domingo, 27 de diciembre de 2009

Jano, el Año y los Solsticios; por Nuccio d’Anna

Publicado en Il Dio Giano, Sear Edizioni, Scandiano, 1992.

En el curso de su tratado sobre los Fastos, Ovidio hará decir a Jano "me penes est unum vasti custodia mundi" (I, 119), o sea, lo caracteriza como aquel que, el sólo, custodia el universo. Esta atribución es importante y parece haberse escapado a la mayor parte de los estudiosos. Si, en efecto, por un lado nos lleva hacia la fundamental función "inicial" del dios latino, aún parece decirnos más. En realidad establece una relación particular de Jano con el universo, centrada sobre el mantenimiento de la armonía cósmica y sobre los ritmos que la expresan, junto a una caracterización del dios como unum que parece aclarar cuanto se ha dicho precedentemente: "tunc ego, qui fueram globus et sine immagine mole" (I, 111), o sea, como una especie de síntesis principial, cuya imagen iconográfica biforme no sería más que una explicación simbólica. La relación con el cosmos se evidencia también por la alusión de Fastos., I, 125, como allí donde Ovidio añade: "praesideo foribus coeli cum mitibus Horis". Aparte de la mención de los "agujeros del cielo" sobre la que enseguida volveremos, aquí importa entender por qué Jano protege tales "puertas celestes" junto a las Horas. Concebidas como hijas de Temis, estas tres divinidades son Eunomia, "orden recto", Dike, "el derecho", Irene, "la paz". Sus atributos hacen así de ellas en modo eminente las divinidades de la armonía y del equilibrio cósmico, las "hijas" que especifican la función de Temis, "el orden" primordial por excelencia, que precede al mismo reino de Zeus, que Jano custodia presidiendo aquellas "puertas del cielo" que el verso en cuestión nos dice ser particularmente importantes en el ámbito del mantenimiento de la armonía cósmica. Añadiremos que un atributo clásico de Temis es la "balanza" que le sirve para "pesar" los desórdenes cósmicos provocados por los hombres con sus acciones poco conscientes; si recordamos , sin embargo, que el signo zodiacal de Libra no formaba parte en épocas antiguas del circulo zodiacal, sino que era una constelación celeste, se podrá fácilmente concluir que tales versos nos proporcionan una relación de Jano con una era cósmica anterior a la actual estructuración del ecuador celeste, caracterizada por la "armonía" del "orden" y de la "paz", o sea, por un equilibrio cósmico del cual el dios era considerado el centro y la fuente primigenia.

En relación evidente con todo este orden de ideas se presenta el verso 120, allá donde Jano declara que "jus vertendi cardinis omne meum est". ¿Pero qué es este "derecho de girar el gozne del universo"? La expresión debe ser relacionada con la contenida en el verso precedente de "custodio del universo", pero con una caracterización ulterior. Jano, en efecto, aparece aquí como el eje en torno al cual rueda el entero universo, el axis mundi que no puede carecer de relación con el polo celeste, como parece sugerirnos por otra parte la expresión ciceroniana duplex cardo, "polo norte y polo sur". Pero tal expresión puede decirnos aún más. Plinio, por ejemplo, emplea la expresión cardo anni para indicar el solsticio, o sea, el punto celeste que es propiamente el "gozne" de la rueda cósmica que no puede ser considerado sino en relación con el axis mundi, el polo celeste. Tal interpretación nuestra puede así dar cuenta de otra particularidad enigmática del dios, aquella relativa a su estatua que ostentaba en la mano derecha el numero 300 y en la izquierda el 65, "ad demostrandam anni dimensionem", como dice Macrobio que retoma un tema ya presente en Plinio (Hist. nat., 34, 33), equivocadamente considerado como una alusión a un símbolo solar, mientras que debe ser relacionado con el ciclo anual; "quae precipua est solis potestas", concluye Macrobio (Saturnales, I, 9, 10). La cosa, por otra parte, puede ser comprobada cuando se recuerda que también Varrón en el quinto libro de sus Antiquitates rerum divinarum (en Macrobio, Saturnales, I, 9, 16) escribirá que "Iano duodecim aras pro totidem mensibus dedicatas" [como los doce dioses admitidos del arcaico panteón romano cuyo principium es, precisamente, Jano], exactamente la totalidad de la duración del año, o sea el "anillo" del tiempo, dado que annus está formado por la partícula an, que según Gayo Ateyo Capitone (De iure pontificio, fr. 13) representa circum, "en torno", cosa que nos da el término annus para "circulo", "anillo", para indicar el movimiento circular del tiempo transcurrido por sus doce estaciones.

La función de axis mundi cumplida por Jano es importante y nos envía al carácter primordial de dios, a la "unicidad" que se expresa también en las monedas, en aquella aes que era caracterizada por un eje, I, que dividía exactamente las dos caras del dios ahí figurado. Todo ello tiene una evidente ligazón con el simbolismo del año, más precisamente con las dos mitades del año obtenidas por la intersección de una ideal línea axial que delimita las dos "puertas del cielo", los "orificios" de los que hablaba Ovidio en Fastos, I, 125.

Para comprender bien este punto hay que recordar que el ciclo anual se especifica en los dos momentos fundamentales del recorrido solar, el descendente, desde el solsticio estival hasta el invernal, y el ascendente, del solsticio invernal al estival, según un ciclo que indefinidamente retoma tal vicisitud cósmica.

Los semiperíodos así obtenidos constituyen las dos mitades del año, la oscura y la clara, referidas en el plano mítico a Noto y a Boreas, las dos fuerzas solsticiales puestas respectivamente bajo el signo de Cáncer y de Capricornio. El axis mundi (= Jano) aparece por ello como la unidad que contiene el principio los dos "orificios" de los que hablaba Ovidio, las dos "fuerzas celestes" que marcan la "puerta de los hombres" y la "de los dioses" de las que trata la mitología helénica y la especulación pitagórica. Los atributos de geminus y biceps, dos de los más característicos de Jano, pueden así relacionarse con este simbolismo cósmico del dios, aquel mismo que ha sido considerado equivocadamente como solar, olvidando que los símbolos ligados al sol no son otra cosa que una especificación "personalizada" de ciclos espirituales anteriores, como ha sabido demostrar en un contexto general de historia de las religiones el gran Mircea Eliade.

La especial relación de Jano con los solsticios está claramente indicada por los textos. Ovidio dirá que el dios en las fórmulas rituales era denominado Clusius y Patulcius ("modo namque Patulcius idem et modo sacrifico Clusius ore vocor", Fast, I, 129-130), una afirmación que también el más tardío Macrobio confirma, allí donde habla de un "Ianus Patulcius et Clusivius", pero conocía también por Servio y por Lido. Del texto macrobiano se puede deducir una etimología reconducible a pateo y a claudo, pero la dificultad surge por el hecho de que los dos sufijos –ulcius y usius- son oscuros y no reconducibles a otras formulaciones lingüísticas. El sentido de "abierto" (patet) y de "cerrado" (clauditur) parece, con todo, el más verdadero, porque también se conecta con el simbolismo solsticial del que hablamos. El atributo de patulcius, en efecto, es precisamente el del solsticio estival, cuando el año se "abre" a un nuevo recorrido. Es el momento creativo, el "inicio" de un ciclo tan importante que en algunos calendarios arcaicos, como el Sothiaco del antiguo Egipto o el de la más arcaica Hélade, se hacía comenzar el año solar precisamente por Cáncer. Clusius, sin embargo, indica lo opuesto, la "clausura" del recorrido anual, el inicio de la mitad ascendente oscura que concluirá en el signo opuesto, para después retomar todo de nuevo. Además, todavía en un testimonio del que informa Renato del Ponte se dice que Jano era denominado "Patulcius et Clusius, ianitur superum inferunque", donde las dos atribuciones son referidas respectivamente a la mitad superior y a la inferior del año, las cuales vienen "introducidas" por el dios latino. Son éstos elementos precisos de una función "axial" que se centra sobre las "fuerzas del año", sobre aquellos solsticios que la antigüedad consideró la "vía de los dioses" y la "vía de los hombres", a las cuales quizás se puedan referir los dos atributos de los que habla Macrobio (Saturnales, I, 7, 20), Antevorta y Postvorta, que en una aplicación particular parecen poder relacionarse con tales días, dado que la "puerta delantera", "que abre", es la del solsticio veraniego, mientras que la "trasera", "que cierra", es la invernal.

Según Ovidio (Fastos, I, 318) el agonium del 9 de enero es la fiesta propia del dios Jano: "Janus Agonali luce piandus erit". La etimología del término es compleja. Ovidio (v. 321 y siguientes) la refiere al acto ritual, mientras los estudiosos modernos están inclinados a dar crédito a la tesis de Paul. Fest. 9 L, según la cual "los antiguos llamaban a la víctima sacrificial". Varron (De ling. lat., 6, 3, 12) y aún Ovidio (Fastos, I, 333-334) declaran que en tal período el rex sacrorum sacrificaba un carnero negro en la Regia, el edifico del Foro que hospedaba también al pontifex maximus. La fecha es importante; el 9 de enero lo presenta Ovidio como la primera fiesta del año "cuatro días después de las Novenas", y representa por ello desde el punto de vista litúrgico el inicio verdadero y propio del año sagrado. Rápidamente, tras el agonium, con el 11 de enero, comienza el ciclo de las fiestas de Carmenta, que, según D. Sabbtucci, pueden ser interpretadas con relación al dios Jano, dado que su simbolismo hace de ellas por excelencia "diosas de los pasajes": "permaneciendo firmes en el nacimiento del año se justifican las relaciones de Carmenta con Jano, que no solamente son de calendario, sino también, por así decir, "teológicas" [...] como ha propuesto Macrobio, para el cual Antevorta y Postvorta, las dos Carmentas, serán compañeras más adaptadas al dios biceps, "que conoce el pasado y precede el futuro". No es sólo esto, sino que tampoco puede considerarse casual que dicho ciclo de fiestas que comienzan el 9 de enero con el agonium, que a su vez abren el nuevo año bajo el signo de Jano, estén colocadas ritualmente después de las Saturnalia, o sea, el ciclo de fiestas dedicadas al dios que Jano asume en el Lazio. Colocadas poco antes del solsticio invernal, las Saturnalia son un típico ritual de "fin de año" que tiende a clausurar el ciclo litúrgico transcurrido a través de una reactualización ritual del illud tempus primordial, y por ello mismo regenerar el tiempo nuevo. Enseguida después, hasta el 8 de enero, hay una especie de "vacaciones solsticiales" [similares en el significado ritual a las cristianas de doce días de Navidad a Epifanía], para recomenzar después el nuevo ciclo anual en el mes de Jano, Januarius, con la fiesta del dios, el agonium , y la muerte del carnero negro que, quizás, siguiendo a Georges Dumézil, es el animal especialmente dedicado a Quirimus y por ello conectado con ciertos aspectos de las iniciaciones guerreras y a los ritos de pasaje [1] -cosa que nos podría plantear la hipótesis de que tales rituales pueden tener una colocación, como entre las tradiciones de otros pueblos indoeuropeos, en correspondencia con el solsticio de invierno, y por ello el curioso paralelismo de dos símbolos de la pax augustea, la cornucopia y el Capricornus, ambos referidos a Octaviano, el príncipe que de nuevo dio vitalidad a los antiguos rituales conexos con la diosa Juventas.


