede hacerse presente. En efecto, al cubrir la logia se define un límite exterior, un perímetro que nada profano puede cruzar. Así se asegura un espacio cualitativamente propicio para servir de soporte de manifestación a la luz cuya presencia se invoca, la cual va a ser la que permitirá realizar el trabajo iniciático y que, por lo tanto, debe ser recibida, como es, por otro lado, evidente, puesto que los que en ese espacio se encuentran ubicados son aquellos que ya la han recibido por primera vez, como luego veremos un poco más extensamente, es decir, los iniciados, dado que un profano no puede traspasar la puerta del templo ni soportar la presencia lumínica porque se vería completamente abrumado y fulminado por ella al no haber sido debidamente preparado para recibirla.

Por otro lado, al invocar la presencia de la luz, a través de las palabras del V.·. M.·., y no de cualquier otro, se determina un lugar, el Oriente, que adquiere o, mejor dicho, manifiesta su cualidad de fuente o de foco a partir del cual se trazan las vías por las que todo masón, y en este caso todo Aprendiz, debe entrar para construir su edificio. Al manifestarse, la luz única del Oriente se desdobla en un ternario y, de este modo, las vías que debemos recorrer son trazadas por los tres oficiales principales de la logia, es decir, por las tres luces, que con sus antorchas se trasladan desde el Oriente hasta el centro umbilical del taller para iluminar los tres pilares: la Sabiduría (que preside), la Fuerza (que sostiene) y la Belleza (que adorna). Sólo así la luz del Oriente recubre, mediante ese recorrido ritual, toda la logia, que entonces se transforma en un lugar muy iluminado y muy regular. Se manifiestan, pues, tres facetas primordiales, tres cualidades concretas que la luz focal del Oriente contenía en sí de modo indistinto hasta ese momento. Resaltemos también que esa manifestación de la luz se despliega, no de cualquier manera, sino en un orden determinado, de forma jerárquica, y que ese orden, como el de todo el rito, es altamente significativo, pues nos recuerda explícitamente el orden que rige el Cosmos y el que nos rige a nosotros mismos en tanto seres manifestados. Al pasar de las tinieblas a la luz nos acomodamos a ese orden, lo re-conocemos y lo re-actualizamos, puesto que lo vemos reflejado en el orden simbólico del templo.

Por otro lado, la frase que el V.·. M.·. pronuncia al abrir los trabajos alude también al ritual de iniciación. En efecto, cuando el postulante ha realizado su primer juramento de silencio se transforma en neófito y en ese estado, particularmente germinal, se le lleva entre columnas, aún con los ojos vendados, y allí el H.·. 1er. Vig.·. solicita que la venda le sea quitada, que vea y medite; entonces el V.·. M.·. ordena: que la luz le sea dada. Sin embargo, esta primera recepción de la luz es sólo provisional, momentánea, puesto que el neófito es vendado de nuevo y llevado fuera del templo. Aún se producirá una segunda transmisión de la luz, esta vez de carácter definitivo y definitorio, puesto que se podría decir que constituye la iniciación propiamente dicha, en la cual el neófito es colocado en la cadena de unión y sólo allí, una vez que ha sido juzgado digno de ello, la luz le será dada de nuevo, tras haber sido invocada por todos los miembros del taller, es decir, por todos aquellos que tienen cualidad para servirle de soporte y para transmitírsela. Por último, el neófito es conducido a Oriente, a la fuente misma de la luz, donde el V.·. M.·. lo consagra, instituye y recibe, es decir, consolida en él la luz que acaba de recibir, de modo que deja de ser neófito para pasar a ser ya Aprendiz. Desde ese momento, podría decirse que ya no actúa por sí mismo sino en función del principio lumínico que le ha sido transmitido y lo ha generado de nuevo, el cual no es otra cosa más que la presencia espiritual del G.·. A.·. D.·. U.·.. Por eso reza la instrucción que:


Un masón es un hombre libre y de buenas costumbres...., el hombre libre es el
que, después de haber enterrado los prejuicios de lo vulgar, se ha visto renacer
a la vida nueva que confiere la Iniciación.

Así pues, el Aprendiz ha recibido la iniciación a través de la transmisión de la luz, y para ello se ha comprometido bajo juramento a guardar un secreto. A este respecto, en ciertas versiones de la instrucción del primer grado se nos dice:

¿En qué consisten los secretos de la Orden?

En el conocimiento de las
verdades, de las que los símbolos masónicos son la traducción sensible.

por otro lado, también se nos dice que:

La luz sólo ilumina al espíritu humano cuando nada se opone al resplandor.
Mientras la ilusión y los prejuicios nos ciegan, la oscuridad reina en nosotros
y nos convierte en insensibles al resplandor de lo verdadero.

¿Qué se puede deducir de estas dos frases?: que las verdades que la Masonería resguarda bajo secreto sólo pueden conocerse a través de los símbolos, que son su traducción sensible, y a través del abandono radical de la ilusión y los prejuicios que nos ciegan. Dichas verdades resplandecen, es decir, están contenidas en la luz, son la luz misma. Para conocerlas hay que participar de su luz, y esa participación de la luz, esa iluminación, solamente puede darse realmente a través del espíritu y en el espíritu. De otro modo, la oscuridad reina en nosotros.

Otra frase de la instrucción nos indica más claramente aún en qué consiste ese conocimiento luminoso:

El Oriente indica la dirección de donde procede la luz y el occidente la región
donde termina. El occidente representa, pues, el mundo visible que perciben los
sentidos... El Oriente, al contrario, representa el mundo intelectual que no se
revela más que al espíritu...

El conocimiento de las verdades que la Masonería nos propone implica, pues, un proceso gradual, un viaje por las vías que nos han sido trazadas, que va de occidente a Oriente, es decir, del mundo visible que perciben los sentidos al mundo intelectual que sólo se revela al espíritu. Se trata, así, de recorrer en sentido inverso el mismo camino que la luz ha trazado para revelarse y forjar el Cosmos. Esto queda patente una vez más en otro significativo fragmento de la instrucción:

¿Qué significa la marcha del Aprendiz?

El celo que debemos mostrar yendo
hacia la luz.

Como intermediarios en ese camino de conocimiento se nos presentan los símbolos. Éstos, pues, unen, como su propio nombre indica [1], lo sensible con lo inteligible, y participan de ambas naturalezas simultáneamente; en ese sentido, son como canales permeables que debemos penetrar y que, a la vez, deben penetrarnos. Nuestro trabajo con los símbolos, por tanto, no puede ni debe reducirse exclusivamente a contemplar de modo pasivo su mera apariencia externa, como si fuesen objetos decorativos más o menos bellos. Eso sería limitarse y limitarlos erróneamente a su faceta cortical, sensible, estética, cuando claramente se nos indica todo lo contrario, esto es, que con su ayuda instrumental podemos y debemos alcanzar el Oriente, el mundo intelectual, el lugar del que procede la luz que se revela únicamente al espíritu.

¿Qué se nos sugiere con esto?. De entrada, se está identificando claramente al espíritu con el intelecto, puesto que se nos dice que el conocimiento real es el conocimiento de la luz, y que éste no se limita al conocimiento de lo sensible sino que, lejos de ser rechazado, y lejos también de constituir el único objeto de conocimiento, lo sensible debe ser situado en el lugar y el sitio que le corresponde, esto es, tiene que ser re-integrado, reabsorbido en su fuente intelectual, o lo que es lo mismo, espiritual.

Desde esta perspectiva, es evidente que el conocimiento limitado a la realidad sensible es solamente propio del mundo profano (o incluso, podría precisarse, de una determinada concepción profana de las cosas) pues en él, como dice también la instrucción: las verdades esenciales están rodeadas de sombras espesas, los prejuicios y la ignorancia lo dominan. Sus métodos son vulgares, incorrectos, parciales, están viciados de entrada y no pueden tener sitio dentro de un templo sagrado ni, por lo tanto, en una logia masónica. Cabe recordar, a este respecto, que los deberes de un masón son dos: huir del vicio y practicar la virtud; y también conviene no olvidar que la virtud se practica prefiriendo la Justicia y la Verdad a todas las cosas. La búsqueda de la verdad y de la justicia y la búsqueda de la luz son, por lo tanto, esencialmente la misma cosa. Hemos visto que la luz procede del mundo intelectual o inteligible, esto es, que sólo el intelecto puede captar la luz y, por consiguiente, conocer la verdad y aplicar la justicia. Nos quedaría por discernir, entonces, qué significa exactamente “intelecto”, y qué son la verdad y la justicia que deben preferirse o elegirse para poder practicar la virtud y de este modo huir del vicio [2].