Notas:
[1] Para comprender la importancia de un año sacro puede que sea necesario tener presente las siguientes reflexiones. En diversas tradiciones espirituales de la humanidad se encuentran rituales y cultos ligados a un arcaico simbolismo del dios año, la proyección de ritmos espirituales que entre los puntos "nodales" del calendaria anual, meses, estaciones, y, más particularmente, equinocios y solsticios tendían a revelarse como epifanías divinas, hasta hacer del ciclo anual una verdadera y propia liturgia celeste –cosa que explica el sentido verdadero de la antigua astrología-. En tal sentido, el año como hecho cronológico marcado por la salida venía a revestir el carácter de un símbolo, ello mismo experimentado como "distensión del tiempo, que no es otra cosa que una forma cristalizada de un ritmo espiritual anterior a la particular percepción del flujo del devenir". Sobre los ciclos cósmicos, cfr. N. D’Anna, Virgilio e le rivelazioni divine. La IV egloga e il Fanciullo divino, Ecig, Genova, 1989, cap. III ("I cicli cosmici e il regno di Saturno"), que está enteramente dedicado a la cuestión, según el punto de vista de la antigua tradición espiritual romana.

sábado, 28 de noviembre de 2009

La Estructura del Alma; La Cima del Espíritu; por Fray Victorino Capanaga

ESTRUCTURA DEL ALMA

Parte primera capítulo I de “San Juan de la Cruz valor psicológico de su doctrina” por Fr. Victorino Capanaga de San Agustín, Agustino Recoleto. Madrid, 1950.


En la experiencia mística luce con maravilloso fulgor la estructura del alma, y por eso, en un Doctor de la grandeza de San Juan de la Cruz no puede faltar una representación de la misma. De la superficie a la hondura se pueden señalar tres diversas regiones: la primera es la sensitiva, o también animal, sujeto de los órganos y apetitos de orden sensible, por los cuales el hombre siente y se derrama en el mundo ambiente, que está a su alcance con una vivacidad extraordinaria. La segunda es una región media, las de las potencias espirituales, memoria, entendimiento y voluntad, por las que descubre un nuevo mundo: el de la conciencia. La tercera es la porción honda y secreta, oculta a las miradas de la observación psicológica. Se llama sustancia, el hondón, el centro, el ápice de la mente. Aquí radican las potencias racionales y reciben las embajadas y comunicaciones de Dios. Es también el sujeto principal de la imagen divina, esculpida en el hombre. Estas regiones hemos de examinar, siguiendo al experto maestro, a quien van dedicadas estas páginas.

Ciertamente el alma es espiritual, “porque de razón del espíritu es no tener forma y figura” (NOE, II, XXIII). Mas la simplicidad de una criatura no excluye la composición de un orden metafísico. Sólo hay un absolutamente simple: Dios. Todo lo demás lleva implícito el sello de la limitación.

Así en el alma podemos imaginar cierta estructura jerárquica con recurso de imágenes sensoriales.

San Agustín nos dio ejemplo en esto, con haber sido uno de los campeones del espiritualismo cristiano. Según él, el espíritu posee una estructura, digámoslo así, gótica. El hombre es un ser intermedio entre los ángeles y los animales: Homo quiddam medium est inter pecora et Angelos [1].

Somos cielo y tierra, dice en otra parte: Ipsi terra et coelum sumus [2].

El ser humano, celeste y terrestre a la vez, es una unitas oppositorum, unidad y tensión de contrastes.

En el famoso estudio sobre la memoria nos ha dejado un itinerario espiritual para subir a lo absoluto, siguiendo una dialéctica o ascensión de las gradas inferiores a las superiores, en que aparece divida la naturaleza del hombre. El Santo va recorriendo el alma como un vasto palacio o castillo interior, con diferentes pisos y salas, maravillándose de los ámbitos, hondones y cavernas innumerables del ser íntimo: campos et lata praetoria memoriae meae: grandis memoriae recesus: in aula ingenti memoriae meae: penetrale amplum et infinitum: miris cellis: in memoriae meae campis, et antris et cavernis innumerabilibus [3]. Estos vastos receptáculos y espacios interiores ofrecen al peregrino y buscador de Dios materia de exploración y maravilla. Y el espíritu, no sólo tiene una dimensión horizontal, de amplitud, inconmensurable, donde bullen tantas imágenes de las cosas, sino también una dimensión de altura y profundidad insondable, donde se agita una vida rica, inmensa y poliforme: varia, multimoda vita et inmensa vehementer [4]. Hay zonas altas y bajas en el espíritu, y por ellas asciende el místico como por una escala graduada: Transibo et hanc vim memoriae meae, ut perveniam ad Te, dulce Lumen, dice el autor de las Confesiones. Pasaré también está fuerza de mi memoria para llegar a Ti, mi dulce luz.

La búsqueda de Dios sigue una carrera ascensional: hay que dejar atrás el reino oscuro y penoso de los seres visibles y corpóreos; y con una vuelta completa adentrarse en el espíritu, y por las gradas de éste, dar por fin el salto de transcendencia hasta dar con Dios, in Te supra me [5].

“San Agustín, el gran teólogo de la intuición, de la intimidad y de los afectos encendidos, ha meditado profundamente sobre este secreto e inefable santuario del alma, donde ésta se pone en contacto con Dios, y ha influido poderosamente sobre la mística posterior” [6]. Lo que buscaba San Agustín era la cima del espíritu, soleada por el Verbo de Dios, aquel centro y hondura interior, donde resuena la Palabra de la Verdad eterna para comunicarse con los hombres.

El místico debe ir de la superficie a la hondura, de la periferia al centro, donde se perciben las hablas divinas.

San Juan de la Cruz admite esta estructura de la persona humana, y ha insistido sobre todo en la doble región: la inferior y la superior; “la parte inferior del hombre que es la sensitiva y por consiguiente más exterior: y la parte superior del hombre, que es la racional y por consiguiente más interior y oscura” (SMC, II, 1).

No se pretende aquí escindir la unidad de la persona, sino describirla en su integridad, trazando fronteras y lindes. La distinción entre la porción superior e inferior, importante para toda filosofía, lo es más para la religiosa y la mística, y cuenta además del abolengo platónico, con el fundamento de la doctrina paulina sobre el ánthropos psichikós y el ánthropos pneumatikós. San Juan alude a esta división del Apóstol, cuando establece la oposición entre el hombre sensual y espiritual o angelical “porque de hombre camina a porción angelical” (ib. III, XXV).

Esta doctrina es corriente entre los místicos. Santa Teresa había llegado a ella por intuición: “Esto os parecerá, hijas, desatino, mas verdaderamente pasa ansí: que aunque se entiende que el alma está toda junta, no es antojo lo que he dicho, que es muy ordinario. Por donde decía yo que se ven cosas interiores, de manera que cierto se entiende hay diferencia en alguna manera y muy conocida del alma al espíritu, aunque sea todo uno. Conócese una distinción tan delicada que algunas veces parece obrar de diferente manera lo uno de lo otro, como el sabor que les quiere dar el Señor [7].

El hombre está movido por dos clases de leyes e inclinaciones, y sometido a una doble polaridad: hacia arriba y hacia abajo, o como diría san Juan: “los gustos de arriba y de abajo” (NOE, I, X, 8). Obedece a leyes naturales y psicofísicas, y como sujeto espiritual, a leyes de razón.

La doble polaridad supone dos clases de movimientos: los que guían al mundo de lo sensible y los que llevan al mundo superior de los bienes espirituales: “Se mueve cada parte del hombre a deleitarse según su porción y propiedad. Porque entonces el espíritu se mueve a recreación y gusto a Dios, que es la parte superior: y la sensualidad, que es la porción inferior, se mueve a gusto y deleite sensual, porque no sabe ella ni tomar otro” (NOS, I, IV, 2)

Una de las tareas difíciles del místico y de la vida religiosa y moral es la armonía y equilibrio entre la tensiones y contrastes que originan la parte superior e inferior, cada una de las cuales goza de sus manjares propios: “Las cuales dos porciones son en quien se encierra toda la armonía de las potencias y sentidos del hombre” (CE, XVI, 8)

Para San Juan de la Cruz, una parte de la mística ha por blanco reducir y ordenar la actividad de la porción inferior para que luzca la superior con todo su decoro y gracia. Es la primera parte de la noche oscura del alma, o noche del sentido.

Ambas porciones son dos aberturas o ventanas, que rasgan el hermetismo del ser humano y le imprimen doble orientación, porque “la parte sensitiva tiene respecto a las criaturas y a lo temporal, y la superior tiene respecto a Dios y a lo espiritual” (SMC, II, III, 2)

“El espíritu, añade en otra parte, es esta porción superior del alma, que tiene respecto y comunicación con Dios…, pues que se perfecciona en bienes y dones de Dios espirituales y celestiales. Y lo uno y lo otro se prueba por San Pablo, el cual al sensual, que es el que el ejercicio de su voluntad sólo trae en lo sensible, le llama animal, y a esotro que levanta a Dios la voluntad, llama espiritual, y que éste lo penetra y juzga todo hasta los profundos de Dios” (Ib. III, XXV, 2)

Hay disensión y contraste entre las dos porciones: porque la una es parte sensitiva, carnal, animal, oscura y flaca en conexión con el mundo externo, y la otra es la parte superior, la espiritual, la libre, la que tiene alas y emprende altos vuelos. “Esta parte sensitiva del alma es flaca e incapaz para las cosas fuertes del espíritu” (NOE, I, 2) Es también el sujeto principal de los apetitos que arrastran a los hombres en la vida presente: “La parte sensitiva es la casa de todos los apetitos” (SMC, I, XV, 1). Por ella acomete el tentador, “porque como ve que no puede contradecirles al fondo del alma, hace cuanto puede por alborotar y turbar la parte sensitiva, que es donde alcanza… con intento de inquietud y turbar por este medio a la parte superior y espiritual del alma, acerca de aquel bien que entonces recibe y goza”. (NOE; II, XXIII, 3).

Los místicos han llegado a la intuición de este dualismo de estructura. A veces el divino riego de las más altas mercedes baña la cima del espíritu, sin que la linfa vital fertilice las laderas; y así “suele en algunas de ellas verse sin saber cómo es aquello, tan apartada y alejada según la parte superior de la porción interior y sensitiva, que conoce en sí dos partes tan distintas entre sí, que le parece que tiene que ver la una con la otra, pareciéndole que está muy remota y apartada de la una. Y a la verdad, en cierta manera sí lo está: porque según la operación que entonces obra, que es toda espiritual, no comunica en la parte sensitiva” (NOE, XXIII, 10)

Se vislumbra aquí una experiencia viva, uno de los casos en que el hombre adquiere vista nueva y fuerza penetrativa para conocer cara a cara los fenómenos del mundo interior velado a los profanos.

Con todo el apartamiento y lejanía de que habla San Juan de la Cruz, no rompe la ligadura y comunicaciones entre ambas partes, porque “en fin, estas dos partes son un supuesto y ordinariamente reciben entrambas de lo que una recibe, cada una en su modo; porque, como dice el filósofo, cualquiera cosa que se recibe, está en el recipiente al modo mismo del recipiente” (NOS, I, IV, 2).

No se ha de olvidar la aplicación que tiene esta doctrina en la mística, porque ésta, como en sujeto propio, se desarrolla en la porción superior. La meditación ordinaria corresponde a las facultades anímicas, a la imaginación y la fantasía, “porque es acto discursivo por medio de imágenes, formas y figuras fabricadas y formadas por los dichos sentidos”. (SMC, II, XI).

La doctrina de las dos porciones puede considerarse como clásica en la filosofía religiosa y mística del Cristianismo. Místicos de todos los tiempos: San Pablo, San Agustín, San Gregorio de Nisa, San Buenaventura, Hugo de San Víctor, Santa Teresa de Jesús, San Francisco de Sales, Tauler, María de la Encarnación, Lucía Cristina, la han hecho suya.

Filósofos modernos y profanos como E. Stein [8] y Otto Gründler [9] la incorporan a sus concepciones, como distinción entre “alma y persona” o alma y espíritu. Luis Mager ha utilizado la diferencia entre “alma corporal y alma espiritual” para el esclarecimiento de algunos problemas de psicología religiosa [10].