A este respecto, es necesario, en primer lugar, distinguir claramente entre intelecto y razón, pues ambas facultades suponen modos de conocimiento diversos que generalmente se confunden. En efecto, ya el filósofo griego Aristóteles expresaba esta diferencia de la siguiente manera:

“entre los modos de la inteligencia, en virtud de los cuales alcanzamos la
verdad, hay unos que son siempre verdaderos y otros que pueden caer en el error.
El razonamiento está en este último caso, pero el intelecto es siempre conforme
a la verdad y nada hay más verdadero que el intelecto” [3].

El maestro cristiano santo Tomás de Aquino, conocido aristotélico, nos ofrece por su parte otra definición aún más reveladora:

“Razón designa un discurrir por el cual el alma humana llega a conocer una cosa
a partir de otra, pero intelecto designa un conocimiento simple y absoluto, de
modo inmediato, en una primera y súbita captación, sin movimiento o discurso
alguno” [4].

Aristóteles, asimismo, sitúa al intelecto por encima de la ciencia:

“Siendo los principios más notorios que la demostración, y estando toda ciencia
acompañada de razonamiento, el conocimiento de los principios no es una ciencia.
Por otra parte, sólo el intelecto es más verdadero que la ciencia; por lo tanto,
los principios pertenecen al intelecto. Los principios no se demuestran, sino
que se percibe directamente su verdad” [5] .

En definitiva, lo que se nos está diciendo de forma sumamente explícita, aunque desgraciadamente haya caído después durante siglos en el saco sin fondo del olvido, es que, por encima y más allá del conocimiento puramente racional, se encuentra el intelecto y el modo de conocimiento que le es propio, que es capaz de captar de manera integral, inmediata, directa e infalible, los principios de todas las cosas, mientras que, por su parte, el conocimiento racional es el propio de la ciencia y se caracteriza por ser distintivo, discursivo, deductivo, mediato, limitado y falible, es decir, que puede ser erróneo, engañoso y, en cualquier caso, incompleto. Cabe añadir que el modo de conocimiento propio del intelecto es suprarracional e intuitivo: percibe directamente la realidad sin necesidad de instrumentos intermediarios de ningún tipo; por lo tanto, el conocimiento intelectual (valga el pleonasmo) es el conocimiento por excelencia, lo que en las tradiciones orientales ha sido denominado, por ejemplo, con el término Jñâna, y en las occidentales con el de Gnosis.

Podemos agregar, además, que es del todo imposible comprender la significación real de esa clase de conocimiento “racionalmente”: ningún discurso puede expresarla, ni mucho menos contenerla, puesto que queda más allá del ámbito de las palabras. Todo cuanto pueda decirse, por rico, bello o profundo que sea o pretenda ser, tan sólo dará una idea más o menos aproximada, luego inadecuada e incompleta, de su realidad y de su verdadero alcance. Ese es el motivo por el cual se emplean los símbolos como medio de acceso gradual a ese tipo de conocimiento: ellos son un modo de expresión menos limitado que las palabras, es decir, más elocuente que éstas, aunque sea mudo [6], y mucho más adecuado para enterrar los prejuicios de lo vulgar, único modo de llegar a ser un hombre libre, como ya hemos visto anteriormente que se nos enseñaba en la instrucción.

Podríamos decir, por tanto, que el simbolismo es el lenguaje más adecuado para elevarse a las realidades que el intelecto puede captar directamente. Se ha dicho del simbolismo, a este respecto, que es “el lenguaje del silencio” [7] y ello puede entenderse cuando menos en un doble sentido: por un lado, que el hombre debe silenciarse a sí mismo en tanto ser individual, esto es, debe detener completamente toda agitación de origen sensorial y mental, para poder captar el significado profundo de los contenidos que el símbolo transmite y, por otra parte, que la realidad inefable, luego silenciosa en su naturaleza última, es capaz de prorrumpir en una multitud indefinida de formas y manifestarse de modo simbólico.

De esto modo, podríamos decir que la propiedad característica del simbolismo sagrado y, por tanto, su aplicación al ámbito de la iniciación, es la de poner en relación mutua todos los posibles niveles de la realidad y, en particular el individual y el universal, entre los que se desarrolla el proceso de realización efectiva. Ahora bien, un primer acercamiento racional y discursivo, luego meramente especulativo, al significado del simbolismo, no sólo no es imposible sino que incluso podría afirmarse que es inevitable y no tiene en sí mismo nada negativo, siempre y cuando no se pierda de vista que esa primera lectura es, si está bien orientada, simplemente preparatoria, luego incompleta, superficial, limitada y no agota en absoluto todos los significados que el símbolo vehicula.

Por otro lado, cabe señalar un segundo nivel de aproximación a las realidades que el símbolo expresa, y que consiste en su “vivencia” o su “incorporación”, valga la expresión, a través del rito, que no es, como se sabe, sino un conjunto de símbolos puestos en acción, luego un modo particular de expresión simbólica. En este sentido cabe decir que todo gesto ritual es simbólico por su propia naturaleza y, por lo tanto, un medio de conocimiento cuya finalidad consiste en llevar a término la “rectificación” de la individualidad psico-física[8] (tornándola absolutamente “cristalina” y “transparente” a la presencia y a la actividad del intelecto) o, desde otra perspectiva, un medio de rescatar al intelecto de su estado latente, único modo de proceder al trabajo de “desobstaculización espiritual” que representa el desbastado de la piedra bruta. [9]

Así pues, una trabajo ritual correcto y bien orientado debería tener forzosamente como consecuencia preliminar una comprensión de su naturaleza que debería ir dejando de ser puramente mental y exterior, para tornarse gradualmente intelectual en el verdadero sentido del término o, si se quiere, menos discursiva y más intuitiva, menos especulativa y más operativa, menos virtual y más efectiva. A ello podría contribuir una cierta extensión del trabajo iniciático a nivel particular y, por lo tanto, más allá del ámbito colectivo realizado periódicamente dentro del templo, tal y como reza esta frase del ritual de clausura de logia, susceptible de interpretarse en ese sentido:

Que la luz que ha iluminado nuestros trabajos continúe brillando en nosotros,
para acabar fuera la obra empezada en el Templo, pero que permanezca oculta a
las miradas profanas.

Cabe recordar también, no obstante, que llegado el momento, como intermediarios y catalizadores que son, los propios símbolos deberán ser oportunamente abandonados para que a su vez no se conviertan en un obstáculo a la plena realización espiritual. Por eso se dice que el conocimiento intelectual o, mejor dicho, el conocimiento a secas, aquel que merece en propiedad tal nombre, el verdadero ámbito del espíritu, en definitiva, es “secreto”, dado que, en última instancia, existe un “paso al límite” cuya superación es incomunicable: cada uno debe realizarlo en sí mismo para saber qué resguarda verdaderamente, aboliendo cualquier tipo de obstáculo, ya sea interior o exterior, que se oponga a él [10].

Esto nos lleva a añadir algunas consideraciones acerca de los términos “verdad” y “justicia”, cuyo significado profundo va también mucho más allá del ámbito estrictamente moral o político-social. Puede afirmarse que, en cierto sentido, ambas palabras son inseparables, casi se podría decir que sinónimas, sobre todo si nos atenemos a la etimología de algunas lenguas antiguas. En efecto, resulta, por un lado, que tanto en árabe como en hebreo, la raíz Haq significa simultáneamente “verdad” y “justicia” mientras que, por otra parte, para los antiguos egipcios, el término Mâ o Maât, también significaba al mismo tiempo ambas cosas [11]. Otra forma de la misma raíz, Hak, está relacionada con la Sabiduría divina (Hokmah, en hebreo), mientras que en árabe cabe recordar también el nombre divino El-Haqq, el Verdadero, así como el término haqîqah, la Verdad, que es precisamente el objetivo final al que conduce la tarîqah, esto es, la vía iniciática.

Podemos someramente vislumbrar, de este modo, que preferir la Justicia y la Verdad a todas las cosas significa, ni más ni menos, proseguir la vía iniciática denodadamente hasta alcanzar su fin, sin cejar y sin apartarse de las vías que nos han sido trazadas, pues en caso contrario es en realidad imposible huir del vicio [12]. Sin duda es para ello necesario un esfuerzo, esto es, una aplicación de la Fuerza (que no en vano se dice que sostiene el templo), un trabajo hecho con fuerza y vigor, en definitiva, una práctica de la virtud.