El Dr. Henrich Bock dice: “Yo voy desde hace años tras esta división: cuerpo, alma y espíritu. El cuerpo es el uno, y el alma el otro polo de la vida corporal. El alma como tal está íntimamente ligada al cuerpo y no sólo por el nexo de la actividad como el espíritu. Por esta causa, cuerpo y alma siguen las vicisitudes del decaimiento. Pero el espíritu, que es inmaterial, vive siempre. No hallamos ninguna materia en el espíritu ni podremos indicarla jamás. El estudio de las hormonas me ha robustecido en esta convicción” [11].

Un filósofo español, José Ortega y Gasset, se ha acercado a las mismas conclusiones en un ensayo titulado: “Vitalidad, alma y espíritu” [12]. En él pretende acometer el tema de la tectónica de la persona, la estructura de la intimidad humana, la topografía de las grandes zonas o regiones de la personalidad. Una es la porción de nuestra psique que vive infusa en el cuerpo, hincada y hundida en él. Es el alma corporal. El espíritu o mente “es el conjunto de acto íntimos, de que cada cual se siente verdadero autor y protagonista”. Una región media es el alma, “ámbito intermedio, más claro que la vitalidad, menos iluminado que el espíritu. Es la región de los sentimientos y emociones, de los deseos y apetitos.

Evidentemente, estas tendencias reproducen parcialmente a lo menos la topografía espiritual de los místicos, y es un indicio favorable al valor de su doctrina. Por diversos caminos ellos han llegado al mismo término.

Finalmente, esta doctrina de la tectónica de la persona humana tiene un valor antropológico que nos puede ayudar a criticar las diversas definiciones del hombre. Y en primer lugar contrasta con las concepciones naturalistas y evolucionistas, que hacen del hombre un antropoides desarrollado. Según la antropología mística de San Juan, el hombre no es un animal evolucionado, puramente terreno, sino un animal vertical formado por Dios para mirar el cielo. Ni es tampoco un ente puramente social y económico, el homo faber de la escuela manchesteriana, creador de artefactos; ni el hombre de Bachofen, movido por la polaridad entre el principio de masculino, activo y creador, y el principio femenino y telúrico. Ni el de Freud, juguete de espolique de la libido; ni el de Klages, para quien la conciencia y la razón y el espíritu significan una decadencia biológica, una debilitación de las fuerzas originarias de la vida. Ni el de Nietzsche, anillo zoológico para el logro de la nueve especie que dominará en lo por venir, “porque el hombre actual es una vergüenza, un bochorno, y debe ser superado para resurja el superhombre”, que será, con respecto al tipo actual, lo que éste con respecto a los simios.

No es el de nuestro místico el hombre maniqueo, amasado por un principio perverso, ni el hombre protestante, corrompido en su núcleo interior por la primitiva culpa, ni el hombre étnico-racista, en quien la sangre es el mayor título de hidalguía y superioridad.

Quedan igualmente arrumbadas las concepciones antropológicas de tipo humanista y racionalista, que admiten un principio espiritual, pero divinizándolo, clausurándolo en la propia esfera, como un ser absoluto. Para H. Cohen el hombre es un ser jurídico, encarnación de la ética pura; para N. Hartmann, un portador de valores, un sujeto axiológico. Estas definiciones tapian el espíritu en sí mismo, en el reino de los valores puramente temporales.

No ven “aquella parte que tiene respecto a Dios y a lo espiritual, que es la racional y superior” (SMC., II, III, 2) El hombre, que ha leído a Kant y sigue su doctrina, cobra un horror a todo lo que parece mermar la autonomía absoluta del hombre, como si la relación con Dios le hiriera en su dignidad de ser racional y libre. El cierre de la parte que tiene respecto a Dios y a lo espiritual es el pecado de todas las concepciones humanistas, pues no quieren ver al hombre portador de valores religiosos y sujeto místico: tiene ojos para ver al pariente de los antropoides y no para ver al semejante a Dios. Y aquí luce el valor y la grandeza de la antropología religiosa, de la que es San Juan de la Cruz egregio representante. El hombre es ante todo un ser místico y religioso, ciudadano de dos mundos, capaz de hablar con Dios y con los Ángeles, y de recibir el mensaje de su amor. Con su porción inferior está enclavado en la tierra, en lo temporal y pasajero; mas con la porción superior toca el cielo y vive de manjares eternos.

Tres cosas se salvan en esta antropología: el cuerpo, como templo de Dios y sagrado vaso del espíritu; el alma, principio de una vida humana, superior a cuantas la rodean y el espíritu, espejo de la imagen de Dios que conserva la hidalguía de nuestra estirpe. Así el hombre se hace depositario de tres clases de aportaciones que forman su tesoro: aportaciones del mundo sensible, v. gr. formas, colores, sonidos, etc.; aportaciones del mundo espiritual: pensamientos, libertad, conciencia; y aportaciones de un mundo superior: Dios. No se puede cegar ninguna de estas fuentes sin mutilar al hombre, como lo hacen el empirismo, idealismo y agnosticismo.

Notas:
[1] De civ. Dei, IX, 13, 3. PL. 41, 267.
[2] Retr. 1, 1, 3. PL. 32, 587.
[3] Conf. X. 8-12.
[4] Conf. X, XVII.
[5] Ib. Ib. XXVI.
[6] Grabmann: Wesen u. Grundlagen der Kath. Mystik, páginas 48-9.
[7] Mor. VII, c. I, n. 11.
[8] Véase su libro: Sobre el problema de la proyección sentimental.
[9] Filosofía de la religión. Madrid, 1926.
[10] Mística y Catolicismo en Die Tat: XIII, 1 (abril 1921).
[11] Leib, Seele, Geist in Lichte der Medizin und Mystik. Cit. por A. Mager en Mystik als Lehre und Leben, pág. 174.
[12] Obras de J. Ortega y Gasset. Espasa Calpe. Madrid, 1932. Páginas 489-516.

Siglas de las abreviaturas de las obras de San Juan de la Cruz citadas en el capítulo:

CE: Cántico Espiritual.
NOE: Noche Oscura del Espíritu.
NOS: Noche Oscura del Sentido.




LA CIMA DEL ESPÍRITU

Parte primera capítulo XIX de “San Juan de la Cruz valor psicológico de su doctrina” por Fr. Victorino Capanaga de San Agustín, Agustino Recoleto. Madrid, 1950.


“El alma es considerada por los místicos como una esfera, en que las facultades sensibles forman la superficie, poniéndola en contacto con el mundo exterior. Pero esta esfera tiene un punto interior, un centro remoto de todo lo material” [1].

Pablo Landsberg dice también describiendo la experiencia mística de San Buenaventura: “Amor plus se extendit quam visio, decía Guillermo de S. Thierry, discípulo de San Bernardo. La unión íntima con Dios transciende la consciencia. Si los psicólogos modernos conocen una subconciencia, los místicos agustinianos conocen una esfera de la superconciencia, que es el espíritu en su más alta y unificada actividad” [2].

Trátase de una antigua y venerable doctrina, con raíces en el pensamiento filosófico griego. El orfismo enseñaba que toda alma es de origen divino, con destino y naturaleza divina, una planta celestial.

Para muchos filósofos, el nous es el elemento de homología y parentesco entre Dios y los hombres. Es la parte superior del alma, la cual no podría ver las ideas divinas sin cierto parentesco o semejanza con Dios [3].

“Lo que hay de más alto en el nous, logos o pneuma es algo divino, aporroia del Nous, Logos o Pneuma de Dios”. Por consecuencia, estando así emparentado con Dios, pues éste es esencialmente feliz e inmortal, el hombre que en sí conoce a Dios, está igualmente destinado a la inmortalidad, se descubre como athanatos[4].

En la especulación cristiana se reflejaron estas ideas, al estudiar el contenido de la misteriosa frase del sagrado Texto: Faciamus hominem ad imagem et similitudinem nostram: hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza. Los Padres griegos establecieron entre las palabras “eikon” y “omoiosis” una diferencia importante. La imagen es para ellos una realidad dada, inamisible, un sello impreso con el soplo del Espíritu Santo. El pecado original pudo deslustrar, pero no abolir la divina estampa. La similitudo o semejanza se considera como una virtualidad, que debe desarrollarse, como un germen de ricas posibilidades. La semejanza quedó efectivamente perdida con el pecado adánico; subsiste en cambio la imago, el icono creado por el Logos, que es igualmente una imagen celestial del Padre de la luces, revelado por el Espíritu Consolador y transmitido por él a los hombres para santificarlos. Sujeto de esta imagen es el nous, la mens de los latinos, “órgano de nuestra participación en lo divino y reposorio entre nosotros del Espíritu vivificante” [5]. La verdadera excelencia del hombre luce aquí: Honor hominis verus est imago et similitudo Dei, quae non custoditur nisi ad ipsum, a quo imprimitur, dice San Agustín, resumiendo la doctrina del Oriente y Occidente [6].

Los griegos aceptaron la tricotomía platónica, distinguieron en el compuesto humano la psiché que anima el cuerpo (soma) y el espíritu (pneuma), considerado como el órgano de las actividades superiores de unificación. “Es ciudadano nativo del mundo inteligible, pero a condición de guardar un contacto permanente con su país de origen: más aún, de guiar allí, trasfigurándolo, todo lo sensible, que simbólicamente encarna el nous, irradiando su luz sobre la materia” [7].

Y ¿cuál es la función de esta proporción cenital del espíritu? Doble: recibir la alta luz de su Principio, o Verdadera Primera, e iluminar con ella toda la esfera de lo racional y sensible. O como afirma Borodine: La función ministerial del nous-mens es la unificación en un punto de múltiples operaciones, la simplificación, la aplôôsis alejandrina, por la dialéctica regresiva, cuyo maestro fue Plotino, posterior a San Clemente de Alejandría. Penetramos con este último en el camino de la introversión, que será en el Oriente cristiano la vía única de la unión transformante” [8].

Estas ideas más o menos modificadas y desarrolladas han pasado al caudal interior de los místicos cristianos. Aun la experiencia de San Juan de la Cruz es ininteligible sin esta base estructural con que se completa la imagen del espíritu. La distinción entre anima y spiritus corresponde a la oración ordinaria o discursiva y la oración mística. Es lo que llama el Santo “llegar a la vida del espíritu que es la contemplación (SMC. II, XIV), “perfeccionándose el espíritu, que es la porción superior del alma” (Ib. III, XXV) [9].

Trátase aquí de una verdad experimental. La Venerable María de Santa Teresa, del Carmelo flamenco, cuyos escritos ofrecen tantos puntos de contacto con San Juan de la Cruz, escribe: “Ved por qué el alma puede vivir aquí, como si estuviera muerta, y como si todas las criaturas con ella estuvieran aniquiladas en Dios, habiendo perdido el ser en Él… Me fue dado medio de vivir, como puro espíritu, aun permaneciendo en la carne. Las tres partes del alma, a saber: el hombre más interior y deiforme, que yo llamo espíritu, el hombre razonable y el hombre sensible, eran entonces lo más frecuentemente distintos para mí. Hay como una calle entre ellos y esto me ayuda mucho a guardar el recogimiento interior del espíritu. Sea durante la oración, o en otros tiempos, durante el oficio y el trabajo manual, nuestro ejercicio se reduce habitualmente a mantener el espíritu sumergido en un silencio simple, donde contempla pasivamente, conoce y ama, sin saber cómo, el Bien sin imagen e inefable. A veces este hombre deiforme se halla de tal modo esclarecido por el Bien inefable, que parece transformado en un sol. Yo creo que el espíritu es entonces como un espejo sin mancha, puesto ante la faz del Señor, y que recibe los rayos y esplendor irradiado de su rostro. Me parece además que esta imagen divina –si imagen puede llamarse- se imprime sin intermediario en el espejo puro del hombre; y que ella allí se mira y se manifiesta, como un espejo vuelto al sol…Veo también las partes diferentes que hay en el alma, y comprendo con claridad que no quiere ni puede unirse más que a la más eminente, la parte deiforme del espíritu puro y no a las otras dos. La causa es porque sólo el espíritu tiene semejanza con Dios y es capaz de recibirle” [10].

Otra gran vidente del mundo interior, Sor María de la Encarnación, cuyas ideas coinciden con las del Doctor Místico, dice: “Yo sentía en mi alma una impresión tan dulce de amor, que es imposible describir. Todas las potencias del alma estaban totalmente sumergidas en ese océano de amor, que no salían de allí ni más ni menos que una persona abismada en el fondo del mar. No podía pensar ni entender más que en este Divino Esposo, y el día que hice los votos, todas las potencias se retiraron al fondo del alma, donde se mantenía en Dios, como en su centro, de modo que pareciendo lo exterior como sin entendimiento, toda la fuerza estaba en el fondo del alma, ocupada en amar y admirar al que se daba a ella de una manera tan nueva, haciéndole gustar por modo excesivo las grandezas del amor” [11].

El fondo del alma es como el tálamo nupcial, donde se reciben las dulzuras y regalos de amor: “Ella permanece en la soledad de tálamo del Esposo, esto es, en su propio fondo, donde la acaricia y solaza, sin que nada pueda turbar esta dichosa comunicación. Allí no llega ningún ruido” [12].

Este pasaje recuerda igualmente otros análogos de San Juan: “Allí las potencias se han retirado al fondo del alma, donde han permanecido en una amorosa contemplación y en una dichosa pérdida de sí mismas, en Dios, sin tener otros movimientos que los de su amorosa actividad. Es un maravilloso descanso, imposible de decir” [13]. “Las potencias se habían recogido en la unidad del alma y la voluntad solamente obraba, o más bien era actuada en un muy grande descanso. Los actos del alma eran tan simples, que no sé si los debo llamar actos. Tan pura era la contemplación y sin ruido alguno de discurso. Todo pasaba entre Dios y el alma, en el secreto del más profundo silencio” [14].

Aduzco estos pasajes porque ilustran y comentan la doctrina de San Juan de la Cruz.

Pero ¿a qué se reduce ontológicamente este fondo o centro del alma? Los místicos se han ocupado de este problema de donde se origina la divergencia de opiniones. Unos lo consideran como la substancia del alma, accesible sólo a la acción y comunicación de Dios; otros lo tienen por una potencia, no diversa de las facultades superiores del espíritu, memoria, entendimiento y voluntad. “Se me dio a entender que el espíritu era lo superior de la voluntad”, dice la Virgen de Ávila [15]. Para no pocos es una potencia distinta; para muchos el hábito de los principios prácticos, que recibe el nombre de sindéresis. Recibe también el nombre de centella del alma, scintilla animae.

Pars superior rationes scintilla dicitur, quia in natura rationali supremum est, dice Santo Tomás [16]. Todos convienen en que es la punta del espíritu, la cima de la mente, donde se halla estampada la imagen de Dios, y el alma se conoce a sí misma y se ama y conoce y ama a Dios. Es el punto o vértice de contacto con Dios, más que por conocimiento abstracto, por una expresión o pasión a lo divino, como diría el Falso Dionisio [17].

Por su luminosidad serena se considera la porción celeste e inmancillada de errores y perturbaciones terrenas, como un Olimpo espiritual, en su parte inferior cubierto de nubes, de lluvias y furias tempestuosas, y en la superior, lleno de calma, esplendor y gloria, como morada de los dioses.

Uno de los místicos que han desarrollado más sistemáticamente la doctrina de la punta fina del espíritu es San Francisco de Sales. Como el templo de Israel, la estructura del alma comprende cuatro partes: atrio de los gentiles, atrio de los israelitas, lugar santo y Santísimo, o Santo de los Santos. Este último es la verdadera imagen del centro del espíritu. “Así como los sentidos están unificados en un sentido común interior, y los sentidos internos se hallan recogidos bajo un apetito, y las pasiones sometidas a la razón de las potencias, también las tres potencias están recogidas en la unidad del espíritu. Esta es la “supréme partie de l’espirit, le donjon, la sentinelle, le souverain tribunal de la raison” [18].

Como es propio del centro reunir en un punto todas las líneas que le rodean, que están en la circunferencia, así es propiedad particular del centro de nuestra alma recoger de un modo eminente las acciones de las potencias y facultades sensitivas y comunicarlas el mismo impulso que el primer móvil a las esferas inferiores… Su propio acto es simplificar y utilizar las operaciones de las potencias del alma, de suerte que lo que está distintamente en el entendimiento, en la memoria y voluntad, parece que está como reunido en la verdad de la esencia del alma por una sencilla visión y una desnuda aquiescencia. Porque si la fe está en nuestro entendimiento con muchos razonamientos y discursos, si la memoria se llena de esperanzas de promesas divinas, si la voluntad alimenta en sí la caridad con diversos motivos, la cima y suprema punta de nuestro espíritu admite todo esto de una manera tan desnuda y pura, que parece que toda esa multiplicidad se reduce a unidad [19]. El lenguaje y las ideas de esos pasajes están evidentemente influidos por la doctrina de San Juan. Es de notar sobre todo cómo San Francisco de Sales hace a la memoria sujeto de la virtud de la esperanza. En esta cima se manifiesta el espíritu puro, “donde Dios se debe adorar en espíritu y verdad; donde las puntas de la memoria, del entendimiento y de la voluntad reunidas, forman un recuerdo, una intelección y un querer tan delgado que las tres no parecen sino una sola cosa y un acto poderoso que en su sencillez contiene la fuerza de las otras” [20].

Conviene también San Juan de la Cruz en poner en esta apartada y sublime región el tálamo nupcial de las comunicaciones divinas. La contemplación misma es obra del espíritu puro, mientras la meditación discursiva no merece ni el nombre de acto espiritual, “porque en ella se piensa de Dios, como pequeñuelo y porque asiéndose a la corteza del sentido, que es el pequeñuelo, nunca vendría a la substancia del espíritu, que es el varón perfecto” (SMC. II, XV).

Tal vez para San Juan de la Cruz el fondo del alma es su substancia. “Porque en la substancia del alma, donde ni entra el sentido, ni el demonio puede llegar, pasa esta fiesta del Espíritu Santo” (Ll. I, 8).

Mientras la imaginación y los sentidos, y mediante ellos, la memoria, el entendimiento y la voluntad, pueden ser movidos por el espíritu maligno, el fondo del alma es sentido de la soberanía de Dios, “el cual sólo puede en el fondo del alma y en lo íntimo, sin ayuda de los sentidos, hacer obra y mover el alma en ella” (Ib. ib.).

Es igualmente “el escondrijo de la contemplación unitiva” (NOE, XXIII, 10). Allí ha lugar la comunicación secreta de la sabiduría mística, “secretamente a oscuras del mismo entendimiento natural y de las demás potencias. No sólo ella no lo entiende, pero nadie, ni el mismo demonio. Por cuanto el Maestro que la enseña está dentro del alma substancialmente, donde no puede llegar el demonio, ni el sentido natural, ni el entendimiento”. (NOE, XVII, 2). Al alma misma se oculta no pocas veces el sigilo de estas comunicaciones. “Porque demás de lo ordinario, algunas veces de tal manera absorbe el alma y la asume en un abismo secreto, que ella echa de ver claramente que está puesta alejadísima y remotísima de toda criatura, de suerte que le parece que la colocan en una profunda y anchísima soledad, donde no puede llegar alguna humana criatura, como un inmenso desierto que por ninguna parte tiene fin, antes más deleitoso, sabroso y amoroso, cuanto más profundo, ancho y sólo, donde el alma se ve tan secreta, cuando se ve levantada sobre temporal criatura”. (NOE, XVII, 5).

En el siguiente pasaje identifica el fondo con la substancia del alma: “El recuerdo que haces, oh Verbo Esposo, en el centro y fondo del alma, que es la pura e íntima substancia de ella, en que secreta y calladamente como solo Señor de ella moras, no sólo como en tu casa, ni sólo como en tu mismo lecho, sino también como en mi propio seno íntimo y estrechamente unido” (Ll. IV, 3).

La misma idea se repite aquí: “Totalmente es indecible lo que el alma conoce y siente en este recuerdo de la excelencia de Dios, porque siendo comunicación de la excelencia de Dios en la substancia del alma, que es el seno suyo, que aquí dice, suena en el alma una potencia inmensa en voz de multitud de excelencias” (Ib. n. 8).

“Todo esto pasa en la íntima substancia del alma” (Ib. n. 10). “En el fondo de la substancia del alma es hecho este dulce abrazo” (Ib. ib.).

El secreto fondo a la vez es como refugio del alma en los momentos de las embestidas del adversario: “Bien es verdad que muchas veces, cuando hay en el alma y pasan estas comunicaciones espirituales muy interiores y secretas, aunque el demonio no alcanza cuáles y cómo sean, por la gran pausa y silencio que causan algunas de ellas en los sentidos y potencias de la parte sensitiva, porque aquí echa de ver que las hay y que recibe el alma algún bien. Y entonces como ve que no puede alcanzar a contradecirlas al fondo del alma, hace cuanto puede por alborotar y turbar la parte sensitiva, que es donde alcanza, ahora con dolores, ahora con horrores y miedos, con intento de inquietar y turbar por este miedo a la parte superior y espiritual del alma, acerca de aquel bien que entonces recibe y goza. Pero muchas veces, cuando la comunicación de tal contemplación tiene su puro embestimiento en el espíritu y hace fuerza en él, no le aprovecha al demonio su diligencia, antes el alma recibe nuevo provecho y amor y más segura paz, porque en sintiendo la turbadora presencia del enemigo, ¡cosa admirable!, que sin saber cómo es aquello y sin ella hacer nada de su parte, se entra ella más adentro del fondo interior, sintiendo muy bien que se pone en cierto refugio, donde se ve estar más alejada y escondido del enemigo” (NOE, XXIII, 3).

La pura observación psicológica no puede arribar a estas profundas esferas del ser íntimo y debemos agradecer a los místicos el habérnoslas mostrado para mayor conocimiento de la grandeza del hombre. La antropología mística o pneumatología es un capítulo muy interesante de la filosofía humana.

Resumiendo, pues, la materia de este artículo, diremos que San Juan de la Cruz reconoce con todos los místicos en la estructura del espíritu un fondo, un centro, una cima altísima, donde se reciben los más altos galardones y solaces de Dios, y se obran las más delicadas operaciones de la unión: es la porción superior, marcada con la imagen del Eterno, la mente, el sujeto del conocimiento místico, la punta suprema, la centella y brasa de la conciencia, el ápice, el vértice, el hondón, el tálamo, el castillo interior donde mora el Rey. “Allí no hay imágenes de cosas creadas; allí no llega la sensualidad ni el sentimiento de ella; no hay temporeidad ni categoría alguna de espacio; no hay distancia ni seres diferentes; las formas de corporeidad quedaron abajo” [21].

Dicha porción suprema no debe perderse de vista, en la concepción verdadera del espíritu, como punto medio y de conexión con las inteligencias separadas. En ella ha de buscarse la esencia y resplandor más puro del espíritu, su señorío y transcendencia sobre lo material y temporal, su contacto con un reino superior de normas y valores universales, su inquietud profunda e insaciable, su anhelo de eternidad en medio de la marea fluctuosa del mundo. Los místicos la llaman porción virginal, que no puede ser tocada ni asendereada por ninguna criatura. Cierta virginidad es esencial a todo espíritu, aun el encarnado en la materia terrestre, como el hombre, porque éste no puede anegarse totalmente en la pura animalidad. En medio de mayores bajezas y aberraciones, cuando la carne parece usurpar la infinita aspiración del espíritu, subsiste un resto de insatisfacción y de secreta pena, un murmullo interior que le dice que ha sido creado para cosas más altas, un noble residuo de profunda melancolía.