Finalmente, en lo que se refiere a la expresión huir del vicio, convendría reconocerle un alcance más bien de orden cosmológico y metafísico que simplemente moral. No se trata tan sólo del cumplimiento adecuado de una serie de reglas de conducta establecidas en función de un criterio determinado, aspecto éste perfectamente legítimo en cualquier caso y que la Masonería, desde luego, como cualquier otra vía iniciática genuina, también contempla, sino que concierne más bien, a nuestro juicio, a la eliminación de la causa radical del vicio, causa que, en su naturaleza última, no es solamente una inclinación desviada de la voluntad o una debilidad de carácter, sino un defecto íntimo y sustancial de la propia constitución fundamental del individuo que debe y puede ser identificado y eliminado o, cuando menos, anulado y remitido a un estado que no impida la realización iniciática [13].

Pero extendernos acerca del significado de esta última afirmación nos llevaría demasiado lejos del marco que nos hemos propuesto desarrollar en este modesto trabajo. Para ello sería necesario entrar a considerar con cierta amplitud determinadas cuestiones, tanto de orden cosmológico como antropológico, que a buen seguro nos conducirían a poder vislumbrar mejor la realidad de algo teóricamente tan conocido para un masón como es el trabajo de desbastado de la piedra bruta. En efecto, nos dice la instrucción a este respecto:

¿Cuál es la Piedra bruta?

El profano, producto grosero de la naturaleza,
que el arte de la Masonería debe pulir y transformar.

Sin embargo, investigar un poco más detenidamente la naturaleza profunda de este arte operativo quizá encontrará un lugar más adecuado en otra ocasión, si el G.·. A.·. D.·. U.·. así lo dispone.


Notas:

[1] Es sabido que la palabra “símbolo” proviene del griego sýmbolon que a su vez deriva de symbállô , “yo junto, hago coincidir”. Cf. Joan Corominas, Breve diccionario etimológico de la lengua castellana, Editorial Gredos.
[2] El término “vicio” proviene del latín vitium, “defecto, falta, vicio”, que también puede relacionarse con el significado de la palabra “pecado”, de peccare, “fallar, faltar”. Por otra parte, “virtud” proviene de virtus, propiamente “fortaleza de carácter” y está relacionado directamente con vir, viri, “varón”. Cf. Corominas, op. cit.
[3] Segundos Analíticos, II, 19, 100 b.
[4] De Veritate, q. XV, a. 1
[5] op. cit.
[6] No obstante, cabe señalar que no todo símbolo es estrictamente “mudo”, puesto que en toda tradición sagrada existen símbolos verbales de extraordinaria importancia y la Masonería no es menos, tampoco, en ese aspecto.
[7] Cf. René Guénon, Aperçus sur l’initiation, cap.XVII, nota, Éditions Traditionnelles.
[8] Recuérdese el significado del acróstico hermético VITRIOL, que decora la Cámara de Reflexión en algunos Ritos.
[9] Cf. René Guénon, op. cit., caps. XVI, XXIV y XXXI. Como hemos dicho, es la luz recibida en la iniciación la que faculta al Aprendiz para desbastar la piedra bruta, puesto que ya no actúa de motu proprio, es decir, según su voluntad individual, sino en función de la Voluntad del G.·. A.·. D.·. U.·. que es, precisamente, el Principio espiritual del que procede la luz que ilumina nuestros trabajos.
[10] Este “paso al límite” está directamente relacionado con el significado profundo de la “leyenda del Maestro Hiram” que se pone en acción en el rito de elevación al grado de Maestro.
[11] Cf. René Guénon, El Rey del Mundo, cap. VI, Ediciones Paidós.
[12] Señalemos, como curiosidad inter-tradicional, que “la práctica denodada del discernimiento de la vía” y la incesante indagación de “la naturaleza de las palabras”, son las dos facetas del método Zen que un viejo Tenzo (monje cocinero) enseñó en su juventud al gran maestro medieval japonés Dogen recién llegado a China. Cf. Aigo Castro, Las enseñanzas de Dogen, Editorial Kairós, 2002.
[13] A este respecto, cf. Víctor Pascual, El Arte de Glauco (I), en la revista Letra y Espíritu, nº 22, Junio 2007.

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