En los alcohólicos y degenerados, tan agudamente examinados por Roges de Fursac en su libro “Un moviment mystique contemporain”, se advierte un aleteo de esfuerzo superior, un anhelo virginal y ascético de liberación, o como dirían los antiguos, un murmur synderesis, un rumor de la sindéresis, un murmullo de descontento, un gemido inenarrable, que no se logra apagar con el fragor y ardimiento de las pasiones. Es la porción virginal no alcanzada por las aguas turbias de los goces materiales, un clamor de eternidad en medio del tiempo, una lucecita que brilla en las tinieblas, una brasa que arde en medio de la nieve. Es la imagen de Dios, que nadie puede borrar totalmente, el “homo nobilis” descrito por Eckhart en viaje a las profundidades de lo Infinito, que es su Patria [22].

Notas:
[1] Poulain, o.c. IX, 27.
[2] La Philosophie d’une expérience mystique. La Vie spirituelle, 51 (1937), pág. 81.
[3] Véase J. Gross: La divinisation du chrétien d’après les Pères Grecs. París. 1938.
[4] P. A. J. Festugière: L’Ideal religieux des Grecs et l’Evangelie. París, 1931: pág. 131.
[5] M. Lot Borodine: L’anthropologie théocentrique de l’Orient chrétien comme base de son expérience spirituelle. Irenikon, XVI (1939); pág. 7-8.
[6] De Trin. XII, XI.
[7] Borodine, ib.
[8] Ib., ib., pág, 13.
[9] Vid. L. Mager. Le fondement psichologique de la purification passive. Etudes Carmelitaines, 1939, II, pág. 240-254.
[10] L. Van den Bossche: Marie de Ste. Thérèse. Etudes Carmelitaines, 1935, II; pág. 241.
[11] Marie de l’Incarnation, Ursuline de Tours. Ecrits spirituels, et historiques, reedités par Dom Albert Jamet. París, 1939. I, pág. 322.
[12] Ib., pág. 360.
[13] Ib., ib., pág. 103.
[14] Ib., pág. 109, 106.
[15] Rel. V.
[16] II Sent. 33, q. 9, a. 1.
[17] V. P. H. Wilms: De scintilla animae. Angelicum, 14 (1937), pág. 194-211. Del mismo: Das Seelenfünklein in der Deutschen Mystik. ZAM, 12 (1937). P. Juvenal de Anagni: Solis intelligentiae. Augustae Vindelicorum, 1686, c. I, sect. III: Quid sit apex mentis seu fundus seu centrum animae.
[18] Traité de la reformation intérieure selon l’espirit du S. F. de Sales, per Jean Pierre Camus, Evêque de Belley, 1631; página 31.
[19] Ib., pág 39.
[20] Ib., pág. 40. S. F. de Sales ha expuesto esta doctrina de la cima o punta del alma (la cime et suprême pointe de notre espirit, la haute region de notre âme) en su libro Práctica del Amor divino. Trad. de F. Cuvillos. Madrid, 1885.
[21] P. Wenceslao del S. Sacramento. II, pág. 241.
[22] La misma causa reconoce la inquietud y la aspiración de Dios: “El alma se llama espíritu por su gran semejanza con Dios, y en este aspecto sobrepasa todo modo. Dios es espíritu y el alma también. De aquí le nace esta perpetua y constante propensión, esta intuición, este deseo que lleva el alma a su origen, al fondo de donde ha salido. Por ser imagen de naturaleza espiritual, ella tiende siempre a su prototipo, del que es imitación y reflejo. Nunca fenece esta propensión del alma a Dios, ni aun entre los condenados”. Surius. Cit. por J. Pacheu: Mystiques interpretés par les mystiques. Revue de Philosophie XXII (1923); pág. 622-3.


Siglas de las abreviaturas de las obras de San Juan de la Cruz citadas en el capítulo:

Ll: Llama de Amor Viva.
NOE: Noche Oscura del Espíritu.
SMC: Subida al Monte Carmelo.

domingo, 1 de noviembre de 2009

El Templo por Paul Evdokimov

El arte del Icono. Teología de la Belleza. Publicaciones Claretianas, Madrid, 1991.


1. El proyecto divino y el origen celeste del templo.

“El templo es el cielo terrestre, en estos espacios celestes Dios vive y se pasea”. Mediante estas palabras del patriarca Germain [1], se presiente el vertiginoso significado del templo cristiano. Los Bizantinos han trabajado en el espacio como lugar y morada de Dios; su problema arquitectónico buscaba la sintonía entre la escala natural de lo humano y la escala transcendente de lo infinito.

Las recientes tentativas de encontrar unas formas adaptadas a la mentalidad moderna, a menudo llegan a ahogar la arquitectura en el paisaje que la rodea y en las preocupaciones locales. Es un arte religioso antropocéntrico que expresa con sus emociones y sus búsquedas de lo estético de las expresiones y las formas. Olvida totalmente el proyecto inicial de los grandes compañeros y constructores, el misterio mismo del templo, el arte sagrado siempre teocéntrico que representa el descenso de Dios a su creación. Es perfectamente legítimo buscar formas nuevas, pero éstas deben expresar un contenido simbólico que permanezca idéntico a través de todas las épocas, pues su origen es celeste. Los constructores modernos deben escuchar y discernir las sugerencias del arquitecto principal que es el Ángel del templo (Apoc. 21, 15).

Desde el principio, todos los templos cristianos tienen el mismo dibujo, que se remonta a la visión del Templo de la Jerusalén celeste, y por eso esta arquitectura habla la misma lengua. Se trata de la enseñanza profunda que viene de Cristo “no hecha por mano de hombre” (la Santa Faz): todo icono se remonta a este Arquetipo trazado por el Espíritu Santo [2]. Se trata también del sentido de la tradición, que dice ciertos iconos fueron terminados por los ángeles. De todas formas, el origen divino presupone una receptividad activa y por otra parte funda la existencia de una norma canónica. Así, el Concilio de 787 decreta: “La composición de las imágenes no se deja solamente a la iniciativa de los artistas”, sino que brota del Misterio litúrgico, del Advenimiento de Dios, el cual proporciona unas reglas arquitectónicas e iconográficas en conformidad con su Presencia.

En efecto, los santuarios del Antiguo Testamento se edifican según las indicaciones del mismo Dios; de igual manera el Arca de la Alianza (Ex 35, 34), el templo mosaico (Ex. 25, 8-9) y el de Salomón, edificado sobre un «modelo inspirado por el Espiritu» (1 Crón. 28, 12, 19), «que Tú habías preparado desde el origen» (Sab 9, 8; Ez 4, 10-11). San Clemente de Roma precisa la tradición a la cual se refiere el ritual de la consagración de un templo: «el mismo Dios ha designado el lugar en que los oficios deben celebrarse»[3]. Eusebio la precisa en su Historia de la Iglesia y muestra una convergencia de la idea judía del Templo-residencia del Altísimo y de la idea cristiana de la nueva Jerusalén, del Reino de Dios. Según el Apocalipsis de Baruch [4], la Jerusalén celeste ha sido creada por Dios al mismo tiempo que el Paraíso, por lo tanto in aeternum.

2. El Templo – Imagen del universo y centro cósmico. El número y la medida.

En su Poema sobre Santa Sofia de Edesa, san Máximo la describe así: «es algo admirable que, en su pequeñez, el templo sea semejante al extenso universo... Su cúpula elevada se puede comparar a los cielos de los cielos... Descansa sólidamente en su parte inferior. Sus arcos representan los cuatro lados del mundo». Pero ya, según Flavio Josefo, el Templo de Jerusalén era una imago mundi: estaba situado en el «Centro del Mundo», en Jerusalén, y santificaba al Cosmos y al Tiempo. El patio simbolizaba el Mar, el santuario la Tierra, y el Santo de los Santos al Cielo. Los doce panes que se encontraban sobre la mesa representaban los doce meses del año y el candelabro de setenta brazos representaba los décans [5]. Cada templo es un omphalos, un centro cósmico, un espacio construido y ordenado; centrado y orientado de esta forma, da testimonio de un sentido riguroso y sagrado.

El templo reproduce la estructura interna del universo, «No hay nada bello sin medida», decía Platón, y Aristóteles: «lo bello reside en la medida y el orden». Dios es el gran Arquitecto y el genial geómetra del mundo (El Timeo), ideas que se remontan a Pitágoras, para el que «todo está ordenado de acuerdo al Número». La estructura matemática del universo, las leyes de las relaciones y las proporciones (el número de oro o sección dorada) suscitan una sensación de perfección y de serenidad olímpica. «La medida es la que hace bellas todas las cosas», pensaba Isaac el Sirio. La belleza de la forma, dice Platón en el Filebo, es «algo rectilíneo y circular, mediante compás, cordel y escuadra..., por lo que estas formas son bellas en sí mismas».

La Jerusalén celeste muestra precisamente la interacción del círculo y del cuadrado (Apoc 21, 16). Navío escatológico, la nave (de navis –navio—) coronada por la forma esférica de la cúpula, sintetiza la unión del círculo y del cuadrado, medida y cifra del cielo y del Reino. «El santuario, dice San Máximo[6], ilumina y dirige la nave y esta última se convierte en su expresión visible. Tal relación restaura el orden... restablece lo que era en el Paraíso y será en el Reino de Dios». El cuadrado o cubo representa la inmutabilidad inquebrantable, la estabilidad del proyecto realizado, y dentro se opera el dinamismo circular de los oficios y los ritos. El desarrollo del espacio litúrgico se hace según el plano vertical, pues es la dirección de la oración simbolizada por la subida del incienso, perfume del sol y de la luz, el buen olor del Pneuma; son también las manos levantadas del sacerdote, el movimiento de la epíclesis y de la elevación de los dones. Mientras que la marcha (procesión, al principio danza sagrada) alrededor del templo o del altar designa el movimiento alrededor del centro cósmico que liga la tierra e imita el movimiento circular de los astros.

3. La forma y el contenido transcendente

El templo reproduce el mundo, obra de Dios, traduce también la presencia de lo Transcendente, es «Casa de Dios» y «Puerta de los cielos» (Gen 28, 17).

Dios lo ha creado todo «con número, peso, y medida» y así del caos ha hecho el cosmos, la Belleza. Pero lo bello de la estética griega es una armonía estática y de superficie, mientras que la visión cristiana se ha vuelto hacia el dinamismo interior, hacia el sentido de lo divino en lo infinito, pues la Belleza de Dios no es mensurable y transciende toda ordenación. Rebasa toda forma, pues el contenido prima sobre todo, puede tocar lo informe y crear su propia forma. Por eso la forma humanamente más perfecta puede constituir un obstáculo, una cortina, perjudicar el contenido del mensaje, echar una sombra opaca sobre lo invisible.

Las catedrales de antaño estaban cargadas de una fuerza e intensidad sobrenaturales, su dinamismo, aun en nuestros días, corta el aliento y provoca el éxtasis. En el gótico, las verticales y la masa de piedras se alzan violentamente hacia el infinito y arrastran en su movimiento el espíritu del hombre. Por el contrario, en Santa Sofia todo se ordena alrededor de un eje central, coronado por la majestad de la cúpula, y expresa la belleza de una manera más esotérica, proveniente de una profundidad misteriosa y de una altura ilimitada, descendiendo sobre el hombre y llenándolo de una paz transcendente.

La cruz encima de la cúpula y la misma cúpula ordenan el espacio. Por sus líneas, la cúpula traduce el movimiento descendente del amor divino, su esfericidad reúne a todos los hombres en sinaxis, en cuerpo. Bajo la cúpula, nos sentimos protegidos, salvados de la angustia pascaliana de los espacios infinitos; igualmente, la cruz, si se prolongan al infinito las ramas de su hermosa figura geométrica, contiene la totalidad del espacio organizado, testimonio infinito actual.

4. El Templo – Imagen del Reino y Llamada de Dios.

Un templo no es un edificio de arquitectura extraña intercalado en manzanas de casas. El espacio profano, en la medida de su diferencia o de su oposición a lo Transcendente, es un espacio profanado, demoníaco. En el corazón de este espacio es donde se levanta el espacio organizado del Templo. Representa el rechazo más fuerte de los principios de este mundo, y en último término, del «dios de este mundo», de la Bestia apocalíptica. Ofrece la imagen plástica de un «cielo» misterioso, el del Reino, y dirige a todos los hombres una llamada apremiante a que se conviertan en «piedras vivas» del templo cósmico donde «todo lo que respira» canta la alabanza de Dios.

En el santuario, detrás del altar, se representa el misterio central, la comunión eucarística de los apóstoles. Encima, la Theotókos Orante personifica la Iglesia en su ministerio de intercesión. Más arriba está Cristo, Sacrificio y Sacrificador. En el hemisferio de la bóveda domina Pentecostés, la epíclesis, el descenso del Espíritu Santo que inaugura la Parusía y anticipa el Reino. La nave es el lugar donde el Pueblo de Dios se reúne como Sacerdocio Regio de los fieles. Sobre el muro occidental, opuesto al santuario, se sitúa el fresco del Juicio, balance de la historia; y la puerta de salida da sobre la tierra de la caída, espacio aún sin evangelizar.

Los grandes espirituales fueron unos videntes que se expresaron con imágenes y símbolos. Y así, el «el teólogo de la Santa Trinidad», san Sergio de Radonega, no ha dejado tratados teológicos pero, en una época de guerras y de luchas fraticidas, ha construido una iglesia y la ha dedicado a la Santa Trinidad. Según su biógrafo, «ha puesto el templo de la Trinidad como un espejo, visión del ‘totalmente otro’, a fin de combatir las divisiones del mundo». Era la imagen de la oración sacerdotal de Cristo. Su discípulo, Andrés Rublëv, lo ha dicho a través de su icono: se trata de transfigurar el mundo en la conmovedora imagen de la Trinidad.

De cara a las «preocupaciones mundanas», al puro biologismo de la lucha por la existencia, a la exterminación de la vida por el odio, de cara al reino del Mal, el Templo ya es un fragmento de eternidad que predica solamente por su presencia y llama a una metanoïa radical de las relaciones humanas, al «sacramento del hermano» y al corazón henchido de piedad y de «ternura ontológica» hacia toda criatura.

El icono de Pentecostés, como imagen conductora, muestra toda la distancia entre el Mundo y el Templo, entre la Historia y el Reino, y traza un límite nítido entre los dos planos de la historia humana: el Colegio de los apóstoles recibiendo las lenguas de fuego y abajo, saliendo de una oscura caverna, el anciano rey que representa el cosmos cautivo. Tiende las manos hacia su salvación, hacia la morada de la Paz divina, templo apostólico, iglesia de Cristo.

Las iglesias de planta central, a veces verdaderas torres, con sus cúpulas en las que el oro reluce, evocan los cirios pascuales y cantan la Resurrección. Los bulbos de las iglesias rusas sugieren la imagen de la oración, que, como una escala de Jacob, hace participar a este mundo en el más allá. Es una lengua de fuego, coronada por la cruz resplandeciente, y una iglesia de varias cúpulas es como un candelabro envuelto en llamas. Su luz penetra hasta el interior de la cúpula e ilumina las bóvedas, como un cielo descendido sobre la tierra, con el rostro majestuoso del Pantocrátor que reina en el centro y cuya mano abierta contiene el destino de todos y de cada uno.

Las figuras alargadas y esbeltas de los iconos y los frescos centran el impulso del grandioso conjunto hacia lo alto, hacia el Altísimo. Todo lo individual encuentra su plenitud legítima, y al mismo tiempo, todo se ordena por la comunión y la catolicidad. Los ángeles con sus trompetas escatológicas nos invitan a todos a unirnos en una sola doxología, acuerdo cósmico que clama por encima del caos y de las tinieblas. El poderoso movimiento de sus alas lleva a todas las miradas hacia el corazón maternal y el velo protector de la Theotókos, «Gozo de toda criatura». Este gozo y esta paz es lo que predica el templo por medio de sus líneas y su luz «el arte mudo sabe hablar», dice san Gregorio de Niza [7].

5. La construcción del espacio sagrado.

Un espectador, mirando un templo, puede examinar sucesivamente sus diferentes partes, determinar su arquitectura, hacer una evaluación de su valor artístico, pero siempre será para él un libro cerrado. Para que cada piedra, cada forma empiece a hablar, para que el todo se convierte en un canto, una liturgia, hay que captar su vida misteriosa, su proyecto y el principio mismo de su espacio organizado, que contrasta con su contorno. El ritual de la consagración de una iglesia simboliza con gran fuerza esta construcción del espacio sagrado. Acota una determinada superficie, la separa del espacio profano, la purifica, e invoca en su epíclesis el descenso del Espíritu Santo que transforma un lugar cualquiera en un lugar exacto de la teofanía, en montaña santa, en centro cósmico y escala de Jacob: «Henos aquí, en este templo, símbolo de cielo y santuario de tu gloria... Te rogamos y te suplicamos: envía tu Santísimo Espíritu sobre nosotros y sobre toda tu heredad...»

El obispo enciende una gran antorcha, «la primera luz», y la procesión que lleva las reliquias de un mártir da la vuelta a la periferia, trazando el círculo de eternidad. Ante la puerta, el obispo cita el salmo 24: «Alzad, ¡oh puertas!, vuestros dinteles; alzaos, eternos portones, para que entre el Rey de la gloria». Desde e interior del edificio, el coro que representa el espacio que aún no está organizado, pero que se apresura a estarlo, canta: «¿Quién es este Rey de la Gloria?»

El obispo hace una cruz con las reliquias y proclama: «El Eterno, el Fuerte, El Poderoso: ¡éste es el Rey de la Gloria!» El obispo entra y Dios toma posesión del lugar, lo transforma en casa de Dios, donde la liturgia recibe su calificación divina. Desde ese centro sagrado «sobre el cual Dios día y noche, tiene los ojos abiertos» (1 Re 8, 29), el Hijo hará subir sin cesar hacia el Padre la oblación y el incienso de la oración litúrgica. A continuación, el obispo construye la mesa del altar, la levanta y procede a su unción crismal y a su lustración con el agua bautismal, precedidas por la epïclesis y acompañadas del canto del alleluia angélico. El templo, en su totalidad, se vuelve la figura plástica del cielo que desciende sobre la tierra.

El altar (de alta-ara) significa lugar alto; es aquí la montaña santa de Sión, con su centro cósmico: «Subiré al altar de Dios» -«Has obrado la salvación en la tierra» (Sal 74). La santa mesa, por una conversión mística, simboliza al mismo Señor. Dionisio, hablando del ritual, señala: «En Jesús mismo, como en un altar..., es donde culmina la consagración» [8]. En el momento de la ordenación de un sacerdote, cuando se le imponen las manos, el aspirante, arrodillado, tiene la frente apoyada contra el altar, símbolo de Cristo. Es la imagen de san Juan, «recostado en el pecho de Jesús» (Jn 13, 23).

El tabernáculo que contiene la carne y la sangre de Cristo se situará sobre el altar, el cual lo transforma en tumba abierta por el poder de la resurrección. Nadie puede tocarlo fuera del sacerdocio, y el sacerdote, entrando, se prosterna ante esta representación de Cristo. La misma materia del altar en el que reposa el tabernáculo se transfigura al depositar en su interior las santas reliquias o huesos de los mártires. Es una referencia exacta al Apocalipsis (6, 9): «El Cordero hace ver» bajo el altar las almas de los que han sido inmolados por la Palabra de Dios y por el testimonio que habían dado. Nicolás Cabasilas lleva mucho más lejos la afirmación: el verdadero altar son estos mismos huesos. Por anticipación, explica, las reliquias y, por lo tanto, la mesa son «la carne pneumatizada» de la Pascua futura [9]. Vemos perfectamente que el centro litúrgico está construido con la materia del Reino de Dios, y el espacio sagrado se organiza alrededor de una parcela del más allá.

6. La orientación.

El rectángulo centra del templo se llama nave, siendo el Arca de Noé la figura profética de la Iglesia. Un templo es el barco lanzado a los espacios, que se dirige hacia el Oriente. La Didascalia de los apóstoles, citando el salmo 68: «Dios que cabalga sobre los cielos del Oriente, y los Hechos (1, 11): «Cristo volverá como le habéis visto ascender», nos muestran el origen de la oración dirigida hacia Oriente: es la espera de la vuelta del Señor: «Como el resplandor que viene de Oriente, así aparecerá el Hijo del Hombre» (Mt 24, 27). Ello significa que toda oración, cuando está bien orientada, es espera y, por lo tanto, en su intención última, siempre es de naturaleza escatológica. «Como el replandor que viene de Oriente», así Cristo es el «Sol de Justicia», y el «Oriente» (Zac 3, 4), y por eso el altar está dirigido hacia levante; por el contrario, la puerta de salida está situada al occidente, hacia el ocaso, mostrando el espacio amorfo de la oscuridad, la tierra no evangelizada, e incluso el infierno. La profesión de fe en la dirección de Oriente se opone a la abjuración frente Occidente. La oración hacia el Oriente distingue al cristianismo de la oración judía hacia Jerusalén y de la oración musulmana hacia la Meca. Al entrar, se va al encuentro de la luz, se está en el camino de la salvación que lleva hacia la ciudad de los santos y tierra de los vivos en donde el Sol luce sin ocaso. El eje polar vertical y el eje horizontal de los cuatro costados del mundo sintetizan el espacio en forma de cruz con seis direcciones; centrados sobre el Centro divino constituyen el número sagrado del siete, según Clemente de Alejandría.

En las basílicas de tres ábsides, Franz von Doelger muestra la figura de la cruz y descifra el símbolo de la Luz y de la Vida; en efecto, estas palabras en griego Zoé y Phôs se cruzan en la letra central, la omega, la letra escatológica del alfabeto griego. Lo que subraya aún más fuertemente la imagen de un barco que flota en la dimensión escatológica y cruza hacia el Oriente místico.

7. El iconostasio y las puertas.

Orientada y ordenada la iglesia se divide, según el plano del tabernáculo de Moisés y del templo de Salomón, en tres partes: el santuario del lado de Oriente, el pórtico hacia Occidente, y la nave, parte central, entre los dos. El santuario corresponde al santo de los santos, a la morada de Dios. El Santo de Dios aquí mora y resplandece. Figura del Reino, el santuario de la nave, en la que están los fieles, por una verja llamada «iconostasio». Se trata del antiguo cancel lleno de iconos en tiempos de la victoria sobre el iconoclasmo. Esta veja tiene tres «puertas santas» o «puertas reales», y está rodeada de puertas inferiores llamadas «del norte» y «del sur» que dejan paso a los ministros sagrados.

Bajo su forma su forma actual, el iconostasio presenta una evolución bastante reciente que hay que situar en el siglo XV. La puerta real esta rodeada de iconos de Cristo a la derecha y de la Theotókos a la izquierda. Justamente encima, el icono de la eucaristia. La segunda fila se centra en la Déisis, la tercera reúne los iconos de las fiestas litúrgicas, la cuarta es la de los profetas y, finalmente, la serie de los patriarcas.

Hasta finales del siglo XIV, la dimensión de la verja no impedía seguir a los fieles el misterio litúrgico que tenía lugar en el santuario. Fue una preocupación didáctica la que llevó al desarrollo de la verja a fin de poner ante los ojos de los fieles la economía de la salvación y su marcha progresiva. Esta preocupación corre el riesgo de comprometer la participación activa de los fieles en la acción litúrgica. La tradición josefina, consagrada a la amplitud y riqueza de la decoración cultual, la ha aventajado con la más sobria espiritualidad de Nil Sorsky y ha repuesto entre clérigos y laicos la tensión entre la Iglesia y el mundo, con el peligro de acentuar demasiado la distinción entre el santuario y la nave. Actualmente se esboza la tendencia a reencontrar la simplicidad de antes, un despojamiento de las formas que permitiría al miso tiempo al pueblo oír las oraciones eucarísticas y estar asociado más íntimamente al misterio mismo de la liturgia.

El iconostasio está recubierto de iconos deslumbrantes, con una composición en el centro llamada la Déisis, que significa la súplica, la intercesión: muestra al Cristo-Obispo bendiciendo a los hombres, Juez y Doctor también. Sosteniendo el Evangelio, aparece como el único intérprete de su propia palabra y es la figura de la Tradición. Es Él quien, por medio de todos los elementos de ésta, explicita sus palabras terrestres. Está rodeado por la Virgen y san Juan Bautista. Siguiéndolos y pareciendo salir de ellos como de sus arquetipos (la Theotókos, arquetipo de lo femenino, san Juan arquetipo de lo masculino), aparecen los apóstoles y los santos, introducidos por los ángeles. Es la Iglesia orante, la «locura de la caridad», la que intercede por los que son juzgados. La Palabra juzga, pero la Sabiduría suprema del Cristo-Obispo confronta la justicia y la misericordia y anticipa el segundo significado del mismo icono: las Bodas del Cordero. La Theotókos, la Esposa, símbolo de la Iglesia, y Juan, el amigo del Esposo, nos invitan a todos a la alegría perfecta del Reino.

La Déisis da sentido a todo el iconostasio. Destello de los testigos, el iconostasio ofrece sus manos suplicantes, la Iglesia ruega por la Iglesia, la Theotókos lleva el mundo en su oración y lo cubre con su protección maternal. Lo que parecía muro de separación se revela más profundamente como elemento de unión: Cristo total constituido por sus santos.

Este muro transparente, muro de intercesión, recibe y amplifica la oración del corazón: «Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de nosotros pecadores y cúbrenos con tu gracia». También sufre la violencia de los santos que se apoderan del Reino, y bajo su presión, después de Cristo, la puerta real se abre de para en para a la visión del cielo.

Los comentarios litúrgicos explican de manera muy natural el simbolismo inmediato de la puerta, imagen de Cristo «por quien veréis el cielo abierto» (Jn 1, 51). La veneración que implica este simbolismo no permite más que a los miembros del clero franquear esta puerta y solamente tras haberse puesto sus vestiduras litúrgicas.

El simbolismo del santuario va más lejos. El Cristo-Puerta introduce dentro de su ser, la puerta real da sobre el altar, lugar alto del Opus Dei y centro alrededor del cual se despliega la acción sagrada del culto: «es el cielo, donde se mueve el Dios trino, en la tierra» [10]. De acuerdo con la tradición litúrgica, la imagen paulina de «cabeza» Nicolás Cabasilas la sustituye por el «corazón triunfante y desbordante», fuente inagotable de los tesoros del Agapè. El tabernáculo del banquete mesiánico se articula con el tema bíblico de las bodas místicas. El «Hombre de dolor» aparece como «Hombre de deseo», el eterno Imán, el divino Filántropo. El Altar, ungido con el «aceite de júbilo», «irradia la perfecta alegría del amor» sin igual aquí abajo. Sólo Cristo es el Imán que imanta el amor y se introduce en nosotros para que podamos revivir en Él. Cabasilas formula aquí la evidencia simple y límpida: «El alma human tiene sed de infinito. El ojo ha sido creado para la luz, el oído para los sonidos, todo objeto tiene su fin, y el deseo del alma para lanzarse hacia Cristo».

Orígenes [11], en su tercera homilia sobre Jeremías, atribuye a Jesús el agraphon: «Quien está cerca de mí está cerca del fuego». ¿No es esta palabra una hermosa ilustración de esa interiorización mistagógica de la «Puerta» que se abre al corazón de Dios?

El Padre Sergio Bulgakov ha evocado lo inefable de esta travesía del Cristo-Fuego en el momento de su ordenación. «Toda la consagración fue fulgurante. Lo más conmovedor fue el primer paso por la puerta real, dirigiéndome hacia el altar. Literalmente atravesaba el muro del fuego ardiente, iluminador, renovador. Había entrado en otro eón, había entrado en el Reino...»

8. La subida gradual.

El sentido supremo del templo no permite penetrar en él directamente, por riesgo a introducir algún elemento heterogéneo del mundo profano; como lo subraya el canto litúrgico llamado Cherúbikon, en el umbral del templo «depositamos toda solicitud mundana». La penetración es una iniciación gradual orientada por la disposición topográfica misma. En otro tiempo el templo estaba rodeado por un muro circular donde se vuelve a encontrar el símbolo de la eternidad y de protección, la delimitación simbólica de las esferas y de los espacios.

En los conventos vemos adosados al templo un cementerio y una hospedería, mostrando así la unidad de los muertos y de los vivos juntos en un mismo espacio sagrado. Entrando en el portal, ya no encontramos de pronto con lo «otro», sentido inmediatamente como la verdadera patria. Atravesamos el atrio o el patio y pasamos junto al campanario. Este reproduce el esquema del templo, con su forma a menudo piramidal coronada por una cúpula. El ritual de la bendición de las campanas incorpora a la acción sagrada; en sus sonidos, casi vivos, es la misma materia la que canta la liturgia. Es también un exorcismo que purifica el ambiente del elemento demoníaco, su voz resonante anuncia las horas de oración. Los monjes del Monte Athos llaman a la campana de madera que los despierta para el oficio nocturno «Adán», recuerdo de aquel que ha sido buscado por Dios y a quien Él busca en cada uno de nosotros...

En la puerta de entrada se halla el baptisterio; la fuente captada se torna fuente de agua viva.

Se sube lentamente las gradas del atrio, lo cual subraya el movimiento de ascensión que introduce en el pórtico exterior y más tarde en el interior, en otro tiempo lugar donde permanecían los penitentes, lugar donde se llevaban a cabo servicios fúnebres y también refectorio para los monjes. Solamente preparado por esta iniciación mesurada, de un tacto admirable, es como se puede entrar en el templo propiamente dicho. Aquí, la perspectiva que se abre reasume y termina la ascensión: es el camino que conduce a la cumbre de la Montaña Santa.

En el lado oriental hay un estrado algo elevado, solea, cuya parte central se llama ambon, de anabaíno, subir, escalar; es la cámara alta, el lugar de la comunión eucarística: «Elevemos nuestros corazones y encontrémonos en la Cámara Alta», canta la Iglesia. El Sursum corda invita a elevar el ser entero hacia lo celeste. El introito siríaco dice: «Trinidad Santa, recibe de mis manos este sacrificio que te ofrezco sobre el altar celeste del Verbo»

La puerta real da directamente al Centro cósmico, la «Plaza alta», la Montaña santa. La cruz siempre desnuda, detrás del altar, muestra esa escala de Jacob de la que Dios se sirve para descender sobre la tierra y que toma la forma de la Cruz inscrita en la Trinidad y misteriosamente sugerida en el icono de Rublëv. Representa el Rostro de Dios vuelto hacia el mundo, símbolo de su amor indecible. Entre esta cruz y el altar se encuentra el candelabro de siete brazos [12]; simboliza el poder de los dones del Espíritu Santo que sella al hombre, y la gracia de Pentecostés, que «consagra» el universo iluminado por la séptuple luz del sol naciente que es Cristo.

La cúpula coronada por la cruz destaca en lo alto como una lengua de fuego pentecostal, punto de orante participación en lo celeste. El cielo se acerca, llena las bóvedas, las ilumina y revela al Pantocrator rodeado de ángeles de la Presencia. Las cuatro columnas de apoyo llevan los cuatro evangelistas [13], la Palabra. El icono llamado «los justos en la Mano de Dios» los muestra lanzándose hacia la mano abierta del Rey para formar allí el «sabor sagrado» donde «toda criatura y toda respiración alaban al Señor». Las plantas trepan por las columnas y se abren en floración paradisíaca, los animales se mueven tranquilos por la base. Con un movimiento poderoso, la Mano del Pantocrator ordena el conjunto y lo remite hacia el corazón litúrgico: el icono de la «Cena del Señor», que resplandece encima de las puertas reales.

La cruz situada en la pared del iconostasio indica el Oriente, de donde vendrá el Cristo de Gloria para ocupar el Hétimasia, el trono del Rey representado sobre el altar [14].

En el fondo del ábside destaca la Thetókos Orante o «Muro indestructible»; «Hodiguitria», la que muestra el camino, guía y reúne a todos los fieles en sinaxis eucarística y cubre el mundo en su «velo de protección»; «Madre de la Vida, tú has puesto en el mundo el gozo y la alegría que seca las lágrimas del pecado», «Tú haces gozar a toda criatura». Estos son el gozo y la paz celestes que reflejan los iconos. Los de la Puerta Real –los cuatro evangelistas y la Anunciación— presentan un verdadero festín para los ojos. Aquí la mística solar, a través del oro y el resplandor de los colores del arco iris, nos alcanza, se hace casi sonora y lo inunda todo de calor y de luz.

Así es como en toda la iglesia, incluso fuera de los oficios, se siente muy fuertemente la vida incesante, pues todo está a la espera de los santos misterios. Tensa hacia el Reino, esta espera se ilumina de presencias. Este es el misterio litúrgico del icono.


Notas:

[1] P.G. 98, 384.
[2] «Todo icono recibe la gracia del Espíritu Santo», dice san Juan Damasceno en su Discurso sobre los iconos, P.G. 94, 1.300.
[3] Ad Cor. 1, 40.
[4] 11, IV, 3-7
[5] Ant. Jud. 111, VII, 7.
[6] P.G. 91, 872.
[7] P.G. 46, 737 D.
[8] Hier. eccles. IV, *12
[9] La vida en Jesucristo, p. 147.
[10] SAN GERMAN, P.G. 98, 384
[11] Dídimo también en su comentario al Salmo 88.
[12] Se remonta al modelo celeste visto por Moisés, Núm 8, 4; Apoc 2, 1. Cf. También el Cordero de los siete ojos y los «Espíritus de Dios» -los «siete Ángeles de la Faz»-, Apoc 5, 6; 4, 5. La reanimación del fuego en el ritual pascual se refiere a la «la columna de fuego» y anuncia la Resurrección de Cristo; este simbolismo concuerda difícilmente con la claridad eléctrica de los templos.
[13] Son los cuatro «pilares cósmicos», los soportes terrestres de la Revelación. Su simbolismo se refiere al Tetramorfo, a los cuatro seres misteriosos que rodean en los iconos al Cristo de gloria y que son los símbolos de los cuatro evangelios: el águila, el toro, el león y el hombre, transposición plástica de la visión de Ezequiel (1, 5-14) y del Apocalipsis (4, 6-8). Es la representación ideal de toda la creación viva. La tradición judìa hace que cada uno de los seres corresponda una de las cuatro letras del Nombre divino. Un targoum del Pseudo-Jonathan liga los doce signos del Zodíaco a las doce tribus de Israel y los agrupa en tres bajo el mismo emblema del Tetramorfo.
[14] En Torcello, el fresco del Juicio muestra a Cristo rodeado de ángeles y de santos que descienden hacia el trono real. Simboliza la espera escatológica de la Iglesia.

martes, 27 de octubre de 2009

Un místico católico y francmasón: Joseph de Maistre por Maurice Colinon

(Capítulo VIII de Maurice Colinon, La Iglesia frente a la Masonería, Huemul, Buenos Aires, 1963, según la edición francesa de Librairie Fayard, París, de fecha desconocida).


En el debate que los opone a los católicos, los masones podrían, si quisieran, llamar a deponer a un testigo de importancia capital: Joseph de Maistre. Es notable el hecho de que la historia de las “sociedades secretas" ponga a nuestra disposición ejemplo tan perfecto como éste.

Porque he aquí ante nosotros un hombre que, aristócrata, se ve acusado de haber querido derribar el orden privilegiado; emigrado, de haber contribuido a preparar la Revolución; católico, de haber conspirado contra el altar; monárquico, de haber urdido un complot contra los reyes; y todo eso simplemente porque era, indiscutiblemente, irrefutablemente, francmasón.

A través del ejemplo de de Maistre tenemos entonces una probabilidad para comprender el estado de espíritu y las intenciones de esos católicos que, hasta el Concordato de 1804, creyeron poder frecuentar las logias pese a las condenas de Roma. Pues de Maistre era, no hay necesidad de repetirlo, un católico de gran raza, profundo y sincero. Alumno de los jesuitas, se inscribió muy joven en la congregación de la Asunción; después, a los quince años, en la cofradía de los "Penitentes negros". En Ginebra, y luego en Lausanne, fue el incomparable animador de los grupos de saboyanos exilados, que extraían de una fe inquebrantable la fuerza para dominar las desgracias de la época. En San Petersburgo diseminó las verdades del catolicismo entre los nobles, obtuvo la conversión espectacular de madame Sweichine y, de esta conversa, el título de "gran sembrador del catolicismo en Rusia.

A este catolicismo conquistador, de Maistre unía un profundo conocimiento de todas las doctrinas llamadas esotéricas y, en particular, de las ideas de Saint-Martin. El "Filósofo desconocido" ejerció siempre sobre él una influencia profunda. Es de Saint-Martin que extrajo el germen de una reacción contra los "Filósofos", contra el materialismo de su tiempo, y contra ese tiempo mismo. En las Veladas de San Petersburgo, le hace decir al senador lo que el mismo de Maistre no ha dejado de pensar del "virtuoso discipulo de Saint-Martin que no sólo profesa el Cristianismo, sino que también trabaja para elevarse a las alturas más sublimes de esta ley divina".

En una obra capital para la comprensión del pensamiento de de Maistre (1), Emile Dermenghem da la idea, muy verosímil, de que nuestro hombre resolvió tomar la pluma, no para exponer a su modo las teorías martinistas, "sino para transformarlas en cierta medida". Porque es indudablemente cierto que de Maistre no aprobaba en todos a puntos las ideas del "Filósofo desconocido". Le reprocha sobre todo, al igual que a sus discípulos, cierta antipatía hacia la jerarquía y la autoridad de la Iglesia, y también, en alguna medida, una mezcla difícilmente admisible de cabalismo y ortodoxia.

Joseph de Maistre confía en el clero. El mismo, en cierto momento, ha pensado entrar en una orden. Pero guardará hasta el fin por Saint-Martin una especie de veneración que demuestra cuán durable y profunda es la influencia que se sufre a los veinte años.

Se ha escrito a veces que de Maistre fue también "Cohen Elegido", vale decir, discípulo activo de Martinès de Pasqually. Si bien es cierto que conoció a este último, no existe prueba decisiva de que haya sido miembro del rito martinista propiamente dicho. Y su historia masónica es conocida hoy en todos sus detalles.

Se sabe que andaba por los veinte años cuando se adhirió, probablemente en 1773, a la logia de los Tres Morteros, en Chambéry. Más tarde confesó que "se trataba puramente de una sociedad de placer y no tenía en consecuencia nada para satisfacerlo. Convertido rápidamente en Gran Orador, se interesa poco por esa Masonería "mundana", y al tener conocimiento del Rito Escocés Rectificado, pasó con 15 de sus "Hermanos" a la logia La Sinceridad, que dependía ya de la provincia de Lyon, cuyos destinos presidía Willermoz. Sus críticas posteriores contra la Masonería, tan a menudo citadas, alcanzan únicamente a su primera experiencia; y, por el contrario, respetó siempre el espíritu que habían encontrado en el Rito nuevo y la seriedad de los trabajos a los cuales estuvo asociado desde 1778.

Bajo el nombre masónico de Josephus a Floribus, el joven conde de Maistre subió rápidamente los escalones. Según Dermenghem, "formaba parte de un grupo muy secreto de iniciados superiores que dicen haber tenido conocimientos más profundos y una actuación más importante que los masones ordinariamente conducidos por ellos más o menos misteriosamente". De hecho, fue Caballero Gran Profeso (clase que Willermoz mismo definía como "el último grado en Francia del Régimen rectificado") y el verdadero jefe de la Orden en la región de Chambéry.

En el libro de Dermenghem se encontrarán importantes extractos de la correspondencia intercambiada con Willermoz, y que nos muestra un Joseph de Maistre ardiente y celoso, pero siempre impaciente por saber más, ávido de nueva información, cuidadoso en rechazar las últimas dudas, a veces reacio y siempre lleno de espíritu crítico. Vimos antes que de Maistre especialmente rechazó con energía la leyenda templaría y se insurreccionó contra la pretensión de la Masonería de forjarse antepasados. Más aún, declaró que rehusaba obediencia a los sedicentes "Superiores desconocidos".

Toda esta discusión fue el tema de una larga Memoria al duque de Brunswick que redactó en ocasión del Convento de Wilhelmsbad. Pero no parece que haya sido discutida ni tampoco que su destinatario la haya seriamente leído.

La actividad masónica de de Maistre se extiende a través de diecisiete años. Durante todo este tiempo, no parece haber dudado nunca ni por instante del valor de esta Institución, ni de la utilidad, para un católico, de militar activamente ella. La Revolución de 1789 vino a interrumpir estos trabajos. De Maistre se exiló, y después viajó durante largo tiempo. Se desligó cada vez más de la Masonería, pero conservó una correspondencia seguida con un determinado número de iniciados, y no cesó, hasta su muerte, de estudiar las ciencias y las doctrinas esotéricas. Sólo que hacía distinciones fundamentales entre las diferentes "sociedades secretas" de su tiempo, y no dejaba de enfurecerse cuando los profanos las confundían entre si. "No hay ninguna relación -escribía- entre un francmasón ordinario, un martinista y un iluminado de Baviera". Si despreciaba sin esfuerzo al primero y consideraba dañino al último, defendía hasta el fin a los discípulos de Pasqually y de Saint-Martin.

Es muy importante destacar que de Maistre prosiguió sus actividades masónicas con una conciencia perfectamente pura, pese a las excomuniones romanas. La última condena, la de 1751, había sido sin embargo severa. Pero de Maistre estaba entonces influído por el galicanismo de Willermoz, y se hallaba lejos de constituirse en el defensor de la autoridad romana en que había de convertirse después. Además, tenía sinceramente por lícito el secreto exigido a los francmasones y tan enérgicamente reprochado por la Iglesia. "No se puede disputar -decía- a un ser inteligente y razonable el derecho de certificar mediante juramento una determinación interior de su libre arbitrio". Todo estaba en la orden, ya que los masones juraban solamente hacer el bien. "Desde que estamos seguros, en nuestra conciencia, de que el secreto masónico no contiene nada de contrario a la religión y a la patria, no concierne más que al derecho natural". Se ve bien el problema. Lo que de Maistre, miembro de los grupos martinistas, creía saber del secreto, tenía poco en común con lo que el Papa, que tenía informes de otras fuentes, descubría en él. Y Josephus a Floribus, cuando más tarde conozca la conspiración de los "Iluminados de Baviera", condenará su secreto con un vigor que no tendrá nada que envidiar a los más rudos juicios pontificios.

Muy cómodo en el seno de las logias martinistas (esas mismas de las que en el capítulo precedente han podido leerse algunas reglas próximas a las de una Tercera Orden religiosa), Joseph de Maistre defenderá siempre dos argumentos fundamentales para el estudio que nos ocupa:

-la ciencia oculta y la iniciación masónica son de esencia cristiana;

-la Masonería se opone a la incredulidad general; ella conduce a los místicos hacia el Catolicismo.

Ya en la Memoria al duque de Brunswick, de Maistre defenderá esta idea de que la verdadera fuente de la iniciación y de la Orden masónica era el Cristianismo primitivo. Pero ese Cristianismo no ha entregado todos sus secretos, y las Escrituras tienen un sentido oculto que corresponda a los "iniciados" volver a encontrar a fuerza de estudios:

"Todo es misterio en ambos Testamentos, y los elegidos de una y otra ley no eran sino verdaderos iniciados". Admite pues completamente los dogmas revelados, pero no se considera impedido de buscar el modo de profundizarlos, a la luz de las tradiciones esotéricas.

Por otra parte, junto con Saint-Martin, de Maistre considerará que el mayor azote de su tiempo es la incredulidad casi general. Propalar entre lo hombres de buena voluntad y de inteligencia probada una doctrina mística, era apartarlos del materialismo y prepararlos para aceptar, más tarde, los dogmas del Catolicismo. Nada más claro al respecto que esta frase, citada por Dermenghem: "Los espíritus religiosos, insatisfechos de lo que ven, buscan algo más sustancial y se inclinan hacia estas ideas místicas. Es el camino hacia el Catolicismo.

De Maistre tenía sesenta años cuando escribió esto. Había abandonado desde hacia tiempo las' logias y tuvo todo el tiempo necesario para juzgar los efectos de la revolución francesa. Su testimonio adquiere más valor aún.

Sostenía, entonces como en el pasado, que si las logias podían representar algún peligro en los países católicos, ocurría todo lo contrarío en los países protestantes. Sus doctrinas metafísicas diferían radicalmente del espíritu calvinista, y aun del luterano. El espíritu de la Masonería "acostumbra a los hombres a los dogmas y a las ideas espirituales; los preserva de una especie de materialismo muy notorio en la época en que vivimos, y del hielo protestante, que no tiende a nada menos que a helar el corazón humano".

Así, al aplicarse a desarrollar el misticismo masónico, Joseph de Maistre estaba convencido que trabajaba por la reunión de las Iglesias cristianas.

Y por eso asigna a los Caballeros Benefactores de la Ciudad Santa, una primera tarea: llevar a cabo la aproximación entre los católicos y los luteranos de Augsbourg, "cuyos símbolos no difieren entre sí muy notablemente". Y en 1815 todavía, en una carta al conde de Bray (citada por Priouret), repetía: "Vuelvo a las sociedades secretas. Dejémoslas hacer, señor Conde; todo eso nos ayuda".

No hubo, en consecuencia, en el pensamiento de Maistre, una ruptura brusca, sino únicamente una evolución natural y lógica, en la que el católico romano de 1815 explica y prolonga sin altibajos bruscos al masón de 1780.

Y, sin embargo, entre esas dos fechas se había producido un acontecimiento terrible: la Revolución, el Terror. La Francmasonería estaba ya cargada con el peso de todos los crímenes cometidos a partir de 1789, y los católicos, en su mayor parte, la consideraban responsable. Esto, de Maistre no lo creyó. Tenía buenas razones para ello. Nadie conocía mejor que él el mecanismo de esos grupos de iniciados, al que se atribuía haber montado el complot. Nadie sabía mejor que él que la "patria del Iluminismo" era Alemania. La Revolución, entonces, se había preparado en otra parte. Nadie, en fin, ha refutado con más paciencia y vigor (en una época en la que ya no era masón) el panfleto de Barruel, sobre el cual debía fundarse toda la historia futura de la Masonería "satánica".

Si terminó por admitir la realidad de un "complot revolucionario", fue en el cuadro de otro grupo, el de los Iluminados de Baviera (que volveremos a encontrar más adelante). Pero tendía a defender la inocencia de la Masonería que había conocido y de la que era uno de sus dignatarios. Es en 1793, en pleno Terror, que escribió para el barón Vignet des Etoles una Memoria sobre la Francmasonería "que data de siglos y no tiene ciertamente nada en común, en su principio, con la Revolución francesa".

¿Realismo o ilusión generosa? Eso es lo que vamos a ver.